¿Por qué el arte sonoro sigue estando tan profundamente infrateorizado y no ha generado una literatura crítica rica y convincente? Porque los modelos teóricos imperantes son inadecuados. Desarrollados para dar cuenta de lo textual y lo visual, no logran captar la naturaleza de lo sonoro. En este artículo, el autor propone un marco teórico alternativo, un relato materialista capaz de captar la naturaleza del sonido y permitir el análisis de las artes sonoras. Sugiere, además, que este relato teórico puede proporcionar un modelo para repensar las artes en general y evitar los escollos encontrados en las teorías de la representación y la significación.
El arte sonoro surgió a finales de la década de 1960 como confluencia de estrategias experimentales en la música con prácticas de instalación posminimalistas en las artes visuales (véase Cox, 2009b). Desde el principio, las preocupaciones espaciales y temporales de artistas sonoros como Max Neuhaus, La Monte Young y Alvin Lucier resonaron con la obra de artistas visuales como Robert Morris, Michael Asher y Bruce Nauman, que, más o menos al mismo tiempo, empezaron a experimentar con el sonido. Sin embargo, mientras que estos artistas visuales han atraído una enorme atención académica, su producción sonora ha pasado casi desapercibida, y el campo más amplio del arte sonoro ha sido ignorado por musicólogos, historiadores del arte y teóricos de la estética. Las formas sonoras abiertas y la ubicación a menudo específica de las instalaciones sonoras frustran el análisis musicológico de los artistas, que sigue orientado al examen formal de estructuras y actuaciones sonoras discretas, mientras que el ámbito puramente visual de la historia del arte permite a sus practicantes no sólo ignorar el arte sonoro, sino también pasar por alto las estrategias sonoras del Postminimalismo y el Conceptualismo.
La creciente prominencia del arte sonoro en la última década ha hecho poco por alterar esta situación. ¿Por qué el arte sonoro sigue estando tan profundamente infrateorizado y por qué no ha generado una literatura crítica rica y convincente? En mi opinión, la razón principal es que los modelos teóricos imperantes son inadecuados. Desarrollados para dar cuenta de lo textual y lo visual, no logran captar la naturaleza de lo sónico. En este artículo propongo un marco teórico alternativo, un relato materialista capaz de captar la naturaleza del sonido y permitir el análisis de las artes sonoras. Sugiero, además, que este relato teórico puede proporcionar un modelo para repensar las artes en general y evitar los escollos encontrados en las teorías de la representación y la significación. En un sentido más amplio, este artículo pretende contribuir al renacimiento general del realismo en la filosofía contemporánea y su desafío al idealismo y humanismo que han caracterizado la filosofía y la teoría cultural desde el “giro lingüístico”.1
Representación, significación y materialismo
Durante las últimas décadas, la teoría estética ha estado dominada por un conjunto de enfoques críticos (entre los que destacan la semiótica, el psicoanálisis, el postestructuralismo y la deconstrucción) relacionados con la significación, la representación y la mediación. Desde el punto de vista epistemológico, estos enfoques rechazan las concepciones ingenuas de la representación y la significación que interpretan las imágenes y los signos como imágenes o designaciones de un mundo preestablecido. Desde el punto de vista ontológico, rechazan el esencialismo, que interpreta el mundo como una manifestación de esencias conceptuales o materiales fijas a las que se referirían las imágenes y los signos. En contraste con la fijeza e inflexibilidad del esencialismo, la teoría cultural contemporánea pretende dar cuenta y fomentar la contingencia del significado, la multiplicidad de interpretaciones y la posibilidad de cambio. La cultura se interpreta como un campo o sistema de signos que operan en complejas relaciones de referencia con otros signos, sujetos y objetos. La crítica y la teoría culturales se consideran una empresa interpretativa que consiste en rastrear signos o representaciones (imágenes, textos, síntomas, etc.) a través de las redes asociativas que les dan sentido, redes que siempre están en flujo, lo que garantiza que el significado nunca sea fijo o estable. Rechazando el realismo, que pretendería un acceso directo a la realidad, la teoría y la crítica culturales contemporáneas tienden a sostener que la experiencia está siempre mediada por el campo simbólico. De hecho, estos enfoques suelen sospechar profundamente de lo extrasimbólico, lo extratextual o lo extradiscursivo, y consideran que ese ámbito es inaccesible o inexistente. Así, por ejemplo, Ferdinand de Saussure (1983[1916]: 116-17) destierra de la semiótica la materia física del sonido; Jacques Lacan (1998[1972-3]) declara que “no existe una realidad prediscursiva” y desecha el sustrato material de la cultura que “resiste a toda simbolización” (pp. 32, 66);2 Jacques Derrida (1976[1967]) sostiene que “no hay nada fuera del texto” (p. 158); y Stuart Hall (2002) sostiene que “nada significativo existe fuera del discurso”.3
Estos enfoques teóricos son filosóficamente ricos y han demostrado ser herramientas poderosas para el análisis cultural. Rechazan acertadamente el esencialismo e insisten en la contingencia e indeterminación del significado y el ser. Sin embargo, el precio de esta libertad ha sido a menudo una insularidad epistemológica y ontológica.4 Las teorías de la textualidad o la discursividad apoyan implícitamente una separación entre cultura (el dominio de la significación, la representación y el significado) y naturaleza (el dominio de la materia inerte y muda). La naturaleza se descarta por intrascendente o se considera una proyección cultural, una construcción social. La teoría cultural contemporánea también cae a menudo presa de un antropocentrismo provinciano y chovinista, ya que trata la interacción simbólica humana como una dotación única y privilegiada de la que se excluye al resto de la naturaleza. De este modo, concuerda con la metafísica y la teología profundamente arraigadas que pretende cuestionar, uniéndose al platonismo, el cristianismo y el kantianismo al sostener que, en virtud de alguna dotación especial (alma, espíritu, mente, razón, lenguaje, etc.), los seres humanos habitan una posición ontológica privilegiada elevada por encima del mundo natural. La teoría cultural contemporánea manifiesta así una epistemología y una ontología kantianas problemáticas, un programa dualista que divide el mundo en dos dominios, un dominio fenoménico del discurso simbólico que marca los límites de lo cognoscible, y un dominio nouménico de la naturaleza y la materialidad que excluye el conocimiento y el discurso inteligible.
Estos presupuestos y conclusiones son totalmente evidentes en uno de los escasos análisis teóricos sostenidos del arte sonoro y formas musicales afines, el reciente libro de Seth Kim-Cohen In the Blink of an Ear (2009).5 Kim-Cohen atribuye la ausencia de un rico discurso teórico sobre el arte sonoro a la tendencia de compositores como John Cage y Pierre Schaeffer, y artistas sonoros como Francisco López y Christina Kubisch, a tratar el sonido como una sustancia material ajena a la significación y la discursividad. Empeñado en elevar el discurso del arte sonoro al nivel de los análisis teóricos de las artes visuales y la literatura, Kim-Cohen no ve otro camino que adoptar el paradigma textualista de esos campos. Según Kim-Cohen, las afirmaciones realistas sobre la materialidad del sonido sólo pueden ser esencialistas, ya que postulan un dominio fuera del discurso, una sustancia cuya existencia y naturaleza no están determinadas por el campo de la significación. Tal sustancia y dominio, concluye Kim-Cohen, carece de sentido en el mejor de los casos y es inexistente en el peor. Puesto que ser humano es un estado inexorablemente ligado al lenguaje”, señala, “entonces, presumiblemente, la lingüisticidad es el orden que se obtiene”. Y continúa:
La sugerencia de una pureza no adulterada ni contaminada de la experiencia anterior a la captación lingüística busca un retorno a una oscuridad nunca presente, romantizada, anterior a la Ilustración … si algunos estímulos transmiten realmente un efecto experiencial que precede al procesamiento lingüístico, ¿qué debemos hacer con tales experiencias? … Si existe tal estrato de experiencia, debemos aceptarlo en silencio. No encuentra voz en el pensamiento ni en el discurso. Puesto que no hay nada que podamos hacer con ella, parece sensato dejarla de lado y ocuparnos de aquello de lo que podemos hablar. (p. 112)
En su intento de situar el discurso del arte sonoro en el ámbito conceptual neokantiano de la teoría cultural contemporánea, Kim-Cohen acepta los presupuestos del textualismo y la discursividad, afirmando una distinción entre fenómenos y noumena que se traduce en la distinción entre lenguaje y lo extralingüístico, cultura y naturaleza, texto y materia. Los límites del discurso son los límites del significado y del ser, afirma Kim-Cohen. Si queremos examinar con sentido las artes sonoras, tendremos que concebirlas dentro del ámbito de la representación y la significación.
Sin embargo, como bien señala Kim-Cohen, las artes sonoras se resisten a ser descritas y analizadas mediante teorías de la textualidad y la representación, lo que explica el casi silencio sobre el sonido en la teoría estética contemporánea. En mi opinión, las artes sonoras requieren un tipo diferente de análisis teórico, no una teoría específica del sonido, sino una teoría capaz de dar cuenta del sonido y de las demás artes. La teoría materialista que propongo aquí sostiene que las críticas de la teoría cultural contemporánea a la representación y al humanismo no son lo suficientemente rigurosas. Una crítica rigurosa de la representación eliminaría por completo los planos duales de cultura/naturaleza, humano/no humano, signo/mundo, texto/materia, no a la manera de Hegel, hacia un idealismo que interpretaría todo el ser como mental, sino a la manera de Nietzsche y Deleuze, hacia un materialismo exhaustivo que interpretaría la vida simbólica humana como una instancia específica del proceso transformador que se encuentra en todo el mundo natural -desde las reacciones químicas de la materia inorgánica hasta el enrarecido dominio de la interpretación textual-, un proceso que Nietzsche denominó con varios nombres, entre ellos “devenir”, “interpretación” y “voluntad de poder”.6
Representación y artes sonoras
La composición musical y la instalación sonora son prácticas históricamente situadas y socialmente arraigadas que tienen un significado cultural. Sin embargo, siempre se ha reconocido que la música es un arte peculiarmente no representativo, que carece de la estructura de dos niveles de referencia característica de las palabras y las imágenes. Dejando a un lado los casos de musique concrète a los que volveré más adelante, los tonos y las obras musicales no son significantes, no son medios para la expresión de un contenido semántico. En general, no simbolizan ni representan otra cosa. No son iconos, índices o símbolos, por utilizar la división tripartita de los signos de C.S. Peirce.7
La percepción de estos diversos objetos culturales también pone de relieve esta diferencia. Los textos escritos y las imágenes requieren la distancia de la visión, que separa al sujeto del objeto. En cambio, el sonido es envolvente y próximo, rodea y atraviesa el cuerpo. Y mientras los textos y las imágenes implican la yuxtaposición espacial de elementos, las artes sonoras implican un flujo temporal en el que los elementos se interpenetran entre sí. En Henri Bergson (1960[1889]) los textos y las imágenes nos presentan “multiplicidades discretas”, mientras que en las artes sonoras nos encontramos con “multiplicidades continuas” (cap. II).
La música ha eludido durante mucho tiempo el análisis en términos de representación y significación y, en consecuencia, se ha considerado puramente formal y abstracta. Sin embargo, las obras de arte sonoro más significativas de la última mitad de siglo -las de Max Neuhaus, Alvin Lucier, Christina Kubisch, Christian Marclay, Carsten Nicolai, Francisco López y Toshiya Tsunoda, por ejemplo- han explorado la materialidad del sonido: su textura y flujo temporal, su efecto palpable sobre los materiales a través de los cuales y contra los cuales se transmite, y su afección por ellos. Lo que estas obras revelan, en mi opinión, es que las artes sonoras no son más abstractas que las visuales, sino más concretas, y que no requieren un análisis formalista, sino materialista.
Históricamente, el carácter no representativo de la música ha llevado a interpretarla de dos maneras distintas. El compositor y teórico R. Murray Schafer (1994[1977]: 6) las atribuye a dos mitos griegos sobre el origen de la música. La XII Oda Pítica de Píndaro, escribe Schafer, sitúa el origen de la música en la invención por parte de Atenea de tocar el aulos para honrar a las hermanas plañideras de la decapitada Medusa. El himno homérico a Hermes, por el contrario, explica el origen de la música por el descubrimiento de Hermes de que el caparazón de una tortuga podía utilizarse para formar la cámara de resonancia de una lira. El primer mito celebra la música como la erupción subjetiva de una emoción bruta, mientras que el segundo la interpreta como el descubrimiento de las propiedades sonoras objetivas del universo. Así pues, la música se concibe como algo subrepresentacional, una erupción primitiva de deseo y emoción (de ahí su supresión por los conservadores morales desde Platón hasta los talibanes), o como algo suprarrepresentacional, pura matemática. Así, Descartes (1961[1618]) podía escribir de la música que “su objetivo es agradar y suscitar en nosotros diversas emociones” (p. 11), mientras que Leibniz (1989[1714]) podía afirmar que la belleza de la música “consiste únicamente en las armonías de los números y en un cálculo del que no somos conscientes, pero que, sin embargo, el alma lleva a cabo” (p. 212).
Schopenhauer: Bajo la representación
Dos importantes teorías del arte del siglo XIX, las de Schopenhauer y Nietzsche, combinan estos dos polos de una forma muy instructiva para construir una teoría materialista de la música y el sonido. La metafísica de Schopenhauer es explícitamente kantiana y, al igual que Kant distingue entre el mundo de los fenómenos y el mundo de los noumena, la apariencia y las cosas-en-sí-mismas, Schopenhauer Schopenhauer (1969[1819]) distingue entre el mundo de la “representación” y el mundo de la “voluntad”.8 En esencia, argumenta Schopenhauer, el mundo es voluntad: una energía o fuerza propulsora indiferenciada. Sin embargo, en su mayor parte, la voluntad se manifiesta y experimenta sólo indirectamente, a través de la mediación de las representaciones que conforman el mundo familiar de la apariencia, que consiste en entidades discretas que habitan el tiempo y el espacio y están sujetas a leyes naturales. Para Kant, la cosa en sí era un postulado teórico, un supuesto necesario de su sistema epistemológico y moral. Schopenhauer, sin embargo, sostiene que cada uno de nosotros tiene una experiencia interna directa de la voluntad como fuerza de deseo, acción y movimiento que nos anima y distingue nuestra experiencia de nosotros mismos de nuestra experiencia de otros seres humanos, que, para nosotros, siguen siendo objetos entre objetos, representaciones entre representaciones. Mediante el estudio científico de estas representaciones, podemos ver (aunque no sentir) esas fuerzas internas que actúan en todo el mundo natural, desde la gravedad, la electricidad y el magnetismo hasta el crecimiento orgánico, el deseo animal y el conocimiento y la voluntad humanos.
La conciencia de que el mundo natural está impregnado y dirigido por una fuerza ciega e irracional es, para Schopenhauer, causa de desesperación, viciando cualquier proyecto o propósito específicamente humano o individual. El arte, sin embargo, es capaz de ofrecer un alivio temporal a esta desesperación, ya que nos presenta lo que Schopenhauer llama “Ideas platónicas”, tipos formales puros desconectados de las preocupaciones prácticas de la vida cotidiana. La contemplación de tales Ideas estéticas nos permite, momentáneamente, trascender la vida del deseo y la lucha para convertirnos, en la famosa frase de Schopenhauer, en “sujeto[s] puro[s], sin voluntad, sin dolor, intemporal[es] del conocimiento” (p. 179, énfasis en el original).
Schopenhauer distingue notablemente la música de las artes visuales y literarias (pintura, escultura, arquitectura y poesía), otorgándole un estatus especial. Para Schopenhauer, la música no tiene nada que ver con el mundo de la representación ni con la presentación de las Ideas platónicas. En un pasaje sorprendente, escribe que la música es “totalmente independiente del mundo aparente, lo ignora positivamente y, hasta cierto punto, podría seguir existiendo aunque no existiera mundo alguno, lo que no puede decirse de las demás artes” (p. 257). Parecería la declaración más hiperbólica de la autonomía musical. Pero es precisamente lo contrario. Schopenhauer libera a la música del mundo de la apariencia, el mundo de la representación, para sumergirla en el mundo de las cosas-en-sí, el mundo de la voluntad. La música, argumenta, es una expresión directa de la voluntad.
La música se distingue de todas las demás artes por el hecho de que no es una copia de la apariencia o, más exactamente, de la objetividad adecuada de la voluntad, sino que es directamente una copia de la voluntad misma y, por tanto, expresa lo metafísico a todo lo físico del mundo, la cosa-en-sí a toda apariencia. En consecuencia, podríamos llamar al mundo tanto música encarnada como voluntad encarnada. (pp. 262-3; cf. p. 257)
Para Schopenhauer, pues, la música sigue siendo, en cierto sentido, una copia. Sin embargo, lo que reproduce no es el mundo de los objetos y las cosas que componen el mundo aparente, sino las fuerzas primarias de las que se componen esos objetos y cosas. Es decir, ofrece una expresión audible de la naturaleza en toda su fuerza dinámica.
La teoría de la música de Schopenhauer está limitada por su metafísica kantiana y por el lenguaje kantiano de la representación, la apariencia y la cosa-en-sí. Sin embargo, ofrece un importante punto de partida para la construcción de una filosofía materialista del sonido y la música. Reconoce el carácter no representativo de la música y da cabida tanto a su conexión pindárica con la emoción y el deseo como a su comprensión homérica de las verdades fundamentales sobre la naturaleza.9 Sin embargo, su rechazo de la representación musical no es una afirmación de la autonomía musical, sino un argumento a favor del arraigo de la música en las pautas del devenir inmanente a la naturaleza.
Nietzsche: La naturalización de la música
Nietzsche nos lleva considerablemente más lejos hacia una teoría materialista de la música y el sonido. Su primer libro, El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música (1992a[1872]), se inspira en el relato de Schopenhauer, pero lo despoja de su carga metafísica kantiana.10 El nacimiento de la tragedia es, en primer lugar, una investigación filológica sobre los orígenes del drama trágico y su profunda importancia para los griegos áticos. Sin embargo, Nietzsche da a este estudio un significado más amplio, interpretándolo como una crítica de la cultura de finales del siglo XIX y un relato sobre el arte y la música en general. Según Nietzsche, los griegos distinguían entre las artes plásticas y visuales, por un lado, y la música, por otro: las formas discretas y la serena compostura de las artes visuales honraban al dios Apolo, mientras que la fluidez salvaje de la música honraba a Dioniso. El nacimiento de la tragedia presenta esta oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco como isomórfica con las distinciones de Schopenhauer entre representación y voluntad, apariencia y cosa en sí. Sin embargo, como el propio Nietzsche reconoció, el relato del arte y la música presentado en el Nacimiento de la tragedia se aleja considerablemente de Schopenhauer.11 El kantianismo de Schopenhauer le llevó a subsumir el mundo natural, físico, en el mundo de la apariencia, y a situar la voluntad en un dominio metafísico fuera del espacio y del tiempo y no sujeto a leyes naturales como la de la causalidad. Para Nietzsche, sin embargo, tanto lo apolíneo como lo dionisíaco son totalmente inmanentes a la naturaleza. De hecho, los describe ante todo como “energías artísticas [Mächte] que brotan de la propia naturaleza, sin la mediación del artista humano, energías en las que los impulsos artísticos de la naturaleza [Kunsttriebe] se satisfacen de la manera más inmediata y directa” (p. 38, énfasis en el original).
Lo que Nietzsche ofrece aquí es una teoría profundamente naturalista del arte. El arte no es un logro único de los seres humanos que define una provincia de la “cultura” distinta y elevada por encima de la “naturaleza”. Por el contrario, para Nietzsche, la naturaleza misma es artística, creativa, productiva; y los seres humanos “tenemos nuestra más alta dignidad en nuestro significado como [una de las] obras de arte de la naturaleza”. Los propios seres humanos son artistas, concluye Nietzsche, sólo en la medida en que se “fusionan” con la naturaleza como el “Ur-artista del mundo” (p. 52, traducción modificada).
No es difícil ver que la naturaleza es extravagantemente creativa, generando sin cesar una inmensa variedad de formas inorgánicas y orgánicas: desde cristales y cañones hasta especies biológicas de la más asombrosa variedad dentro de las cuales no hay dos individuos idénticos – una vasta proliferación de diferencia material. Sin embargo, es probable que tomemos la celebración rapsódica de Nietzsche de los poderes creativos de la naturaleza como retórica, ya que generalmente creemos que el arte y la creatividad requieren una agencia consciente. La afirmación de Nietzsche de la naturaleza como artista, entonces, se leerá como metafórica en el mejor de los casos y teológica en el peor, ya que “la creatividad de la naturaleza” parece implicar un creador divino.
Nietzsche (1974[1882/1887])sin embargo, actúa en la estela de la “muerte de Dios” y se compromete a rastrear y eliminar todos los vestigios del pensamiento teológico (pp. 167-9, 279-82). Entre ellos se encuentra el antiguo y venerable modelo hilemórfico según el cual la génesis de los entes requiere la imposición externa de la forma sobre una materia inerte. Tal es el relato de la formación en la tradición judeocristiana, en Platón y en Aristóteles; y continúa ejerciendo su dominio sobre la imaginación científica y estética en la actualidad. Nietzsche se anticipa a los materialistas científicos y filosóficos contemporáneos, entre ellos Gilbert Simondon (1992[1964]), Ilya Prigogine e Isabelle Stengers (1984[1979]: 7, 9), Gilles Deleuze y Félix Guattari (1987[1980]: 329, 408ss), y Manuel DeLanda (1997a, 1997b) – al rechazar el hilemorfismo, optando en su lugar por una teoría de la autoorganización. Para Nietzsche (2003[1885-8])la materia misma es creativa y transformadora sin agencia externa, un incesante devenir y superación que se congela temporalmente en formas y seres sólo para disolverlos de nuevo en el flujo natural, un “eterno autocreador” y “eterno autodestructor… monstruo de fuerza, sin principio, sin fin” (p. 38). El nombre que Nietzsche da a este flujo es “voluntad de poder”, su esfuerzo por formular una teoría de la causalidad y la eficacia naturales, internas a la materia y que proceden sin ninguna agencia externa. Para Nietzsche (1992c[1887]) “no hay ningún “ser” detrás del hacer, del efectuar, del devenir; el “hacedor” es sólo una ficción añadida al hecho – el hecho lo es todo” (p. 481); y sólo existen “cuantos dinámicos en una relación de tensión con todos los demás cuantos dinámicos, cuya esencia consiste en su relación con todos los demás cuantos” (Nietzsche, 2003[1885-8]: 247).12 El cambio natural, por tanto, es el resultado de fuerzas intensivas que generan nuevas configuraciones y ensamblajes. Como naturalista y materialista a ultranza, Nietzsche no establece distinciones fundamentales entre naturaleza inorgánica y orgánica, o entre naturaleza y cultura. Las operaciones de la voluntad de poder son tan evidentes en los procedimientos de la reacción química y la unión como en el crecimiento orgánico y la competición, la creación artística y la interpretación. (De hecho, Nietzsche a menudo extiende polémicamente el término “interpretación” para abarcar todos los procesos naturales).13 Para Nietzsche (1992b[1886]: 238, 2003[1885-8]: 39), entonces, “el mundo visto desde dentro” es “voluntad de poder y nada más”, y “vosotros mismos sois también esta voluntad de poder… ¡y nada más!”.
Dionisio o lo virtual
El mundo como voluntad de poder es descrito por Nietzsche (2003[1885-8]: 38) como un “mundo dionisíaco”, lo que nos remite a la música y a la dicotomía propuesta en El nacimiento de la tragedia entre lo apolíneo y lo dionisíaco. La descripción que hace Nietzsche de estas dos modalidades como “impulsos artísticos de la naturaleza” muestra lo poco que tienen en común con las distinciones de Kant entre fenómenos y noumena, apariencia y cosa-en-sí, o con la distinción de Schopenhauer entre representación y voluntad. Por el contrario, anticipan una distinción que naturaliza estas oposiciones schopenhauerianas y kantianas: La distinción de Gilles Deleuze entre “lo real” y “lo virtual”.14 Este par de términos marca la diferencia, dentro del flujo de la naturaleza, entre los individuos empíricos y las fuerzas, poderes, diferencias e intensidades que les dan origen. Deleuze (1994[1968]) escribe:
La diferencia no es diversidad. La diversidad está dada, pero la diferencia es aquello por lo que lo dado está dado, aquello por lo que lo dado está dado como diverso. La diferencia no es el fenómeno, sino el noúmeno más próximo al fenómeno… Todo fenómeno remite a una desigualdad por la que está condicionado. Toda diversidad y todo cambio remiten a una diferencia que es su razón suficiente. Todo lo que sucede y todo lo que aparece está correlacionado con órdenes de diferencias: diferencias de nivel, de temperatura, de presión, de tensión, de potencial, diferencia de intensidad… La disparidad -es decir, la diferencia o intensidad (diferencia de intensidad)- es la razón suficiente de todos los fenómenos, la condición de lo que aparece. (p. 222, énfasis en el original)
Deleuze utiliza aquí un lenguaje kantiano para expresar un punto de vista totalmente no kantiano.15 Es cierto, argumenta Deleuze, que hay que hacer una distinción importante entre lo que aparece y las condiciones de posibilidad de esta aparición; pero esas condiciones de posibilidad no son conceptuales o cognitivas, como lo son para Kant; son completamente materiales, inmanentes a la naturaleza misma. Lo que aparece” (la diversidad de los individuos reales y empíricos que pueblan el mundo de nuestra experiencia) son el producto o la manifestación de “diferencias” materiales intensivas que operan en el micronivel de la materia física, química y biológica, pero que siguen siendo virtuales e inaparentes en el nivel de las cosas reales y extensivas. Este énfasis en la naturaleza constitutiva de la diferencia ha permitido vincular a Deleuze con teóricos de la diferencia como Saussure, Derrida, Lacan, Irigaray y Levinas. Sin embargo, las diferencias de Deleuze no son de origen lingüístico, conceptual o cultural. Al operar por debajo del nivel de la representación y la significación, estas diferencias subsisten en la propia naturaleza.
Por debajo de la representación y la significación, la música y el sonido manifiestan esta virtualidad, que tanto Deleuze como Nietzsche denominan “dionisíaca” (Deleuze 1994[1968]: 214). Este fenómeno primordial del arte dionisíaco es difícil de comprender”, escribe Nietzsche (1992a[1872]), “y sólo hay una manera directa de hacerlo inteligible y captarlo inmediatamente: a través de la maravillosa significación de la disonancia musical” (p. 141). La música hace audible el flujo dinámico, diferencial y discordante del devenir que precede y excede a los individuos empíricos y al principium individuationis. Sin representar ni simbolizar nada, presenta un juego de fuerzas e intensidades sonoras. Este mundo [dionisíaco] [de la música] tiene una coloración, una causalidad y una velocidad muy diferentes de las del mundo del artista plástico y del poeta épico”, escribe Nietzsche (p. 50). Sin embargo, también es la condición de posibilidad de los individuos empíricos y de las formas estables de las artes visuales y textuales. La relación entre lo dionisíaco y lo apolíneo, la música y las artes visuales y textuales no es de oposición, sino de condicionamiento trascendental. Pues así como el mundo virtual de la voluntad de poder o de la diferencia se manifiesta en entidades reales, también el mundo “incipiente”, “intangible” de la música, para Nietzsche, “se descarga en imágenes”, “emite chispas de imágenes”, se manifiesta “como un símbolo o ejemplo específico” (pp. 49, 50, 54).
Lo real auditivo
Según Nietzsche, la tragedia griega nace “del espíritu de la música”. Su esencia reside en la idea trágica de que el flujo del devenir forma individuos empíricos -poemas dramáticos, la figura del héroe en el escenario, el propio escenario, nosotros los espectadores- y los disuelve igualmente en su caldero de fuerzas e intensidades. Más allá de su análisis del drama clásico, El nacimiento de la tragedia ofrece una teoría de la música y del arte en general. Nietzsche nos pide que renunciemos a hablar de representación y significación en favor de un relato de fuerzas heterogéneas en complejas relaciones de atracción y repulsión, consistencia y disolución.
Por supuesto, el mundo de la música tiene sus propias formas de representación y significación, su propio imaginario y simbología. Desde finales de la Edad Media, la música aparece en forma de notación pentagrama, cuya fluidez se detiene en un conjunto de tonos con nombres alfabéticos distribuidos en cinco líneas paralelas. La notación musical era una forma de registro, pero estática, que privilegiaba el ojo sobre el oído. Estandarizada y codificada en el siglo XVI, la partitura musical es un ejemplo de la cosificación característica del capitalismo, en la que los procesos se transforman en productos y objetos intercambiables y vendibles (véase Lukács, 1971[1923]83 y ss.). Empujado al mercado abierto por el declive del mecenazgo feudal, el compositor se enfrentó al problema de cómo mercantilizar la naturaleza intrínsecamente transitoria del sonido y la materia fluida de la música. La notación musical surgió como solución a ese problema. Incapaz de plasmar la música en sí misma, la partitura pasó a sustituir a la obra musical, tanto desde el punto de vista legal como conceptual. Lo que comenzó siendo una ayuda mnemotécnica para la interpretación -la partitura- se convirtió en una entidad autónoma que regía las interpretaciones y a la que éstas debían rendir cuentas. Este es precisamente el movimiento platonista contra el que nos advierten tanto Nietzsche como Wittgenstein: la inversión pre-post-erótica por la que el concepto “hoja” se convierte en la causa de hojas reales y particulares -o, en el caso musical, una entidad abstracta y muda se convierte en la causa de acontecimientos sonoros reales (véase Nietzsche, 1979[1873]83; y Wittgenstein, 1958: 17-18).
Sin embargo, cinco años después de que Nietzsche publicara El nacimiento de la tragedia, Thomas Edison y Charles Cros inauguraron una revolución que subvirtió este ámbito simbólico e imaginario. La invención del fonógrafo puso en tela de juicio la notación musical como aparato de grabación, sustituyendo la partitura muda y estática por una forma de grabación que restauraba la auralidad y la temporalidad del sonido. No captaba una representación visual idealizada, sino interpretaciones musicales reales. Pero hizo mucho más que eso. Porque, como Friedrich Kittler (1999[1986]) señala:
El fonógrafo no oye como lo hacen los oídos que han sido entrenados inmediatamente para filtrar voces, palabras y sonidos del ruido; registra los acontecimientos acústicos como tales. La articulación se convierte en una excepción de segundo orden en un espectro de ruido. (p. 23, énfasis añadido; cf.Cutler, 1993[1980].)
Más allá de la música, la grabación de audio abrió lo que John Cage (1961) denominó “todo el campo del sonido” (p. 4), abandonando el enrarecido mundo del tono, el intervalo y la métrica por el mundo infinitamente más amplio de la frecuencia, la vibración y el tiempo físico (Kittler, 1999[1986]: 24). La grabación de audio registra el ruido desordenado y asignificante del mundo que, para Kittler, en una interpretación heterodoxa y materialista de Lacan, corresponde a “lo real”, la plenitud perceptible de la materia que se resiste obstinadamente a los órdenes simbólico e imaginario. Lo real”, concluye Kittler, “tiene el estatuto de la fonografía” (p. 16).
Según Kittler, Richard Wagner -el héroe musical de El nacimiento de la tragedia- fue el primero en afirmar este mundo de ruido más allá del sonido articulado. La exploración de lo real auditivo -el dominio virtual y dionisíaco del sonido- ha marcado toda la historia de las artes sonoras desde entonces. La poesía sonora, desde Aleksei Kruchenyk y Hugo Ball hasta Henri Chopin y François Dufrêne, retiró el lenguaje de la representación y la significación, desplazándolo, en palabras del poeta Steve McCaffery (1996), “de lo fónico a lo sonoro”. La materia de la poesía sonora es precisamente lo que Saussure (1983[1916]) desterró del reino de la significación (pp. 116-17), lo que Kittler (1999[1986]) llama “el desecho o residuo que ni el espejo de lo imaginario ni la rejilla de lo simbólico pueden atrapar: los accidentes fisiológicos y el orden estocástico de los cuerpos” (p. 16). La musique concrète de Pierre Schaeffer renunció al aparato tradicional de la cultura musical -instrumentos musicales tradicionales, músicos, interpretación en directo- en favor del sonido mundano grabado en disco y cinta. John Cage celebró aún más directamente el sonido mundano en 4’33”, la llamada composición “silenciosa” que invita al público a percibir el ruido ambiental como un campo estético. Durante los últimos cien años, el “ruido” ha sido un recurso constante para las artes sonoras, desde los intonarumori de Luigi Russolo y el Étude de Bruits de Schaeffer hasta Merzbow y Zbigniew Karkowski, cuya serie de grabaciones titulada The World as Will reconoce explícitamente su deuda con Schopenhauer y Nietzsche.16
El compositor Edgard Varèse (2004[1936-62]) coincide con Nietzsche en que lo sónico es un flujo de fuerzas e intensidades. Varèse (2004[1936-62])que descartó el término “música” en favor de “sonido organizado” y describió sus propias composiciones como “el movimiento de masas sonoras, de planos cambiantes… que se mueven a diferentes velocidades y en diferentes ángulos” y están comprometidos en relaciones de “penetración y repulsión” (p. 20). La concepción musical de Varèse se anticipó a la música electrónica, que, desde su llegada en los años 50, sólo trabaja con flujos de electrones pasados por filtros y moduladores que los contraen, dilatan y transforman para producir una forma de música profundamente física y elemental que desmiente el epíteto de “abstracta” que a menudo se le aplica.
El sonido como flujo anónimo
“La música es continua; sólo la escucha es intermitente”, señalaba John Cage (2004[1982]224), parafraseando a Henry David Thoreau. Es decir, para Cage, el sonido es un flujo anónimo similar a los flujos de minerales, biomasa y lenguaje examinados por Manuel DeLanda en Mil años de historia no lineal (1997b). Sin discriminar las fuentes de estos sonidos (inorgánicas, biológicas, humanas, tecnológicas), Cage concibe este flujo como una producción incesante de materia sonora heterogénea, cuyos componentes se mueven a diferentes velocidades y con diferentes intensidades, e implican complejas relaciones de simultaneidad, interferencia, conflicto, concordia y paralelismo. Este flujo precede y excede a los oyentes individuales y, de hecho, a los compositores, a quienes Cage llegó a concebir menos como creadores que como comisarios de este flujo sónico.17 Esta concepción cageana de la música y la composición recuerda la noción de Nietzsche de los poderes creativos de la naturaleza y del artista como alguien que se une a este flujo. En un breve pero sugerente pasaje, Deleuze (1998[1980]) coincide: Uno puede… concebir un flujo acústico continuo… que atraviesa el mundo y que incluso abarca el silencio”, escribe. Un músico es alguien que se apropia de algo de este flujo” (p. 78).
Se podría objetar que el sonido no es una entidad independiente, sino un producto del oído humano. De ser así, cualquier análisis del sonido se vería comprometido desde el principio con una división insalvable entre la aprehensión fenoménica y la emisión nouménica. Sin embargo, esta ortodoxia se ve socavada por una serie de argumentos hábilmente presentados por el filósofo Casey O’Callaghan en su reciente libro Sounds (2007), en el que defiende un realismo sónico. Según O’Callaghan, las explicaciones filosóficas de la percepción suelen tratar la visión como el sentido primario y los objetos visuales como objetos paradigmáticos de la percepción sensorial. La experiencia visual encuentra objetos físicos con atributos (o propiedades) como el color, la forma y el tamaño. Desde Descartes y Locke en adelante, ha sido habitual distinguir entre cualidades primarias y secundarias, las primeras (por ejemplo, el tamaño y la forma) consideradas cualidades que los objetos tienen independientemente de los observadores, las segundas (por ejemplo, el color y el sabor) cualidades que los objetos tienen sólo en relación con los observadores y sus capacidades perceptivas. Invisibles, intangibles y efímeros, los sonidos tienen poco en común con las sustancias y objetos visuales ordinarios. De ahí que los filósofos se hayan inclinado a considerarlos atributos secundarios de los objetos que vemos: el sonido de un pájaro, el sonido de un aparato de aire acondicionado por analogía con el color de una puerta o el olor de una flor. Desde este punto de vista, los sonidos sólo existen en relación con su aprehensión y son, al menos parcialmente, productos de nuestra mente.
Tal es la concepción idealista y fenomenalista del sonido que ha prevalecido en la filosofía. Pero una vez que dejamos de tomar la visión como paradigmática e investigamos el sonido en sí, surge una concepción ontológica diferente. Los objetos visuales persisten en el tiempo y sobreviven a la alteración de sus propiedades. (La puerta, por ejemplo, permanece cuando se pinta de otro color.) Por el contrario, las propiedades no sobreviven de este modo. (En este sentido, los sonidos parecen mucho más parecidos a los objetos independientes, ya que sobreviven a los cambios de sus cualidades. Un sonido que comienza como un rumor grave puede convertirse en un quejido agudo, sin dejar de ser un único sonido. En tal caso, el objeto que lo produce (un coche, por ejemplo) no pierde un sonido y gana otro. El sonido sigue siendo lo que es, aunque cambien sus cualidades sensibles. Los sonidos tienen fuentes, por supuesto, y éstas suelen ser objetos relativamente duraderos. Pero podemos experimentar un sonido sin experimentar su fuente, y la fuente sin el sonido. Por tanto, aunque las fuentes generan o causan sonidos, éstos no están ligados a sus fuentes como propiedades. Por tanto, los sonidos son individuos distintos o particulares, como los objetos.
Esto es precisamente lo que -aunque en el lenguaje idealista de la fenomenología- Pierre Schaeffer (2004[1966]) en su análisis del objet sonore, el objeto sonoro, que, según él, tiene una existencia peculiar, distinta tanto de su fuente como del sujeto que lo escucha. El objeto sonoro, insistía Schaeffer, no es el instrumento que lo produce, ni el medio en el que existe, ni la mente del oyente. Los sonidos son ontológicamente particulares e individuales más que cualidades de objetos o sujetos. Por eso las obras de música concreta no son representaciones de objetos del mundo o de sonidos mundanos, sino presentaciones de objetos sonoros. Sin embargo, el lenguaje de Schaeffer sobre el “objeto sonoro” no da en el blanco. Porque los sonidos son peculiarmente temporales y duraderos, están ligados a las cualidades que muestran a lo largo del tiempo. Esta cualidad temporal no es fortuita, sino definitiva, y distingue, por ejemplo, la llamada del cardenal de la del petirrojo, o las palabras “protón” y “proteína”. Si los sonidos son particulares o individuos, no lo son como objetos estáticos, sino como acontecimientos temporales.
La hegemonía de lo visual trata los sonidos como entidades anómalas que exilia al dominio de las cualidades dependientes de la mente. Sin embargo, si partimos del sonido, surge una concepción ontológica diferente. Los sonidos sustentan una ontología de los acontecimientos, lo que Nietzsche denomina “devenires” y Deleuze “haecceidades”. En efecto, comenzar con el sonido es trastornar la ontología de los “objetos” y los “seres”, sugiriendo que estos últimos son en sí mismos acontecimientos y devenires que, sin embargo, operan a velocidades relativamente lentas. La prioridad del sonido y la música en la filosofía de Nietzsche, por tanto, no es una elección estética, sino un compromiso ontológico: el compromiso con la primacía del devenir, el tiempo y el cambio.
Esta teoría materialista del sonido sugiere, pues, una forma de repensar las artes en general. El sonido no es un mundo aparte, un ámbito único de no significación y no representación. Por el contrario, el sonido y las artes sonoras están firmemente enraizados en el mundo material y en los poderes, fuerzas, intensidades y devenires que lo componen. Si partimos del sonido, estaremos menos inclinados a pensar en términos de representación y significación, y a establecer distinciones entre cultura y naturaleza, humano y no humano, mente y materia, lo simbólico y lo real, lo textual y lo físico, lo significativo y lo sin sentido. En su lugar, podríamos empezar a tratar las producciones artísticas no como complejos de signos o representaciones, sino como complejos de fuerzas influidas materialmente por otras fuerzas y complejos de fuerzas. Podríamos preguntarnos por una imagen o un texto no qué significa o representa, sino qué hace, cómo funciona, qué cambios efectúa. Este es precisamente el tipo de análisis que Deleuze ofrece en sus libros sobre Proust y Kafka, Francis Bacon y el cine. De un cuadro, una película o una novela, Deleuze escribe: “No representa nada, pero produce. No significa nada, pero funciona” (Deleuze y Guattari, 1983[1972]).: 109). En un análisis materialista, señala Deleuze, “el lenguaje ya no se define por lo que dice, ni mucho menos por lo que lo convierte en significante, sino por lo que lo hace moverse, fluir, estallar” (p. 133). Asimismo, para Deleuze, “las imágenes no están en nuestra cabeza, en nuestro cerebro”, sino que “las cosas son en sí mismas imágenes… El cerebro es sólo una imagen entre otras. Las imágenes están constantemente actuando y reaccionando unas sobre otras, produciendo y consumiendo. No hay ninguna diferencia entre las imágenes, las cosas y el movimiento” (Deleuze, 1995[1976]: 42, énfasis en el original).18
Para una teoría de la significación y la representación, la concepción realista del sonido como flujo material asignificante provocará la acusación de esencialismo (véase Kim-Cohen, 2009: 12-13, cap. 5). Pero la acusación está fuera de lugar, ya que el esencialismo nombra una entidad trascendente inmune al cambio. Según el planteamiento materialista que he esbozado aquí, el sonido es totalmente inmanente, diferencial y está siempre en constante cambio. De hecho, pensar en el sonido de este modo nos lleva a concebir la diferencia más allá del ámbito de la “cultura”, la significación y la representación, y a verlas como manifestaciones particulares de un campo diferencial más amplio: el campo de la naturaleza y la materia en sí mismas.19 Sólo mediante un relato materialista y realista de este tipo podremos teorizar las artes sonoras y elevar dicha teoría al nivel de sofisticación característico de la teoría literaria y las teorías de las artes visuales. A la inversa, una teoría del sonido de este tipo nos obliga a abandonar el lenguaje idealista y humanista de la representación y la significación que ha caracterizado los discursos teóricos sobre la literatura y las artes visuales durante el último medio siglo, y a volver a concebir la producción y la recepción estéticas a través de un modelo materialista de fuerza, flujo y captura.
Notas a pie de página
1. Tengo en mente el reciente trabajo de DeLanda (2002), Harman (2002, 2005), Grant (2006)y Meillassoux (2008[2006])a pesar de las diferencias existentes entre ellos.
2. No existe una realidad prediscursiva… Toda realidad está fundada y definida por un discurso”, observa Lacan (1998[1972-3]: 32].
3. La infame afirmación de Derrida de que “no hay nada fuera del texto” es equívoca a este respecto. Por un lado, puede leerse (y a menudo se ha leído) como la afirmación hegeliana e idealista de que el campo simbólico abarca todo lo que hay sin resto ni residuo. Distanciándose de esta posición, el propio Derrida (1986) lo interpreta en una línea más nietzscheana. Escribe:
El texto es siempre un campo de fuerzas: heterogéneo, diferencial, abierto, etcétera. Por eso las lecturas y los escritos deconstructivos se ocupan no sólo de los libros de la biblioteca, de los discursos, de los contenidos conceptuales y semánticos. No son simplemente análisis del discurso… Son también intervenciones efectivas o activas (como se dice), en particular intervenciones políticas o institucionales que transforman contextos sin limitarse a enunciados teóricos o constativos aunque también deban producir tales enunciados. (p. 168, véase también la nota 19)
4. Para una crítica en este sentido, véase Massumi (2002) y DeLanda (1999).
5. Cabe mencionar otro estudio reciente, LaBelle (2006)que, en cierto modo como Kim-Cohen, intenta alejar el discurso del arte sonoro de la interpretación naturalista y acercarlo a un debate sobre la naturaleza encarnada, relacional, contextual, social y política del sonido.
6. Para una lectura más amplia de estas nociones, véase Cox (1999).
7. Desde la década de 1970, los filósofos angloamericanos han mantenido un largo debate sobre si la música puede considerarse un arte “representacional” y en qué medida. Para una visión general de este debate, véase Davies (1994) y Ridley (2004capítulo 2).
8. Mientras que Kant utilizaba el término filosófico griego phenomena indistintamente con el alemán Erscheinung (apariencia), y noumena indistintamente con el alemán Ding an sich (cosa-en-sí), Schopenhauer rechaza el par griego en favor del par alemán, aunque sus traductores al inglés persistieron en traducir Erscheinung como ‘fenómeno’. Mis citas de la traducción de Payne se han modificado en consecuencia.
9. Schopenhauer (1969[1819] concede que “la música es el lenguaje del sentimiento y la pasión” y, al mismo tiempo, que “es en grado sumo un lenguaje universal… como las figuras geométricas y los números” (pp. 259, 262).
10. En lo que sigue, me baso en la lectura de El nacimiento de la tragedia que presento en Cox (2005).
11. En su prefacio a la segunda edición de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche (1992a[1872]) escribe que el libro “¡intentaba laboriosamente expresar mediante fórmulas schopenhauerianas y kantianas extrañas y nuevas valoraciones que en el fondo estaban en desacuerdo con el espíritu y el gusto de Kant y Schopenhauer!” (p. 24).
12. Para un examen e interpretación más amplios de la voluntad de poder, véase Cox (1999capítulo 5).
13. Véanse ejemplos en Cox (1999: 239 y ss.). Compárese la ampliación que hace Deleuze del término “contemplación” para describir las actividades “no sólo de las personas y los animales, sino también de las plantas, la tierra y las rocas” (Deleuze, 1994[1968]: 74-5; Deleuze y Guattari, 1994[1991]: 212).
14. El propio Deleuze (1994[1968]213-14) sugiere tal conexión.
15. Deleuze también conserva la distinción de Kant entre lo trascendental y lo empírico, aunque la despoja del marco conceptual y metafísico con el que Kant inviste esta distinción. Kant describe su posición epistemológica como “idealismo trascendental”, que pretende descubrir las “condiciones conceptuales y cognitivas de toda experiencia posible”. Por el contrario, Deleuze (1994[1968]: 56-7, 1988[1968]: 23) describe su propia posición filosófica como “empirismo trascendental”, que pretende describir las “condiciones para la experiencia real” material.
16. Sobre el ruido como campo virtual, véase Cox (2009a).
17. 4’33” de Cage ejemplifica esta relación curatorial con el sonido en la medida en que simplemente proporciona un marco temporal y espacial en el que “dejar que los sonidos sean ellos mismos” (Cage, 1961: 10). Compárense las observaciones de los productores musicales Kevin Martin y Brian Eno sobre la música y el arte en la era digital. En la cultura de la remezcla musical, escribe Martin, “ni el artista ni el remezclador son “creadores” en el sentido tradicional”, sino que ambos “actúan como “filtros” de una especie de flujo cultural” (citado en Reynolds, 1998: 280). Del mismo modo, para Eno (1995)Un artista es visto ahora mucho más como un conector de cosas, una persona que explora el enorme campo de lugares posibles para la atención artística, y dice: “Lo que voy a hacer es llamar tu atención sobre esta secuencia de cosas” (p. 207, énfasis en el original).
18. Del mismo modo, en su libro sobre Francis Bacon, Deleuze (2003[1981]) escribe: “En el arte, y en la pintura como en la música, no se trata de reproducir o inventar formas, sino de captar fuerzas. Por esta razón, ningún arte es figurativo” (p. 40). Este rechazo de la representación y la significación en favor de un análisis materialista de la expresión y la fuerza recorre toda la obra de Deleuze.
19. En algunos pasajes raros, Derrida (1982a[1968]) sugiere precisamente esto; y, cuando lo hace, lo hace a través de Deleuze y Nietzsche (p. 17ss). El análisis de Derrida (1982b [1971]) también sugiere que el lenguaje podría subsumirse en una teoría más amplia de la fuerza. En su mayor parte, sin embargo, Derrida y los derrideanos se han mantenido dentro del análisis de la diferencia y la textualidad más estrechamente definidas.
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Traducción: Ficción