Como el grito. Sin precisar de un contexto, ni de un motivo. Así, antojadizo, caprichoso, pero al mismo tiempo sumamente necesario, indispensable y vital, cuan último instinto de sobrevivencia emergido desde los últimos estertores de la historia. Vital, siempre vital, incluso en la muerte, vital. Y por eso, ante dicho gesto de mirada alzada, de mala víctima, de resistencia y palabra insumisa, la muerte, más que muerte, deviene martirio: intempestivo testimonio de lucha que, desde el padecimiento, desde abajo, desde lo impensable de lo impensado y sin proponérselo, anima el deseo y activa la imaginación de los pueblos. Pasividad y actividad de un único pathos imaginal: el padecimiento de los mártires irriga de pasión a la dignidad de los pueblos. Porque la ininteligibilidad del grito del mártir no sólo atestigua la irrepresentable crueldad sionista que ha generado su dolor; más allá de eso, más allá de la injusticia o del frívolo triunfo del poder, el testimonio de los mártires también dibuja la alegoría de aquel fuego sagrado, de aquella rabia innombrable donde los pueblos atesoran el diluvio que advendrá. El grito atestigua tanto el dolor como la resistencia a aquel dolor: el grito expresa un halo de esperanza, el cual, por sí mismo, nos cobija y resguarda de la más despiadada locura, del más sionista de los odios.
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Cuando scrolleamos nuestro celular, existe un momento en que nos detenemos. Dejamos el dedo inmóvil, congelado, olvidado por el terror. Entonces el ojo tiembla, el tiempo tiembla y luego también lo hace el dedo; el dedo tiembla contra otros dedos que también tiemblan, cerrándose en torno a la palma. Un puño que es un combo repleto de nada. Sólo tras esa fugaz aura de desolación e impotencia, hemos sido capaces de rozar mínimamente la depravación sionista, los ojos turbios de uno de los mil rostros que adopta el horror. La desfiguración del horror nos hace llorar y gritar. Pero nuestro grito, aunque lo ignoremos, nos redime o, al menos, nos mantiene en pie: gritamos para no enloquecer, para mantener abierta la imprevisible posibilidad de seguir dando testimonio, de devenir mártir o, incluso, Mesías. Por eso, apagamos el celular, damos la espalda al mundo, huimos al baño, nos secamos las lágrimas y volvemos, ya forzosamente calmados, a la familiaridad de nuestro hogar. No obstante, también por eso mismo, cuando llegamos a casa abrazamos a nuestres hijes: porque, en el fondo, Palestina está allí, en la ligereza con que les niñes nos donan su alegría; Palestina está aquí, en la imagen doliente que une y separa a los cuerpos en los solo imaginados intersticios de un abrazo, que une y separa a las imágenes de las letras de un texto, a un genocidio del grito de sus testigos. Toda la faz y profundidad de este (único y topológico) universo, desde el nacimiento hasta el grito, yace tensionado por la cercanía y la distancia.
Al igual cómo lo hace el grito, el cual mira a los ojos, con miedo y valentía, sin ningún tipo de cinismo, interés o disimulo, al indescifrable abismo de la finitud, nosotrxs, al detenernos frente a la devastadora e impotente acumulación de registros audiovisuales que denuncian el genocidio sionista contra el pueblo palestino, no podemos hacer nada más que gritar. No enloquecer, por el momento, constituye la negatividad de nuestro triunfo, el haz de esperanza que se filtra por la celda de los derrotados.
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Y seguimos. Pese a todo, continuamos. Y continuamos en un doble sentido: uno precario y enajenante; otro auténtico, pese (o tal vez, gracias) al dolor. Por un lado, continuamos rodando como una piedra en la inercia de la cotidianeidad más vulgar o banalmente estetizada, funcionando dentro de una operatividad dictada por las dinámicas del capitalismo cibernético, seducidos por su publicidades y promesas salvíficas, disfrutando de sus pequeños y amnésicos placeres al calor del café italiano servido al atardecer; por otro lado, continuamos ahogados en el desolador mar de impotencia reprimida, de rabia reprimida y tentación de odio, intentamos equilibrarnos al centro inmóvil de la tormenta genocida, mientras a nuestro alrededor todo, el planeta, la naturaleza, la tierra, los pueblos, Palestina, convulsionan en ominosa devastación.
Quizás la inercia, en el sentido más teórico del término, es decir, entendida como principio de la física moderna, esa fuerza sin fuerza con que, en condiciones ideales, todo cuerpo está condenado a mantener el estado de movimiento o reposo en el cual (ya) se encuentra, no sólo sea el aliado conceptual más leal a los conservadurismos, sino también el lugar referencial de la cobardía, del desencanto, del terror internalizado.
Sin embargo, la abstracción ideal del espacio y la reducción del mundo a categorías fisicalistas, causales y/o progresistas, también condenan a la inercia a los márgenes de la dimensión ideal. Aquí, en el mundo, todo yace contaminado con todo; la proliferación de naturalezas orgánicas e inorgánicas, de formas-de-vida, de imágenes e imaginarios, de tecnologías de dominación y tecnología de abolición onto-teleo-teológica, constelan una red de pasividades y actividades, de padecimentos y pasiones, de cercanías, distancias, de erotismo, melancolías, intensidades y deseos. Habitamos un universo caído, con toda la carga de indeterminación, de indeterminado sufrimiento y felicidad, que la vida pueda resistir, que la vida nos pueda donar. Así, la idealidad de la inercia tan sólo constituye una ley empírica más, esto es, un marco deductivo y presuntamente universal, pero fundado en condiciones previas y cuya idealidad, además de nunca poder ser comprobada por medio de observaciones, también lleva la marca de lo que se ofrece a la transgresión. He ahí que todo movimiento pueda interrumpir la inercia, sea capaz de lanzarla y lanzarse al abismo de incertidumbre, de extasiarse en el ardiente seno de la barricada, pues su “esencia” no es la del concepto idealizante, sino la de la sensorialidad, la de la fragancia; o sea, la “esencia” de la afección evocativa y siempre vivenciada con que se desarticula la configuración sensorial para exhibir la anarquía des-jerarquizante de los sentidos. La topología del universo se teje a sí misma a partir de un movimiento, por sí mismo vital, que infecta todos los pliegues de este mundo y del mundo otro que ya habita al interior de aquel.
De esta manera, el acto de continuar, de seguir con la rutina y de masticar lo reprimido, es, por su propia naturaleza y aunque no lo creamos, un acto de resistencia: saber que lo que hoy hacemos no es lo que debemos hacer ni lo que algún día habremos de llegar a hacer, despierta un malestar que, al tiempo de enterrarnos en un arenal de culpa, también testifica la paradójica y silente expresividad de una latente pero indestructible esperanza. Un río de esperanza, el cual, llegado al mar, retoma no se extingue, persevera, re-comienza, continúa su ciclo. La esperanza es un río. Se trata de un río que, aunque extraviado, hundido o capturado en la resequedad del cemento y los metales con que cada día, desde hace 76 años, es parasitado por los asentamientos, kibutz y check points impuestos por la sed de control del sionismo israelí y del capitalismo salvaje, tarde o temprano habrá de retomar su curso: desde el río hasta el mar, envuelto en dolor, continúa clamando justicia y dignidad aquel esperanzador grito con que la vida se reafirma, incluso, desde el pantano de la muerte.
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Y porque la pantalla no sólo transmite las imágenes de les niñes decapitades y de los padres enloquecidxs; porque a través de la pantalla el dolor siempre puede ser más que un eco, pudiendo devenir una inquietante relación que nos une y separa de las vísceras abiertas y colgantes, de los abrazos de brazos amputados en Gaza (y también Cisjordania); y porque por medio de la pantalla no sólo se actualizan las cifras oficiales de palestinxs asesinadxs por el sionismo (cifras totalmente subestimadas debido a que Israel ha destruido la mayor parte de los hospitales, consultorios e instituciones de salud encargadas de oficializar tales cifras); y porque las cosas no son lo que son, y porque nada es sólo lo que es, sino, precisamente gracias a dicha nada, pueden ser disuletas y dislocarse bajo la iluminación imaginal del pensamiento que las hace flamear y danzar; en fin, por todo esto, pareciera ser que toda última esperanza conviviera con el dolor de aquel grito: porque aquel reflejo de nuestros ojos en llanto sobre la delgada piel de la pantalla, nos revela que la rabia aún sigue allí, lista para redimirnos, aunque sea por un segundo, de cualquier fatalismo, de cualquier resignación entreguista a las garras del sionismo y del neofascismo capitalista. Dicha redención, al contrario de todo anhelo salvífico, sólo acontece en la imposible permanencia del instante. Con ello basta para mantener la esperanza en el relámpago que rasgará la noche de cabo a rabo. Nuestro Mesías es de este mundo. Entonces, como ladrón en la noche, cuando menos lo esperemos y de quien menos lo creamos, revuelta en las revueltas, advendrá la redención con que los pueblos del mundo, desde Palestina al Universo, se alcen para destituir todas las marcas de sus cadenas.

