Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Figura-cuerda

Estética, Filosofía

Como si fuera solo una cuerda, una misma, única y misma cuerda. No una línea, sino una cuerda o una red de cuerdas: la proliferación de vínculos, la condensación de nudos, el respiro de un jubiloso entramado cuando se desenlaza. Una cuerda o una red de cuerdas curvada hasta la insaciable eternidad, hacia una eternidad que, más bien, es infinitud. Ni afán de totalidad idealista ni ejercicio de abstracción: la cuerda, en verdad, nunca llega a ser una red ni menos un sistema. Porque la cuerda ata y desata aquello que siempre está aquí: rodea y relaja ese instante donde al pensamiento le son donadas sus figuras.

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Desde la tradición clásica, principalmente gracias a la originalidad de Platón y a la sistematicidad de Aristóteles, la figura ha sido concebida a la luz de la forma. Entendida como un eidos suprasensible, por un lado, o como una facultad intelectiva, de otro, la noción de forma abstrajo la fuerza material de la figura, esto es, del espesor múltiple, ardiente y penetrante de la vida sensible, para tornarla un mero límite (un contorno) determinante de cada ente.

Así, la figura, encadenada a la forma, fue valorada en su expresión más mínima: como determinación de una materia de la cual, violentamente, se le separó. Es decir, en lugar de abrir, entrelazar y poner en marcha una multiplicidad de movimientos de las cosas mismas a partir de las formas de vida, la “figura-forma” (la figura supeditada a la forma) cumplió un rol clausurante: designar, aunque fuera de muchas maneras, lo que es.

En el caso de Platón, tal determinación operada por la “figura-forma” vendrá dada de manera diacrónica y descendente entre dos órdenes: del inteligible al sensible. En cuanto reminiscencia de un orden ideal -cuyos valores primordiales estarán regulados por la idea de justicia-, las figuras de las cosas sólo tendrán validez en la medida que atestiguan su degradada dependencia de un modelo eidético original e inmutable. En el caso de Aristóteles, en cambio, tal determinación de la “figura-forma” estará subordinada al hilemorfismo, esto es, al complejo materia-forma como constitutivo de la sustancia. Así, la forma consistirá en el elemento de determinación del caos material, otorgándole sentido conceptual y quiditativo a los objetos. Al mismo tiempo, en un registro gnoseológico, la forma también garantizará la configuración conceptual-proposicional de nuestras experiencias perceptivas y, ulteriormente, de todo conocimiento teórico. En ambos casos la figura, sometida al régimen de la forma, es entendida en su expresión más rudimentaria: como continente represivo, es decir, como delimitación y abstracción de la potencia de los cuerpos y del erotismo del devenir común de la vida.

De esta manera, al subsumir la figura en la forma, la filosofía clásica no hizo más que acentuar -tal vez hasta el olvido- el proceso de abstracción figurativo ya iniciado con Pitágoras, marginándola a la región de la geometría, en cuanto diagramación pura y necesaria -a la vez que insípida y vacía- del espacio ideal.

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Pues bien, ante lo anterior vale la pena preguntarse si no habría otro camino posible, y si es posible sacudirse de los corsés impuestos en ese trayecto. Y para indagar en ello, quizás más importante -más radical y genuino- que interrogar acerca de las condiciones de posibilidad epocales del proceso de abstracción que consolidaron a la “figura-forma”, sea el gesto de sacudida misma: imaginar, rebozando de desparpajo, no otra posibilidad, sino una posibilidad otra, esto es, una posibilidad intempestiva, una posibilidad, en fin, que jamás se podría concebir como razonable, una posibilidad imposible.

¿Por qué la figura, en lugar de yacer secuestrada por la abstracción de la forma y separada del éxtasis material de la vida, no ha de imaginarse -y con ello liberarse- en continuidad con la plasticidad oscilante e inconmensurable de los usos y las formas de vida? ¿Acaso no es legítimo pensar la figura ya no como aquello que de-limita a los objetos, sino como esa fuerza que los impregna, contagia y transgrede, es decir, como una potencia no-determinante que los abre a la posibilidad de ir más allá de sus posibilidades originarias, que los des-realiza y arroja a sus im-posibles?

Para pensar lo más lejano debemos centrarnos en lo que tenemos a la mano. Para tocar, debemos mirar hacia un mirar otro. Acorde con esto, toquemos la fibra: la cuerda.

La plasticidad de la cuerda guarda como única esencia su in-esencial flexibilidad. Adaptada a una multiplicidad de usos, unida por partículas de consistencia frágil y vibrante, en contacto con otras cuerdas y otros tactos, definida y desdibuja, la cuerda no es una forma, sino una pluralidad inabarcable de figuras nunca agotadas de antemano. Figura siempre dispuesta a desfigurarse, nunca constituida como forma inapelable, la cuerda trenza no sólo objetos, en cuanto operador articulatorio, sino que ella misma es una trenza, un campo de relaciones en tensión, un jardín abriéndose a un paisaje en conflicto y, sobre todo, una materia nunca conservable, pues siempre se encuentra en degradación y regeneración para un uso que la excede. La cuerda bien podría ser el más vano y más real símbolo de la humanidad: porque la “figura-cuerda” no ostenta el carácter destinal y académico de la “figura-forma”, sino el tono irónico capaz de derogarse a sí misma, como útil, látigo o constelación de estrellas siempre a medio camino entre la naturaleza y la cultura. La ironía está en su misma rusticidad: la “figura-forma” se transfigura.

A tal capacidad de transfiguración, propiamente dicha, habría que llamarla capacidad de metamorfosear. Así, la cuerda está tanto en el abrazo de piel deseante como en los temblores de la huidiza asfixia del suicida. Su metamorfosis la vuelve capaz de lo mejor, de la intensidad extasiada de ese amor que trastorna la existencia, pero también de lo peor, de la más angustiante de las muertes contra la garganta. En ambos polos, la figura-cuerda seguiría forjando los usos del placer y del dolor, reafirmando la significación de su imagen al distanciar dos extremos de una única vida, al tiempo que continúa dotando a ésta de la posibilidad de fantasear con la eternidad (la cuerda prolongada hasta el infinito) o con los castigos (la cuerda lacerante del látigo infernal) post mortem.

En todo esto, se manifestaría una suerte de liberación de la figura ante las cadenas de la forma. No obstante, dicha liberación dista mucho de tratarse de una simple restauración de la existencia a un estado primigenio u originario -como si lo hubiere-, donde la fluidez y el caos coincidieran bajo el signo cataclísmico de una pulsión sin nombre. Más bien, se trata de saber que toda “figura-cuerda” ha de ser transitoria y, en sí misma, serpenteante. Dicho en términos concretos, esto significa que la opresión clausurante de las formas cede, más temprano que tarde, ante la fluctuante imaginación que porta la cuerda, en tanto atada, irremisiblemente, a otra cuerda: cuerda atada al tacto de la mano que la coge, tensa, distiende, usa y f(r)icciona. Liberar a la figura, así, consiste en deja que ésta se desate como cuerda. En una palabra, significa imaginarla como imaginación, pe(n)sarla (sentirla) como pensamiento.

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La mayoría de las veces nos parece que existieran muchas cosas. Y que, de estas muchas cosas, las cuerdas serían otro grupo de cosas, una clase, un subconjunto. Blandos collares sonoros, unívocos relojes de pulsera, cordones de zapatos, enjambres de cables eléctricos, círculos dibujándose sobre un papel, bordes petrificados en la cima de un vaso. Pero, si lo pensamos bien, no por parecer más rígidos dejan de ser cuerdas los contornos del lápiz que dibuja un triángulo, ni la contracción de la pupila que se admira al contemplarlo, ni -aunque no lo creamos- la cuerda que delinea al triángulo mismo; así tampoco dejan de ser cuerdas, los afectos que nos unen a otros afectos como si fueran nuestros, ni ese vínculo a la sensación de resguardo brindada por la mano del padre en nuestra infancia, ni la sutileza del piano que nos acaricia el pecho cuando ya lo hemos perdido todo; menos aún deja de ser cuerdas la religiosa perplejidad de los ojos primitivos que, por arte de magia, hilaron las estrellas en constelaciones. Las relaciones, en toda la amplitud del término, son eso: cuerdas; entramados de cuerdas que siempre terminan siendo mucho más de lo que son; cuerdas que, horadando y reescribiendo las figuras, impulsan a las cosas a ser más de lo que siempre han sido e, incluso, más de lo que ellas mismas pueden llegar a dar.

Por cierto, pareciera que casi todas las acciones también encuentran afinidad con la imagen imaginal de la cuerda: atarse obsesivamente a una expectativa; ver tensados los nervios en medio de un mal día; aflojar, relajar-se, respirar para perdonar aquello que no ha dejado de ser imperdonable; lamer el fruto del deseo con la cuerda-lengua y luego convulsionar como una única serpiente, una serpiente unida al cosmos. Todas estas acciones resultan modulaciones de la vida que lucha contra el decir unívoco y dictatorial que la “figura-forma” ha buscado instaurar de una vez para siempre.

Imaginar la existencia a partir de un entrelazamiento de cuerdas nos brinda un saber espurio, un saber intuitivo e imaginal: imaginar que las cosas no sólo están en relación con otras cosas, sino que ellas mismas se encuentran atravesadas, tramadas, inflamadas, dibujadas y des-dibujadas por la impureza y fugacidad que las destituye, cada vez por vez primera, cada vez por última vez. No se trata de abstraer un modelo, producir una matriz y luego aplicarla al mundo en forma de molde; tan sólo se trata de imaginar el como si: imaginar como si se tratara de un saber. Y, sin embargo, de la mano con este saber imaginal y ligero, llegará un día en que el universo nos parecerá extraño y asombroso. Tan extraño como si la existencia se tratara de una única y misma cuerda; una cuerda infinita, captable e incapturable en cada partícula de su -y nuestra- finitud. Será otro (¿nuevo?) filosofar.

Imagen principal: David Baird, Same Ten Strings 2, ca. 2019

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