De tanto en tanto la fotografía inspira un conocimiento que aporta paradigmas nuevos para entender la imagen y su repercusión en la cultura y la sociedad. No es difícil inscribir el ensayo de Diego Lizarazo “La fotografía y el otro” (Lizarazo, 2022) en una serie en la que estarían el clásico libro de Roland Barthes “La cámara lúcida” (1980), el libro de Susan Sontag “Sobre la fotografía”, y “Para una filosofía de la fotografía” (1983) de Vilém Flusser. El hecho de que la obra de Lizarazo, en esta serie tan conspicua, sea de un latinoamericano, no es algo que deba pasarse por alto. Más allá de los varios diálogos que el autor haya establecido con las autoridades que forman esta lista; además de que la semiótica, la filosofía y la estética sean campos de referencia para el autor, Lizarazo se diferencia de las perspectivas previas, en que la fotografía de la que habla surge de los contextos de violencia propios de sociedades colonizadas (o poscoloniales, pero con marcas coloniales), asoladas por el capitalismo salvaje y por la guerra. Ni siquiera Susan Sontag, con su especial sensibilidad por las luchas del tercer mundo, podría hablar con la claridad, la solvencia y el sentido que Lizarazo expone al respecto. Con gran agudeza, en el texto de Lizarazo, la fotografía exhibe sus posibilidades éticas y políticas. Al igual que fuese planteado por Butler en “Marcos de Guerra” Lizarazo muestra que en la fotografía hay una condición política, pero a diferencia de ella, en “La fotografía y el otro” no solo estamos ante la política de los aparatos visuales de la guerra que extienden, clasifican y encuadran a sus enemigos según las voluntades del poder, sino ante la posibilidad de contra-aparatos de liberación. Butler tiene presentes las fotografías de Abu Ghraib, en las que el personal militar y paramilitar norteamericano realizó actos de tortura sobre los prisioneros, planteando que tales imágenes expresaban la visión del Departamento de Defensa sobre sus enemigos. Es decir, que la política de guerra norteamericana consideraba que sus enemigos no eran humanos y por ello justificaba dicho trato, y que sus cuerpos, minorizados, no eran merecedores de llanto. Las fotografías de Abu Ghraib encarnaban, con su encuadre, la visión norteamericana sobre el mundo árabe. Butler señaló de esta forma que la imagen funcionaba como una herramienta para definir y calificar a los otros, y para justificar la violencia que se ejerció sobre ellos (Butler, 2009). En su libro Lizarazo presenta la producción visual de otra clase de fotografía, la que realizan fotógrafas y fotógrafos de México, Colombia y Argentina, con la que muestran la experiencia de sufrimiento que las víctimas y sus familias han vivido en medio de procesos de represión de las fuerzas del Estado o de los para-poderes del narcotráfico, frecuentemente aliados con militares y políticos de la región. La mirada fotográfica tiene en estas imágenes, otra naturaleza, no radica en la interpretación de los cuerpos de los otros como recurso para su control político o para su comercialización, sino como una alteridad que nos compromete:
La fotografía como una mirada que opera el retorno de cuerpos que han sido eliminados. El camino recorrido así, a contrapelo de las fuerzas dominantes de la imagen, es el que abre, por la fuerza de alteridad que cierta fotografía despliega, el proceso que va del último vestigio al cuerpo que falta y al cuerpo que retorna (Lizarazo, 2022: 117).
En este fragmento Lizarazo enuncia el arco que constituye la segunda parte de su libro (los capítulos 2 y 3), después de haber iniciado con una muy relevante y prolija discusión con Virginia Woolf, Susan Sontag y Judith Butler, sobre las relaciones entre fotografía y dolor.
El centro de la reflexión de Lizarazo está en la posibilidad de cierta fotografía y sus consiguientes procesos sociales (Lizarazo dice que la fotografía no es un objeto sino un acto social), de movilizar una actitud ética y política respecto a los cuerpos maltratados o eliminados por fuerzas y poderes crueles y autoritarios. Es entonces importante el tema del cuerpo aquí. La fotografía muestra cuerpos, y con ello no solo los muestra, sino que también dice cosas de ellos, los valora o los denigra. El libro de Lizarazo nos permite entender, entonces, que eso que hace la fotografía con el cuerpo es el resultado de la manera en que la fotografía mira. Por eso la mirada es también un asunto tan relevante en este magnífico libro. La mirada es para Lizarazo mucho más que la capacidad fisiológica de ver; la mirada es la concepción epistemológica, política y ética con que una sociedad concibe el mundo. Este concepto, se volverá relevante con el tiempo, porque tiene una gran riqueza y también fuertes implicaciones pedagógicas, estéticas y sociales, que descubriremos en el futuro. La noción de mirada que desarrolla Lizarazo en este libro es una contribución al pensamiento actual de las ciencias sociales. Regresando al asunto, en el fragmento citado el cuerpo aparece tres veces: el cuerpo como vestigio, el cuerpo como falta, y el cuerpo como retorno. Todos los cuerpos están analizados por Lizarazo en su aparición/desaparición fotográfica, y en todos ellos lo que busca el autor es mostrar que no se trata de “capturas” fotográficas, sino de “emanaciones”. La diferencia entre ellas consiste en que la “captura” es la operación típica de la visualidad del poder que busca definir, categorizar, medir y controlar los cuerpos allí figurados; mientras que la “emanación” es una especie de aparición del cuerpo que habla por sí mismo, en la ocasión que le brinda una mirada que opera de forma distinta a la manera en que lo hacen los dispositivos del poder.
El vestigio del cuerpo
El vestigio del cuerpo aparece en el segundo capítulo del libro: “El cuerpo y el tiempo”. Una primera visualización de ese vestigio de cuerpo la registra Lizarazo a partir de una fotografía de Margaret Bourke-White en la que se ve un grupo de personas capturadas en una de las naves del campo de concentración de Buchenwald en Alemania, el 28 de abril de 1945, en los momentos previos a su liberación. Después de un análisis pormenorizado de las relaciones de los cuerpos visibles en las imágenes y los cuerpos invisibles de los demás presos del campo, Lizarazo plantea:
…existencialmente, sabemos prácticamente nada de esa vida. Sin embargo, algo persiste: un sutil vestigio de esa experiencia se comunica a través de la foto. La fotografía hace añicos, en la concreción de los ojos rotundos del rostro cadavérico del hombre a la derecha, cualquier abstracción que sobre la guerra hagamos; él está ahí, con un rostro único que expresa, sin gesticulaciones ni poses, una historia de dolor irrecusable (Lizarazo, 2002: 83).
Ese vestigio se produce, porque dicha fotografía “tiene la capacidad de poner en juego una suerte de fuerza de alteridad: su capacidad de abrir un mundo en el que el otro real, corpóreamente concreto, nos interpela” (p. 84). Lizarazo recuerda entonces el planteamiento de Barthes acerca de que no es la realidad la que valida la fotografía, sino que es ésta, la que permite la constatación existencial de lo sucedido. Pero añade una precisión decisiva: la posibilidad de esa constatación está en que la mirada otra del fotografiado se encuentre con la nuestra. Es el encuentro de miradas lo que da la concreción existencial, la que reporta un otro que de alguna manera nos mira. Esa factibilidad es lo que llama “fuerza de alteridad”, así
La mayor o menor fuerza de alteridad de la foto radicará en su capacidad de propiciar ese encuentro. La mirada del fotógrafo -Margaret, en este caso- es el sustento que hace posible la sincronización de esas miradas con la nuestra (Lizarazo, 2002: 84).
Aclaramos de una vez: esto no significa que el criterio sea la simplista aparición en la foto de alguien que nos mira, ni la actitud de la persona que ve la imagen de mirar esa mirada fotográfica. La persona en ella puede mirarnos, aunque físicamente no nos mire. De hecho, una fotografía no mira en el sentido obvio de que es solo un trozo de papel o un grupo de pixeles ordenados. De lo que Lizarazo habla es de que la foto sea tomada de tal manera, en tal “encuadramiento”, o con tal mirada, que nos interpele, que nos lleve al proceso de transitividad en el que, por un momento, logremos situarnos imaginaria y moralmente en la condición de esa persona o personas (o animales). Este posicionamiento es lo que entiende por encuentro de miradas (la nuestra y la de quien se halla fotografiado), y es solo posible por otra mirada, la de la fotógrafa o del fotógrafo que la toma. La fuerza de alteridad es entonces una posición no solo técnica, sino especialmente ética en la que el fotógrafo o fotógrafa ve al otro como viviente.
…la fotografía implica una especie de semántica existencial en la que, al ver los ojos-texto de la imagen, en nosotros se produce una refiguración capital: ya no son sólo formas pigmentadas, emulsiones sobre el papel, pixeles ordenados sobre la pantalla digital; son miradas que nos miran. Se realiza así, el movimiento icónico propio de la fotografía: hace texto la mirada para hacer mirada el texto (Lizarazo, 2002: 84 – 85)
Entonces regresa el sentido de la fuerza de alteridad, en una expresión poética: “Si jugásemos una suerte de singular matemática estética diríamos (al estilo de los juegos de Milán Kundera) que la fuerza de alteridad de la fotografía es directamente proporcional a su capacidad de vivificar la mirada fotografiada” (Lizarazo, 2002: 85).
Pero el tema principal del capítulo gira en torno a una fotografía de 1911 en la que se reúnen el antropólogo Alfred Kroeber, Sam Batwi (al parecer un antropólogo de origen indígena) e Ishi, el personaje principal de la imagen. Ishi era el último sobreviviente del pueblo Yahi, arrasado por la colonización en la región de lo que hoy es California. El análisis de Lizarazo, lleno de sutilezas, muestra que dicha fotografía no puede encuadrarse en la semiótica de la “postal antropológica” que ha producido extremos como las fotografías racistas que las potencias exhibían a finales del Siglo XIX, ni tampoco cabe en las fotos folklóricas típicas de comienzos del XX. Esta fotografía muestra tanto el cataclismo de la desaparición del pueblo Yahi, como la relación de amistad entre Kroeber (el antropólogo) e Ishi (el sobreviviente). Es una foto que “da cuenta de una relación de afecto, y da cuenta también de una relación de exterminio. El lado intersubjetivo y el lado histórico” ((Lizarazo, 2002: 88). En la fotografía aparecen tanto el vínculo afectivo entre estos dos hombres, independientemente de sus orígenes sociales y culturales; y aparece también la relación de colonización y dominio que la cultura imperial anglosajona impuso a la cultura aborigen norteamericana. Lo que Lizarazo plantea es que en esta foto está tanto los esquemas y relaciones de dominación visual que se expresan en el “encuadre” (en el sentido de Judith Butler), como las posibilidades de alteridad que “brotan” de la imagen:
La fuerza de encuadramiento sería, así, aquella potencia con que el marco de la fotografía dispone y significa la escena y sus sujetos… Ante ella… en la foto hay también una fuerza de retorno reticente a este encuadramiento, una especie de señal de alteridad, un lugar en el que el otro despunta como liberación ante el encuadre, en su inconmensurabilidad (Lizarazo, 2022: 90).
Así, Lizarazo muestra con claridad la lucha interior que aparece en algunas fotografías, la lucha entre fuerzas contrarias, el encuadramiento y la fuerza de retorno:
La fotografía articula el doble tiempo de la historia y la existencia. La foto no es sólo lenguaje y por ello logra mostrar, a contrapelo, la existencia… La fotografía logra encuadrar y rebasar el encuadre porque es, siempre, una interpretación del tiempo. ¿Cómo lo hace? A través de la compleja relación de una técnica que media entre la existencia y el lenguaje (Lizarazo, 2022:91).
Con esto queda establecido un nuevo paradigma de análisis de la imagen y de sus implicaciones políticas y éticas. Las fotos, producciones técnicas (como lo son el cine, el video, la infografía), son capaces de comunicación, es decir, de generar sentidos, porque tienen un lenguaje. El ser lenguaje hace posible que sean comprensibles y que las personas puedan intercambiar mensajes con ellas. Pero no solo son lenguajes, son también emanaciones o capturas de la existencia. Su cualidad técnica radica en que pueden captar fragmentos de acontecer-tiempo, y al hacerlo, captan, digamos, la vida en su transcurso, más allá de lo que el lenguaje (fotográfico) pueda hacer. Por eso en la foto hay una lucha entre el lenguaje que busca encuadrar para comunicar con base en convenciones, un significado; y la existencia, que, en su singularidad, “brota” en la imagen. Así en la foto se da, no solo la tensión semiológica entre lenguaje y singularidad del tiempo; sino también la tensión ética y política entre controlar, definir y categorizar la existencia que aparece en ella, y el retorno o reaparición de aquellos aspectos, de aquellas experiencias, de aquellos seres que, siendo eliminados o minorizados por el encuadre, de todas formas, aparecen. Por eso, la foto en cuestión da muestra de la desaparición del mundo de los Yahi, pero también de su retorno, a través del rostro insigne de Ishi.
El cuerpo como falta
El tercer capítulo del libro “La estética de retorno” comienza apuntando la cuestión de la posibilidad de la fotografía de hacer algo casi imposible: mostrar lo que no está, presentar lo impresentable, exhibir lo ausente. El objeto de esta condición es un cuerpo que falta, pero que tiene sus notas y sus huellas en las personas y los espacios que lo extrañan, y que, sin él, están en una transición interminable. Las series fotográficas del guerrerense Yael Martínez “La casa que sangra” y del argentino Gustavo Germano “Ausencias”, producen una fotografía no desde el exterior, desde el ojo de la prensa o la mirada mediática que daría un reporte rezumante de rentabilidad noticiosa sobre las desapariciones o las muertes de las personas en contextos de violencia. En cambio, su mirada proviene del interior mismo de las experiencias que sus familias tuvieron que soportar. La serie de Yael Martínez habla de lo que sucede a su familia a raíz de la muerte y la desaparición de algunos de sus hermanos, la serie de Germano habla de la desaparición de uno de sus hermanos, producto de la violencia política del estado militar argentino en los años conocidos como “el proceso”. Respecto a la obra de Yael, Lizarazo analiza la capacidad de sus fotos para mostrar la impresión de ruptura, de vacío y de abandono que deja en la casa y en el ánimo de las personas la desaparición de un ser querido, las casas, señala Lizarazo, están en contigüidad con los cuerpos, y en ellas se expresa entonces el dolor y el desánimo que abate los cuerpos. En su libro “Hermenéutica de las imágenes” Lizarazo plantea que la imagen es una interpretación segunda o meta-interpretación del espacio (Lizarazo, 2004). El espacio dice allí, es siempre una forma de interpretación de la experiencia y del sentido de habitación del mundo, entonces ese espacio interpretado es a su vez nuevamente interpretado en la imagen. Los espacios habitados por las personas son fenoménicos, por tanto, llevan el significado y las huellas de las experiencias. En esta dirección, las fotografías de Yael Martínez logran dar cuenta de la manera en que el ánimo ante el espacio es un ánimo ante el propio cuerpo. Por eso en las casas y en las personas se siente la des-habitación (concepto que Lizarazo recupera de Colombo). Las casas, después de los secuestros o la desaparición forzada, dice Colombo, más que habitadas, quedan des-habitadas: las personas quedan con un trastorno. La fotografía, señala Lizarazo, recoge dicha des-habitación, pero lo hace con un elemento más: el que recae en el cuerpo de los deudos. Por eso dice el autor:
Da cuenta del cuerpo del sobreviviente, en cuya nostalgia se advierte el cuerpo de la víctima. El cuerpo presente es también un cuerpo que falta. En él es visible la conexión con el cuerpo otro que le fue violentamente arrancado. La fotografía da indicios de esa conexión que llevamos con los cuerpos amados, como un sutil tejido que nos vincula. La alienación de nuestro otro es un rompimiento, una mutilación en el cuerpo propio. Por eso los cuerpos quedan abatidos, cercenados de su energía y de su pasión. La violencia que succiona un cuerpo es la misma que extirpa simultáneamente parte del cuerpo del sobreviviente (Lizarazo, 2022: 128)
Respecto a la fotografía de Gustavo Germano, lo que se registra es el lapso de vida no vivido por familias a las que el Estado represor sustrajo y eliminó uno de sus familiares. El argentino realiza dípticos en los en la primera foto aparece el grupo familiar completo y en la segunda (muchos años después) dicho grupo ya mutilado: “Los signos de la edad, de la maduración, dicen con firmeza el tiempo robado por la acción tiránica. No solo el tiempo suprimido del otro, sino también la experiencia de vida común que ha sido eliminada a quienes sobreviven” (Lizarazo, 2022: 129). Por eso dice, estas fotografías de Germano hacen un trabajo crucial con el vacío. Como indicamos previamente, son fotografías que hacen posible lo imposible: ver el vacío.
¿Cómo poder comprender lo que significa la desaparición forzada de una persona? Germano encuentra en la fotografía una potencia diáfana que nos permite no solo advertir la ausencia, sino avizorar una alteridad a la cual no se le permitió vivir todo aquello que en los otros dejó años de experiencias, felicidades o dolores, amores o desengaños, planes de vida, proyectos propios, descubrimientos y recuerdos; vida en su densidad propia y existencial. La fuerza de alteridad que estas fotografías ponen en juego radica en la posibilidad de permitir a quien las ve, ubicado muy probablemente en otro contexto y otra experiencia, no sólo entender que su propio dolor vivido es análogo al dolor del otro, sino que la vida fue usurpada del otro (Lizarazo, 2022: 134-135).
El cuerpo como retorno
Lizarazo muestra, a partir de dos luminosos fotógrafos colombianos, Jesús Abad Colorado y Erika Diettes, que el elemento crucial es el acompañamiento y el vínculo intenso entre fotógrafos y víctimas, condición que hace posible una fotografía de “emanación”, a diferencia de la lógica de la “captura”:
“Estas fotografías… no responden a la mirada matriz propia de los medios, que busca principalmente mostrar heridas físicas, cuerpos asesinados o mutilados. Hacen algo más, especialmente difícil: dan cuenta de la herida existencial que impregna el ánimo. Quizás esto es así porque, propiamente, la operación fotográfica no es una “captura”; las cosas no se producen en la lógica de un montaje o una pose. En las imágenes de Martínez tal vez convenga mejor hablar de una suerte de “emanación”. Creo que de alguna manera se puede decir que no es del todo el fotógrafo quien capta lo que ocurre, hay algo del tiempo aciago y del dolor de las personas que captura al fotógrafo y halla su curso en la fotografía” (Lizarazo, 2022: 135).
En la captura es la foto la que establece la relación entre fotógrafo y fotografiado, en la emanación, es más bien el vínculo de genuina alteridad, de compromiso de acompañamiento que estos fotógrafos tienen con las víctimas, lo que concita una fotografía que no solo posible, sino que, en algún sentido, necesaria. Jesús Abad acompaña a Aniceto Córdova en su terrible peregrinar con el cadáver de su esposa, Ubertina, por el caudal del Río Atrato (Chocó – Colombia), y luego por la ribera, para hallar un lugar donde darle sepultura. Las fotos son tomadas por alguien que realiza la travesía con las víctimas, que participa y colabora en el improvisado y precario ritual fúnebre. “Cuando Jesús Abad nos muestra esta foto, dice:
Él… es hermano tuyo”. Con ello el fotógrafo insufla de toda su significación la búsqueda de la fuerza de alteridad de la imagen. Ante la mirada matriz en la cual la imagen, fotográfica o no, está puesta en un sistema de intercambiabilidad – como puros valores de cambio, en la lógica de vaciamiento y premura con que se leen y descartan las imágenes en la sociedad medial y posmedial-, Jesús Abad antepone otra mirada, que nos obliga a detenernos sobre la imagen, a reparar en ella. Reclama un puente entre ese cuerpo remoto y nuestro propio cuerpo, devela que hay una liga invisible pero fundamental que nos conecta (Lizarazo, 2022: 140).
En este punto Lizarazo plantea uno de los asuntos principales del libro: la fotografía, como la imagen, tiene como su principio de sentido la conexión de miradas: entre quien la produce, quien figura en ella, y quien la ve. Es decir, una comunidad de la mirada. Más no solo es eso: dicha comunidad nos compromete. Ese es el asunto esencial que llama “fuerza de alteridad”. La otredad sufriente en ella, nos compromete moral, existencial y políticamente. No se requiere ningún rasgo de identificación, la comunidad de la mirada
…no exige una raíz cultural común, ni un propósito político, ni una identificación morfofisiológica o lingüística, no pide ninguna inmanencia, ni un mito fundacional, ni siquiera una utopía. No importa dónde vivas o cuáles sean tus bienes, no es relevante si eres europeo o latinoamericano, no es significativo si careces de educación básica o eres de prestigiado reconocimiento, lo único que aquí cuenta es que, con la foto, Jesús Abad te hace hermano de Aniceto y pariente de Ubertina, la mujer asesinada (Lizarazo, 2022: 141).
Solo un rasgo más queremos recuperar del abordaje conceptual que realiza el libro, y es el sentido de lo que denomina “estética de retorno”. Una de las formas en que introduce el concepto es a través de una referencia a Deleuze y su planteamiento de que el acto de creación es siempre un acto de resistencia. Lizarazo añade otro elemento, cuando Deleuze desemboca en la idea de que dicho acto es principalmente un acto de resistencia ante la muerte: “Creo que se trata también de un acto de retorno. Porque además de resistir a la muerte, la obra poética tiene también la capacidad, en ciertas circunstancias, de retornar un pasado que debería estar en el presente” (Lizarazo, 2022: 153). Las circunstancias a la que Lizarazo refiere, son, justamente, las de una acto de imagen producido en la lógica y la fuerza de una alteridad. El objeto fotográfico que el autor tiene presente en este punto es la magnífica serie de Lucila Quieto, artista argentina que, como otros compatriotas suyos, no alcanzó a conocer a su padre, dado que fue desaparecido y muy probablemente eliminado por la dictadura. Quieto proyecta sobre una pared una fotografía de credencial de su padre, luego se pone en frente y toma una nueva foto. Ahora tiene una imagen en la que está junto con su padre. Imagen que nunca tuvo, pero que ahora puede producir.
La fotografía tiende una suerte de dispositivo mítico de creencia: la foto, decía Barthes, constata lo sucedido. Esa es la valencia que tienen las fotografías para las instituciones de registro y control de poblaciones. La estética de retorno se soporta en la mirada matriz para torcerla y poner, en el continuum de la vida, ese faltante de historia existencial. Fragmento no sucedido, pero debido…. La imagen de Quieto reúne, por la autoridad fotográfica, lo que fue con lo que debió ser (Lizarazo, 2022: 155).
Esta epistemología nueva que pone en juego el autor implica también un aporte a una de las discusiones clásicas sobre el tiempo y la fotografía, la cual se ha dado, de forma principal en la conversación Judith Butler / Roland Barthes. Barthes mostraba que el tiempo fotográfico implica una especie de anomalía en la que se tiene la extraña experiencia del “aquí” y el “entonces”. Ante nuestros ojos se tiene una imagen de algo que vemos pero que ya no es. Está aquí, pero ya fue. La foto muestra un pasado. Pero ese pasado involucra a su vez, como señala Butler, un futuro que ya también es pasado, un “futuro anterior”, que para la filósofa norteamericana, es la muestra de que en la imagen aparece una vida que tiene la ontología de la vulnerabilidad que también es nuestra. El futuro anterior dice que la persona que está en la imagen vivió después de la imagen, y eso que vivió es ya pasado. Ante ello Lizarazo hace una nueva aportación: ciertas fotografías pueden actuar sobre el tiempo pasado, y frente al futuro anterior, como lo hace la obra de Quieto. Ella no vivió con su padre, pero puede construir una imagen en la que está con él. Esa imagen es una estética de retorno que muestra el acto de injusticia y terror del Estado que eliminó a su padre, y también, la creación de un momento con el padre que nunca conoció.
Es justo una operación que interviene sobre el “esto ha sido” de Barthes y sobre “el futuro anterior” que analiza Butler. La estética del retorno es aquella que potencia la fuerza débil del pasado, lo negado y, por un acto de creación, resiste a la muerte de ese pasado. En el corazón mismo del sistema de operación del tiempo fotográfico, introduce una anomalía que renarra el futuro anterior de otra manera, de la manera que debió ser (Lizarazo, 2022: 154)
Estamos ante una noción muy poderosa: “la estética de retorno”: una sensibilidad, fundamentada o emanada (diría Lizarazo) de una experiencia social de opresión y sufrimiento, que halla la forma poética que le permite ser en el mundo, como una cierta justicia, donde lo que ha sido negado regresa, reclamando su lugar.
Bibliografía
Barthes, R. (1980) La Chambre Claire : Note sur la photographie, Gallimard, Paris.
Butler, J. (2009) Frames of War. When Is Life Grievable?, The University of Michigan.
Flusser, V. (1983) Für eine Philosophie der Fotografie , European Photography, Göttingen.
Lizarazo, D. (2022) La fotografía y el otro. Cuerpo y estética de retorno, Secretaría de Cultura – Centro de la Imagen, México.
Sontag, S. (1977) On photograpy, Farrar, Straus and Giroux, New York.
Edilberto Afanador es Maestro en sociología por la Universidad de Brasilia, especialista en planificación y administración regional por la Universidad de Los Andes (Colombia) y licenciado en Comunicación Social por la Universidad de la Sabana (Colombia). Investigador del Centro de Estudios Transdisciplinarios de la Universidad Católica de Brasilia. Consultor y Evaluador de proyectos del Sistema ONU. Autor, entre otros, de los libros: Tiempo de Cantos (1987), Panorama de los estudios sobre Violencia en las escuelas del Brasil (2009) y El Alma de Todos (2013).
Sandra Edgar es Profesora del Centro Universitario Incarnate Word y The University of the Incarnate Word, directora de la licenciatura de animación y efectos visuales y la licenciatura Fine Arts in 3D Animation and Game Desing-Modeling Concentration. Ha trabajado en áreas de tecnología visual, semiótica y cultura digital.
Imagen principal: Los supervivientes miran a la fotógrafa Margaret Bourke-White y a los rescatadores del Tercer Ejército de los Estados Unidos durante la liberación de Buchenwald, abril de 1945.
