Los años setenta también vieron el crecimiento en Gran Bretaña de movimientos gay, antirracistas, feministas y verdes. En muchos sentidos, fue el éxito sin precedentes de la izquierda y la contracultura en los años 1970 lo que obligó al capital a responder con el neoliberalismo. Esto se desarrolló inicialmente en Chile, después de que el golpe de Estado de Pinochet, respaldado por la CIA, derrocara violentamente al gobierno socialista democrático de Salvador Allende, transformando el país –a través de un régimen de represión y tortura– en el primer laboratorio neoliberal. Mark Fisher, K-Punk (2018: 372)
I. Introducción
En estos días se cumple el quinto aniversario de las revueltas chilenas del 2019. En términos generales, cinco años no parecen ser suficientes para aprehender tendencias y evaluar la naturaleza de cualquier fenómeno histórico; sin embargo, lo ocurrido durante estos últimos años requiere contravenir esta creencia e intentar un análisis que nos permita dimensionar el alcance de dichas revueltas y poner atención a las diversas narrativas originadas en torno a ellas. Recordemos brevemente la concatenación de hechos recientes con el fin de hacer ciertas precisiones: el viernes 18 de octubre de 2019, lo que comenzó como un ciclo más de protestas estudiantiles motivadas por un aumento arbitrario de las tarifas del metro, se convirtió en una revuelta social generalizada. El siguiente viernes 25 de octubre, más de un millón de personas participaron en una serie de manifestaciones que se desarrollaron en Santiago y en las principales ciudades del país. Durante las siguientes semanas y a pesar de la brutal política represiva implementada por el entonces presidente Sebastián Piñera, la situación continuó escalando, aglutinando de paso a la población de manera transversal. En respuesta a esta escalada, el viernes 15 de noviembre, en una jugada estratégica, políticos de distintos sectores se reunieron en el Congreso nacional y alcanzaron un acuerdo denominado Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución que, como su nombre deja claro, fue un reconocimiento oficial de la necesidad de una nueva constitución.
Consecuentemente, el 25 de octubre de 2020 se celebró un referéndum nacional y, a pesar de la pandemia, este llamado “plebiscito de entrada” al proceso constituyente logró una participación de más del 50% del electorado nacional (un electorado que supera los 15 millones de electores). Los resultados, con una sólida mayoría, determinaron no sólo la necesidad de una nueva constitución, sino también que esta nueva constitución fuese redactada por una convención formada por miembros electos de la población general (no por un grupo de expertos). Esta convención recién elegida, a pesar del boicot orquestado por el gobierno del presidente Piñera y su sector político, logró elaborar una nueva propuesta constitucional, cuyo texto fue sometido a votación general en el llamado “plebiscito de salida”, el 4 de septiembre del año 2022. Este plebiscito resultó en un rechazo del texto constitucional por más del 60% de los votos (proceso en el que participó más del 85% del electorado). Esto llevó, a su vez, al nombramiento de una nueva convención constitucional, ahora compuesta por “expertos”, la que supervisó la elaboración de una nueva propuesta. La elección de los miembros de esta segunda convención resultó en una mayoría conservadora, encabezada por el Partido Republicano, un partido político dirigido por José Antonio Kast, quien es, a su vez, un político de la derecha integrista que ha sido mediáticamente promocionado en los últimos años1.
El 17 de diciembre de 2023, la propuesta de esta convención conservadora fue nuevamente rechazada por más del 55% de los votos contados. Después de estos intentos fallidos, el gobierno del Frente Amplio –que reemplazó al gobierno de Sebastián Piñera y que está integrado por nuevos actores progresistas y algunos personajes reciclados de la vieja coalición de centroizquierda que gobernó después de Pinochet—, argumentando que el proceso constituyente se había agotado, decidió privilegiar cuestiones más “concretas”, dejando de lado la posibilidad de una nueva constitución y redirigiendo las demandas ciudadanas hacia las promesas de un nuevo gobierno progresista. En efecto, el decretado cierre del proceso constituyente puede ser visto como el resultado lógico y anticipado por la operación implementada el 15 de noviembre de 2019, la que consistió en reorientar la intensidad de las fuerzas de cambio expresadas en las revueltas, hacia la posibilidad de una nueva constitución, pero cuyo proceso de elaboración y validación seguía fuertemente limitado por el mismo marco jurídico-institucional que ha protegido a la constitución vigente. No debería extrañar entonces que este proceso general haya tenido como resultado paradójico la “relegitimación” de la Constitución de 1980, la que se vuelve a convertir en un enclave autoritario insuperable. Sin embargo, ¿cuáles son las condiciones subyacentes que explican este bucle soberano?
Entre estas condiciones subyacentes podemos mencionar la persistencia de enclaves autoritarios y mediaciones burocráticas que resguardan lo que llamaremos el “pacto juristocrático” sobre el que reposa la gobernabilidad transicional, esto es, el pacto que resguarda la herencia jurídica e institucional del régimen militar. Sin embargo, este pacto no se reduce al marco jurídico e institucional que rige al país desde 1980, sino también se refiere a la organización bipartisana de la política formal, materializada en un duopolio (derecha y centro izquierda) que se ha turnado en el poder durante el infinito proceso transicional; un proceso que ha sido, a su vez, relegitimado por el mismo Acuerdo del 15 de noviembre. Tampoco podemos olvidar cómo el monopolio de los medios de comunicación produce una suerte de “mediarquía” que ya no responde a los procesos de legitimación propios de las democracias liberales modernas, sino que se define por la imposición de mediaciones que tienden a naturalizar el statu quo, haciéndolo aparecer como efecto de las leyes inexorables de la historia. Efectivamente, no se trata solo del escandaloso monopolio de los medios de comunicación por parte de los grupos económicos “dueños” del país, sino de la reducción mediática y cibernética de la complejidad de los recientes eventos históricos a una narrativa securitaria y fuertemente deshistorizada, en la que converge, de manera notoria, todo el espectro político nacional. Finalmente, también es necesario considerar cómo durante estos cinco años se han producido diversas narrativas críticas que insisten en responsabilizar a las revueltas del fracaso del proceso constituyente, y de la crisis general de la gubernamentalidad neoliberal en el país, homologando, de paso, a las mismas revueltas con el proceso constituyente, el que, en rigor, fue posible gracias a la necesidad de responder y neutralizar las masivas manifestaciones del año 2019. Todos estos aspectos merecen atención pues nos permiten comprender—esa es nuestra hipótesis—tanto la naturaleza como el funcionamiento del bucle soberano chileno, el que se muestra además como una instanciación específica de realismo capitalista contemporáneo.
II. – El pacto juristocrático
Si es cierto que la serie de revueltas sociales y manifestaciones de oposición que han proliferado desde los años 1980 está directamente relacionada con la intensificación de la agenda neoliberal, no es menos cierto que los últimos episodios de este malestar social en curso, específicamente las revueltas feministas de 2018 y las revueltas sociales masivas de 2019, fueron particularmente críticas tanto con la perpetuación del orden institucional implementado por la dictadura y consolidado en democracia, como con el duopolio bipartidista que organiza y define el marco de la política formal en el país. El duopolio, compuesto por las coaliciones de derecha y centroizquierda, ha funcionado como un mecanismo de captura, neutralización y aplazamiento de demandas sociales, y ha afrontado orgánicamente las diversas coyunturas críticas desencadenadas por las reiteradas revueltas sociales, a través de una estrategia que pasa por volver a centrar el protagonismo político en los partidos e instituciones del Estado, deslegitimando (y criminalizando) las movilizaciones sociales. Sin embargo, la participación masiva en las revueltas de 2019 imposibilitó seguir postergando el debate constitucional, abriendo un hiato en la política formal y sus tiempos que, pese a la pandemia que atomizó el inédito escenario colectivo de los últimos años, y al evidente fracaso del proceso constituyente, no puede ser simplemente cerrado por la “buena voluntad” de la “clase política” nacional2.
Como consecuencia de esto, la posibilidad de un cambio democrático real sostenido por la dinámica de las revueltas quedó supeditada a la lógica de la neutralización y del aplazamiento, mientras que los partidos progresistas, en lugar de asumir este inesperado “capital político”, se mostraron incapaces de traducirlo a nivel institucional, dejando abierto el horizonte de significación política a una derecha dedicada a deslegitimar la primera convención constituyente y a ridiculizar los estallidos retóricos de la izquierda en general. Por otro lado, la estrategia de la derecha consistió precisamente en equiparar las revueltas y la potencial nueva constitución con el caos y la intervención extranjera (Cuba y Venezuela), apelando a los “valores cívicos y republicanos” de la tradición nacional. Ante esto, los partidos progresistas no lograron fortalecer sus vínculos con los movimientos sociales, refugiándose en la inercia del orden institucional, a la espera de recuperar el protagonismo que les había sido arrebatado por las mismas revueltas, mientras apostaban al gobierno del Frente Amplio y a la presidencia de Gabriel Boric como única vía legítima para lograr los ansiados cambios.
Para entender este pacto juristocrático necesitamos, por lo tanto, atender a la dimensión más productiva del golpe de Estado y la posterior implementación del neoliberalismo durante el régimen dictatorial. La Constitución de 1980, implementada mediante un plebiscito “dudoso”, también fue reforzada por una serie de enclaves jurídico-políticos que bloquearon el posterior proceso de redemocratización inaugurado con el plebiscito de 1988 y la posterior transición a la democracia. Ya al inicio del proceso transicional, el sociólogo Manuel Antonio Garretón (1988, 1989) entendía la transición a la democracia como una estrategia de superación gradual de la dictadura, y alertaba de la persistencia de ciertos “enclaves autoritarios” que podrían agruparse en el marco legal y constitucional, en la ley electoral y en el peso desproporcionado asignado a la participación de actores no democráticos en las decisiones del país, sin olvidar aquellos enclaves que impidieron la reparación simbólica y efectiva del problema de los derechos humanos (leyes y prácticas de impunidad). Sin embargo, a pesar de existir una clara conciencia acerca de la persistencia de estos enclaves autoritarios (sobre todo porque el mismo Garretón pertenece al grupo de sociólogos que pensaron sistemáticamente la transición chilena) los gobiernos post-dictatoriales, más allá de algunas reformas constitucionales, desarrollaron sus administraciones en el marco jurídico y político heredado de la dictadura y reacondicionado en democracia3. Es este complejo marco el que, en última instancia, nos permite entender por qué los recientes levantamientos sociales fueron diligentemente traducidos por el establishment político convirtiéndolos, paradójicamente, en una amenaza contra el orden nacional.
En cualquier caso, no hay nada inédito en todo esto, pues antes del neoliberalismo el país ya estaba administrado por un modelo de gobierno que priorizaba los consensos y acuerdos entre las elites y los funcionarios políticos, desplazando sistemáticamente las necesarias reformas sociales demandadas por la población4. No sin ironía, esta larga tradición de autoreferencialidad política es representada como un caso excepcional de estabilidad institucional, pero en el corazón de este “excepcionalismo chileno”, lo que realmente constituye una excepción fue la experiencia sin precedentes de la Unidad Popular, la que rápidamente fue clasificada como una experiencia de “polarización y crisis” que exigía la intervención de las fuerzas armadas. De esto se desprenden dos cosas fundamentales: por un lado, la dictadura fue el resultado de un pacto cívico-militar para recuperar la tradición excepcionalista (y antidemocrática) que había definido la vida política del país desde su fundación, a principios del siglo XIX. Por otro lado, este pacto confirmó la “naturaleza antidemocrática” de la democracia chilena y anticipó las condiciones de la gubernamentalidad neoliberal, la que puede verse como una intensificación de esta tradición, en el contexto de una nueva articulación planetaria del capital. En este sentido, el marco constitucional y legal heredado de la dictadura se subordina a los imperativos de la acumulación capitalista, mostrando que el neoliberalismo funciona perfectamente a partir una forma jurídica destinada a neutralizar y prevenir los conflictos sociales, a pesar de utilizar, circunstancialmente, una retórica reformista e incluso antineoliberal5. Por supuesto, esto tampoco es nuevo, pero lo que llama la atención es la complicidad de los sectores progresistas con esta forma de gubernamentalidad, como si fuera imposible pensar más allá de este naturalizado pacto juristocrático.
Un buen ejemplo de este complejo proceso de continuidad y radicalización de las formas anti-democráticas de entender el gobierno está dado por la curiosa regularidad con la que, frente a cada crisis política, reaparece alguna iniciativa legal orientada a “proteger” la democracia de sus “enemigos”. Piénsese en la proximidad estructural entre la Ley 6.026, introducida en 1937, para complementar las disposiciones preventivas de la Constitución de 1925, frente a las amenazas de grupos subversivos; la Ley 8.897 sobre la defensa permanente de la democracia, también conocida como ley maldita, introducida en 1948, durante la presidencia de Gabriel González Videla, y que proscribió y persiguió al Partido Comunista y a sus militantes, y el famoso Artículo 8vo de la Constitución de 1980 (derogado con las reformas introducidas el 1989), el que otra vez excluía a los sectores subversivos, particularmente aquellos identificados con el marxismo-leninismo. En un temprano análisis sobre este proceso, Pablo Ruiz Tagle (“Debate público restringido en Chile (1980-1988), 1989) diferenciaba entre las leyes previas a la dictaduras, las que proscriben desde un marco jurídico ideológicamente neutral, y el Artículo 8vo, fuertemente ideológico y consistente con la cruzada anticomunista implementada por el régimen dictatorial. Sin embargo, más allá del análisis de Ruiz-Tagle, cabe todavía preguntar si la diferencia entre neutralidad jurídica e instrumentalismo ideológico se sostiene realmente, atendiendo no solo a las tendencias del constitucionalismo decisionista contemporáneo, sino incluso, a la recurrencia de estas leyes auto-inmunitarias, entre las cuales también habría que nombrar la Ley 21.208, conocida como Ley antisaqueos o antibarricadas, promulgada el año 2020, como respuesta a las mismas revueltas.
En Towards Juristocracy (2004), Ran Hirschl acuñó la noción de juristocracia para caracterizar las tendencias del constitucionalismo actual, particularmente aquel concernido con la expansión de la esfera jurídica a través de una constitucionalización de demandas sociales convertidas en proyectos de ley y derechos. En sus análisis, Hirschl destaca los casos de Canadá, Nueva Zelanda y Sudáfrica para mostrar cómo esta ampliación de derechos constitucionalmente sancionados podría conducir a una juridización de lo político que tiende a sobrecodificar los conflictos sociales en términos legales. La paradoja radica en el hecho de que esta ampliación de derechos podría perfectamente funcionar como una neutralización que remite cualquier demanda política a la esfera administrativa de la gubernamentalidad neoliberal, cuestión que complementa la conocida estrategia del Lawfare o batalla legal con la que los sectores de la derecha contemporánea intentan reposicionarse en el espectro político y desacelerar procesos de democratización6.
Este constitucionalismo maximalista diagnosticado por Hirschl es evidente en el reciente proceso constituyente chileno, un proceso que comenzó como una “concesión” del Congreso a los involucrados en las revueltas de 2019 (el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución) y que término no solo con fallidos intentos por cambiar la constitución, sino también con campañas de desprestigio orquestadas contra los constituyentes y, sobre todo, contra las revueltas. Quizás esto también explica el “exceso” de la primera propuesta constitucional, la que estaba sobrecargada de demandas codificadas constitucionalmente, convirtiendo el texto mismo de la propuesta en un documento intolerable para el pragmatismo gestional de la política efectiva. Sin embargo, antes de denunciar el utopismo ensoñado de los constituyentes, no hay que olvidar que esta sobrecarga de expectativas en el texto de la primera convención es solo el efecto de una cierta intraducibilidad de las revueltas y, a la vez, la consecuencia de una creciente abstracción y burocratización del horizonte político formal en el país, posibilitado, precisamente, por la Constitución de 1980 y por sus engranajes protectores. En última instancia, las revueltas fueron astutamente reconducidas hacia este marco juristocrático y así, fueron devoradas por el bucle soberano nacional.
Como contraste con este maximalismo, habría que considerar la conversación entre Alejando Castillo y Willy Thayer, titulada “Por una constitución menor” (Papel Máquina, 2021). En ella, Thayer piensa en la figura de una constitución menor como contraste con la constitución vigente, pero también, como una advertencia relativa a la propuesta constitucional de la primera convención, la que en ese momento estaba en plena elaboración. Thayer nos dice:
Más que de un “cambio” de Constitución, más que de una “nueva” Constitución, tal como lo preguntaba el voto ¿Quiere usted una nueva Constitución?, la alteración que deseamos se ponga en curso, lejos de los clichés del cambio y de lo nuevo, es más bien la de la lengua, de la gramática, del horizonte de expropiación que posibilita la Constitución. Si cambiamos una Constitución por otra sin alterar la lengua, el horizonte de expropiación de esa lengua en que el cambio se inscribe, habrá novedades en la redistribución de las violencias, claro, dentro del mismo horizonte de violencia y articulación. Si cambiamos el articulado y mantenemos la misma lengua no alteramos nada en comparación a si mantenemos el articulado y mutamos la lengua, el modo de acontecer de la lengua. Más que cambiar la Constitución, más que una nueva Constitución, el mandato es ahora mutar la lengua, alterar la gramática, ir en el dictado de la alteración” (2021: 16).
En el fondo, este cambio de lengua implica no solo revisar nuestra relación con el derecho, sino también nuestra comprensión de la política, la que, en el horizonte gestional del neoliberalismo, parece estar limitada por una comprensión instrumental de la misma lengua, tramada por las lógicas oposicionales del amigo/enemigo y de la hegemonía y la contra-hegemonía, es decir, tramada por una concepto de traductibilidad y articulación que perpetúa la violencia constitutiva del derecho y de la política como formas de administración del viviente.
Por otra parte, más allá del uso acotado de la noción de juristocracia por parte de Hirschl, el “pacto juristocrático chileno” alude también al marco institucional que complementa las operaciones restrictivas de la constitución, cuestión que limita el debate político oficial y se expresa en una creciente tensión entre un legalismo de izquierda y un legalismo tradicional. En una temprana compilación a cargo de Wendy Brown y Janet Halley (Left Legalism / Left Critique, 2002), se caracteriza esta tensión precisamente como un aspecto distintivo de las administraciones neoliberales, es decir, como una práctica calculada de neutralización de conflictos políticos a partir del predominio de un lenguaje judicializado que captura las dinámicas sociales de desacuerdo o insubordinación y las remite a la esfera procedimental de la administración neoliberal. En otras palabras, la reinscripción de las tensiones políticas develadas por la revueltas en el ámbito administrativo del Estado y en el tiempo evenemencial de la política oficial y mediática, es absolutamente coherente con su neutralización y diferimiento, cuestión que terminó por actualizar el pacto transicional originario y su marco complementario. En tal caso, frente al maximalismo en el que incurrió parte de la izquierda y, por supuesto, la primera convención, habría que pensar más detenidamente la relación que queremos establecer con la ley, a partir de una crítica de su operación efectiva y su violencia mítica, pero también a partir de una interrogación de la misma relación entre derecho y política, pues lo que se juega acá no es el virtuosismo de una redacción jurídica capaz de sortear la crisis, sino la posibilidad misma de abrir la pregunta por la justicia, instalada por el desosiego de las calles, más allá de la lógica administrativa de los Estados liberales modernos. En este sentido, una crítica a este maximalismo no puede conformarse con una denuncia, más o menos elaborada, de las revueltas y sus “filósofos”, sino que debe atender a la forma singular en que la gubernamentalidad neoliberal hace uso del derecho, eliminando sus dimensiones garantistas y reforzando sus aspectos conservadores o restauradores. Si las revueltas no apuntaran hacia un necesario cambio de lengua, como nos decía Thayer, esto es, si las revueltas no fueran pensables como una interrupción de la funcionalidad aceitada de la semiosis capitalista y sus flujos desterritorializantes, siempre orientados a favorecer la acumulación y la valoración, entonces la historicidad de las revueltas, su carácter y su naturaleza, solo podría explicarse desde la restauración; como si la restauración fuera el destino inexorable de toda revuelta, gracias al movimiento pendular del bucle soberano.
Por supuesto, esta tendencia a judicializar los procesos sociopolíticos -transformándolos de desacuerdos políticos de fondo en debates procesales- no es exclusiva del caso chileno, pero es aquí donde se expresa de manera ejemplar, dados los obstáculos legales y la propia ley electoral. Más allá de Chile, sin embargo, la tendencia juristocrática es consistente con un proceso de burocratización inmunitaria que opera neutralizando los conflictos sociales a través de su delegación técnica a expertos o funcionarios legales, quienes, lejos de guiarse por imperativos normativos de justicia social, se guían por los supuestos del ámbito jurídico-administrativo del poder judicial y finalmente, del Estado y su soberanía. Esta disociación entre las exigencias de la legalidad institucional y los desafíos de la legitimidad social constituye uno de los aspectos más relevantes de la llamada crisis de la política, al menos desde el diagnóstico weberiano de la racionalidad instrumental, o desde los debates entre Jürgen Habermas y Niklas Luhmann sobre la crisis de legitimación del Estado de bienestar. Sin embargo, como tal, esta disociación también es constitutiva de la democracia, como ha vuelto a mostrar recientemente Camila Vergara (Systemic Corruption, 2020), porque expresa su debilidad constitutiva, digamos, su propia incapacidad para prevenir las tendencias antidemocráticas que operan en su nombre (una debilidad que Derrida tematizó bajo la noción de “autoinmunidad”, 2005). Lo relevante ahora, sin embargo, es que la solución democrática convencional, es decir, la expansión de la participación y la descentralización de la autoridad no parece ser suficiente para contrarrestar el plegamiento de los procesos político-administrativos a las demandas de la acumulación flexible contemporánea, bajo la lógica de una gubernamentalidad que “coloniza” la totalidad de la existencia.
En efecto, la desregulación neoliberal implicó un desmontaje brutal de los Estados benefactores o redistributivos, y sobre todo, una cancelación de todo el aparato judicial orientado a proteger el bien común, de tal manera que la apabullante proliferación de casos de corrupción y colusión que, en los últimos años, alcanzan a la derecha en pleno y al sector judicial, no responde a un problema de índole moral, sino a un cambio en la naturaleza misma de la política, concebida ahora ya no como una actividad abocada a la promoción del bien común, sino como gestión administrativa subsumida a las demandas del mercado internacional y sus configuraciones contingentes. Ya antes de que se destapara el caso Hermosilla y nos enteráramos de que su teléfono celular contenía los secretos más preciados de la administración neoliberal chilena, la serie de casos de corrupción a nivel empresarial, político y a nivel de las instituciones militares y policiales chilenas, era escandaloso, cuestión que hace de estos casos ya no una excepción sino un modus operandi alojado en la intersección entre soberanía y capital. En otras palabras, estos casos no reflejan una debilidad moral, o una incapacidad técnica por parte de los involucrados, sino que expresan la configuración de una nueva relación entre soberanía y capital, ya liberada de las mediaciones del derecho burgués y su orden institucional. En este sentido, el funcionariato moderno, que Max Weber concibió bajo la noción de burocracia estatal, está también desplazado por un modelo gestional de administración que suspende las mediaciones normativas (republicanas) e institucionales, produciendo vacíos legales y administrativos, hábilmente capitalizados por nuevos “agentes y mediadores” políticos. Es precisamente por estas formas de desregulación que el caso chileno resulta sintomático, pues muestra claramente la forma en que la gobernanza neoliberal funciona como un nuevo tipo de “revolución pasiva” que promete cambios sustanciales pero inviables, al tiempo que intensifica los procesos de acumulación y devastación que afectan a la población en general7.
Todo esto se complementa, a su vez, con una extraña reorganización del campo simbólico de la política formal que asigna a los gobiernos progresistas la responsabilidad de mantener el orden y el crecimiento, al tiempo que permite que la llamada “nueva derecha” asuma posiciones antisistema, adornadas con una retórica supuestamente revolucionaria. De hecho, la nueva derecha combina “virtuosamente” su rechazo a la globalización, su defensa de los valores sustanciales de la tradición y su compromiso libertario y antiestatal con una desregulación generalizada. Sin embargo, esta combinación “virtuosa” (decisionista) también expresa una aporía interna en la derecha contemporánea, que explica en parte la proliferación de nuevos grupos de derecha en Chile y América Latina, marcados por una extraña combinación de ideologemas paleoconservadores y libertarios, y una retórica nacionalista pero anti estatista (Javier Milei, Jair Bolsonaro, José Antonio Kast, etc.).
De una u otra forma, la Constitución de 1980 es un caso temprano y ejemplar de este virtuosismo decisionista, siempre que ha funcionado y aún funciona como una combinación compleja de principios conservadores y preceptos neoliberales, es decir, expresa los presupuestos inalienables del pensamiento conservador nacional y regional (fuertemente marcado por el fundamentalismo católico y la reacción emanada del Opus Dei), añadiéndoles una serie de “interpretaciones” destinadas a favorecer la desregulación y la homologación entre la “persona humana” y el “agente económico” característico de la narrativa neoliberal. Como tal, esta Constitución es la formalización de un equilibrio contingente entre tendencias paleoconservadoras y aceleracionismo neoliberal; un equilibrio asegurado por las decisiones del soberano y reforzado por una orientación anticomunista radical (de ahí su carácter presidencialista, patrimonial y anti garantista). Incluso podríamos decir que todavía hoy las distintas expresiones de la derecha chilena se perfilan en torno a este equilibrio contingente, cuestión que no les permite deshacerse por completo del legado de Pinochet8.
Sin embargo, la actual universalización del llamado paradigma inmunitario/securitario no debe ser concebido como un relanzamiento del katechon o dique estatal contra la desregulación generalizada, sino como una estrategia orientada a favorecer un forma de administración pragmática y automatizada. Esta estrategia está compuesta por diversas tecnologías de dominación, todas ellas basadas en la reducción del pueblo a la condición pasiva de población y en la prioridad de la desregulación capitalista sobre cualquier criterio de justicia social redistributiva. Como indicó Foucault (2010) en su curso de 1978-79 dedicado al nacimiento de la biopolítica, estas tecnologías de gobierno, que ya no son prerrogativas del Estado, se difunden a través de las formaciones sociales en diversos grados e intensidades. Hoy, por ejemplo, se las percibe en la función vinculante de la deuda; en la modernización permanente del aparato policial y el despliegue de las llamadas guerras urbanas; en la reducción de los debates culturales a cuestiones identitarias o valóricas, particularmente en relación con el problema de la disidencia sexual, los derechos de las mujeres, los procesos migratorios y el resurgimiento de las diversidades étnicas como síntoma de una crisis radical de la noción restringida de ciudadanía, etcétera.
En este sentido, el pacto juristocrático, con todas sus complejas dimensiones y niveles, no es sino un dispositivo gestional orientado a proteger la administración neoliberal, sin interrumpir sus flujos de intercambio y valor. De esto se siguen dos cosas fundamentales: 1) la crítica del pacto juristocrático chileno no debe ser pensada como una crítica a los fundamentos jurídicos del orden neoliberal, una crítica hecha desde “otra” interpretación (republicana) del derecho, pues no se trata de restituir los presupuestos normativos del derecho, sino de mostrar como este esquema contractual inaugurado en la primera modernidad, contine in nuce la posibilidad de plegarse siempre a las lógicas de acumulación, sobre todo hoy, en un contexto marcado por la subsunción total de la existencia al capital. 2) Pero esto también implica pensar las revueltas más allá de la demanda política convencional; demanda que ve y posiciona a las revueltas en un cierto momento fundacional del que debería surgir, según el relato contractualista clásico, un nuevo pacto social. Por el contrario, las revueltas interrumpen la semiosis capitalista y, por lo mismo, alteran la neutralización jurídica y “política”, abriendo la pregunta por la justicia más allá de sus modulaciones habituales.
Por todo esto, hay que pensar muy detenidamente el pasaje desde las revueltas hacia su consolidación institucional, pues este no es un pasaje automático, sino traumático. Traducir las pulsiones de la revuelta a los términos del intercambio político convencional, es decir, a la lógica de la lucha por la hegemonía, parece ser un paso necesario, aunque dicha traducción siga operándose en la disposición lingüística propia de la gubernamentalidad neoliberal, expedita y flexible. Pero si no hay traducción o consolidación institucional, ¿de qué sirven las revueltas? Esta es la pregunta que asedia a muchos de los críticos e intelectuales que hoy, a cinco años de las revueltas, no solo siguen desapercibiendo su alcance o sentido, sino que las homologan automáticamente con el proceso constituyente y su fracaso, sin reparar en que el mismo proceso constituyente surgió de una operación orquestada en el Congreso y destinada a neutralizar cualquier posibilidad de cambio efectivo.
III. – Lecturas de las revueltas
Sin embargo, antes de considerar los ostensibles efectos de este pacto juristocrático y su materialización en el duopolio político nacional, la narrativa popularizada por analistas y medios de comunicación, sostiene que el fracaso del proceso constituyente chileno se debió, fundamentalmente, a la encendida retórica de los miembros de la primera convención constitucional, la que terminó produciendo una propuesta maximalista e incoherente que, lejos de representar “el sentir equilibrado” de la sociedad chilena, se hacía eco de los arrebatos de la primera línea, una especie de vanguardia afiebrada que insistía en mantener el clima de desconcierto inaugurado por las revueltas del año 2019. “No haber presentado una constitución razonable, no haber calculado políticamente los equilibrios y juegos de fuerza”, significó el rechazo ciudadano al plebiscito de salida del 04 de septiembre del año 2022. A esta versión más o menos básica, se agregan análisis de diverso tipo, entre ellos, aquellos que caracterizan a las mismas revueltas como arrebatos juveniles y pataleos por acceder a las bondades del consumo masificado (Peña 2021, 2023), o aquellos que caracterizan las jornadas de rebeldía, masivas y horizontales, que surgieron desde la insubordinación de los estudiantes secundarios frente al alza de las tarifas del metro, como expresiones anómicas de una sociedad en crisis, incapaz de procesar adecuadamente sus intensos procesos de modernización (Oporto 2022, Rojas-May 2020).
En efecto, analistas, politólogos, políticos profesionales y comentaristas de diverso tipo, sacaron a relucir el arsenal de conceptos y tecnologías normativas propias de una larga tradición de pensamiento abocado a clasificar, determinar y neutralizar las amenazas de la masa, plebe o multitud a la excepcional democracia chilena (Tironi 2020, Ugalde, Schwember & Verbal 2020). Eso que Étienne Balibar llamó “el miedo a las masas” y que constituye el núcleo secreto del pensamiento reaccionario moderno9, ha estado presente desde los inicios de la vida republicana chilena, ya sea que nos refiramos al ensayismo de corte positivista y pacificador de la segunda mitad del siglo XIX, o nos detengamos en el ensayismo aristocratizante y etnocentrista que va desde La raza chilena de Palacios, pasando por El roto de Joaquín Edwards Bello, hasta llegar a las diatribas moralizantes de Lucy Oporto o Carlos Peña sobre las recientes revueltas, las que coinciden, y no por casualidad, con las advertencias de la sociología transicional contra las jornadas de protestas de los años 1980, las que desestabilizaron al régimen dictatorial para ser posteriormente instrumentalizadas por el establishment de la transición10.
Lo curioso es que esta narrativa estandarizada no es patrimonio de la derecha chilena, sino que es compartida por numerosos intelectuales progresistas y políticos profesionales, pues ella entrega poderosos argumentos para justificar la relevancia final de la política parlamentaria, aquella política que parece ostentar un monopolio absoluto sobre la democracia, más allá de los “arrebatos anarquistas de un lumpenproletariado” que aguarda el momento preciso para irrumpir en el teatro soberano nacional. Por supuesto, se pueden mencionar una serie de análisis matizados sobre este proceso, como aquellos recientemente compilados por Faride Zerán en el volumen titulado De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual (2023). En dicho volumen, me interesa destacar los textos de Claudio Alvarado Lincopi (“Reflexiones culturales sobre una derrota electoral y una crítica a la noción de “lo identitario’”, 11-27) quien apunta a la forma en que las lógicas identitarias sobre-codificaron el mismo proceso constituyente, inscribiéndolo en una contienda cultural desigual y finalmente administrable por las lógicas de la representación contemporánea. El texto de Rodrigo Karmy (“El disenso. La política que viene y el nuevo peso de la noche”, 95- 104), quien lee el pasaje desde las revueltas hacia el proceso constituyente como una operación de neutralización que, haciendo uso de las lógicas biomédicas y securitarias propias de la pandemia, tiende a obliterar el potencial destituyente de las revueltas y a conjurar las formas efectivas del disenso, favoreciendo una gobernabilidad basada en procesos de subjetivación cobijados por el despliegue de un golpe lento, o golpe cívico-militar de largo plazo, y de fuerte carácter restaurador. Y, el texto de Nelly Richard (“Fallas de traducción”, 137-153), en el que se repara en una cierta incapacidad analítica por parte de la izquierda entusiasmada con las revueltas e incapaz de pensar el fracaso del mismo proceso constituyente. Richard nos dice:
Más que insistir en cómo los medios comunicativos intervinieron escandalosamente en la fabricación del resultado del plebiscito, me interesa indagar en una zona crítico-intelectual de mayor incomodidad: aquella que captura el hecho de que la propia izquierda representada en la Convención-y también fuera-se resistió hasta el final a contemplar siguiera la posibilidad de que triunfara el Rechazo. […] Quisiera vincular esta falla de aceptación de lo real—asociada a la sublimación de la revuelta como potencia que en su desmesura excede el poder y todos los poderes—a otras fallas que llamaría “de traducción”: unas fallas que señalan la dificultad que tiene el ideologismo de izquierda para salir de su trinchera discursiva modificando su repertorio de habla en función de las variaciones de contexto o, dicho de otra manera, la resistencia que este ideologismo de izquierda opone a la necesidad de trasladarse estratégicamente de figuras y enunciados para, en circunstancias adversas, atravesar fronteras de significación entre grupos que no comparten su mismo vocabulario de referencias y tratar de persuadir así a los destinatarios de una comunidad más amplia que la formada inicialmente por los autoconvencidos (Richard, 139-140).
Me detengo intencionalmente en Richard porque sus intervenciones no solo son oportunas, sino además porque su capacidad para diagnosticar las dimensiones más complejas de la “escena” nacional, no dejan de entregar importantes elementos a considerar. Sin embargo, lo que en esta intervención acotada se remite al campo de una inteligente crítica política dirigida contra el maximalismo de la constituyente y de aquellos miembros de una izquierda alucinada con las posibilidades de un cambio radical, se transforma posteriormente en su libro Tiempos y modos. Política, crítica, estética (2024), en un argumento expansivo basado en generalizaciones que dividen el campo de discusión entre los alucinados “filósofos de la revuelta” (entre los que ella, gentilmente, me inscribe), y los sectores políticos responsables, capaces finalmente de “traducir” sus propias demandas a un lenguaje aglutinador y abierto a la posibilidad misma de articular fuerzas contrahegemónicas necesarias no solo para reforzar el mismo proceso constituyente, sino también para oponerse a las cada vez más violentas arremetidas de una nueva derecha nacional y continental.
En efecto, al culpar a los “filósofos de la revuelta” de no atender a la diversidad de tiempos y modos que caracterizan a la política efectiva, su análisis nos muestra que la fascinación con la revuelta radicalizó innecesariamente el proceso constituyente, impidiendo finalmente el mismo trabajo de la convención constitucional, obligándola a asumir posiciones maximalistas y, por lo tanto, inviables: no haber calculado los juegos de fuerza (institucional), impidió a los constituyentes (y, por supuesto, a los filósofos de la revuelta) comprender que lo que estaba en juego en el proceso constituyente no era “el fin del neoliberalismo”, como se ha sostenido con cierto candor durante estos años, sino la posibilidad de configurar un bloque antagónico que fuera, a su vez, capaz de sostener el proceso de cambio, gracias a una articulación expansiva de la base poblacional que dicho bloque, necesariamente, debe movilizar. Insiste Richard en su libro:
¿Cómo conciliar, entonces, la lírica de aquel momento de la lucha callejera que se cree invencible pese a manifestarse disociado de todo trabajo de construcción-deconstrucción hegemónica en los escenarios de la política, con la tarea de involucrarse en un devenir de la crisis que dote de resistencia a un proyecto de transformaciones sociales: un proyecto cuyas aspiraciones a que el mundo se vuelva más vivible no son conciliables con el lenguaje exterminador de la confrontación, la guerra y la destrucción? (Richard 2024: 74. Cursivas nuestras).
En efecto, Richard tiende a responsabilizar a las revueltas, y, sobre todo, a los llamados “filósofos de la revuelta” de ser quienes, entusiasmados con el carácter fundacional de los eventos inaugurados en octubre de 2019, obturaron la posibilidad de oponer a la agresiva derecha, una articulación contra-hegemónica coherente y capaz de disputar el horizonte mismo de la política. O sea, para ella se trata de mostrar los límites de ese “lenguaje de la confrontación, la guerra y la destrucción”, pero también de encararle a los filósofos identificados con el carácter radical de la revuelta, su falta de realismo político y, finalmente, sus fallas de traducción. Cuestión necesaria siempre que estos “afiebrados partidarios de la calle”, repiten sin darse cuenta, las claves de un heroísmo militante y negligente que, fascinado con las retóricas destructivas y revolucionarias, habría desatendido los procesos efectivos de democratización en nombre de un cambio radical que nunca llegó.
El paroxismo de la revuelta en Chile fue vivido, por los textos más enfáticos que se escribieron en torno a ella, bajo el signo de la exaltación del ánimo: del sentimiento intenso y la fascinación subjetiva de querer entrar en concordancia experiencial con la aspiración callejera de la muchedumbre a desintegrar violentamente todas las piezas de un sistema injusto. Los filósofos de la revuelta se propusieron abrazar los cuerpos insurrectos de la calle: “abrazar”, es decir, estrechar dichos cuerpos en sus brazos en un gesto de máxima efusividad según una figura que sería todo lo contrario de lo que se entiende, reflexivamente, por “distanciamiento crítico”. Para las poéticas de la insurgencia que celebraron entusiastamente la revuelta, al revés de lo que supone el concepto de “distanciamiento crítico”, se trataba de vibrar al unísono con “la rabia erotizada” de “una calle innegociable y purgadora”; con la “animalidad” de los “nuevos bárbaros del despertar de Chile”; con la “ingobernabilidad de un pueblo” y su “anarquía de los sentidos”. (Richard 2024: 134-135, cursivas nuestras).
Acá podemos apreciar como la sugerente crítica política relativa a las fallas de traducción se transforma en una crítica generalizada a los textos que, según su lectura superficial y aglutinadora, no habrían sino entorpecido el proceso constituyente, convirtiéndose involuntariamente en cómplices del Rechazo, dada su incapacidad para traducirse al sentir efectivo de la población, y gracias a la perseverancia de un ethos sacrificial y partisano que ha limitado a la izquierda contemporánea desde mucho antes de las actuales revueltas. En efecto, si en sus intervenciones acotadas, Richard aporta elementos para “una crítica de izquierda a la izquierda”, siempre contextualizados y abiertos al intercambio; en el libro el efecto es el contrario, pues, al modo del Búho de Minerva, sus juicios parecen sobrevolar e indiferenciar las diferentes posiciones en el entramado político e intelectual nacional, para organizar el campo de disputa en una serie de dicotomías mecánicamente producidas. Consecuentemente, en el recientemente publicado volumen dedicado a Richard, a cargo de Mauro Salazar, bajo el título Crítica, escritura y revuelta (2024), Rodrigo Karmy (“Nelly vive en Alemania. La crítica sin abrazo y el abrazo de la crítica”, 41-64) en clara alusión al “entusiasmo kantiano” que ve desde Königsberg la revolución francesa, indica que la narrativa reconstructiva de Nelly no solo depende de la instalación de una “cierta distancia crítica”, necesaria para objetivar los discursos mismos de la revuelta, sino que al hacerlo, también impone sobre el tráfago de los hechos un tiempo del después, en el que los eventos son organizados por la voluntad reconstructiva de la crítica, para evaluarlos según una disposición argumental que, en rigor, no pertenece a los mismo hechos. Esa operación de distanciamiento y reconstrucción que caracteriza a la crítica, sin embargo, no opera sin generar en su propia articulación, formas de omisión y de identificación que borran y sacrifican los matices del momento. Mi pregunta, en este contexto, es si todavía podemos apelar a dicha distancia crítica, aun cuando ya no esté sostenida en las condiciones trascendentales de posibilidad de la razón, sino en el virtuosísimo de una práctica escritural que subordina la historicidad de los procesos a la eficacia maniquea de sus propios diagramas. Además de esto, me gustaría disputar algunos puntos desapercibidos, en los que se juega una meseta más estriada que el campo bipolar que la misma Richard confecciona al oponer, de manera demasiado rápida, a los mentados filósofos de la revuelta y al feminismo, el que según ella, está mejor dotado para elaborar las necesarias traducciones políticas en situaciones complejas.
Por supuesto, no se trata de negar la relevancia de los feminismos latinoamericanos y chilenos en los procesos de insubordinación de las últimas décadas, cuestión que—es necesario decirlo— Richard ha enfatizado permanentemente. Pero al oponer ya no la filosofía de la revuelta, sino a los filósofos de la revuelta con el feminismo, en singular, como una práctica más versátil y realista, esto es, menos atrapada por las mitificaciones de una izquierda cargada de “ideologismos”, lo que se produce no es solo una reducción de las complejidades inherentes a los procesos de identificación política, sino una sobre-codificación de los feminismos de acuerdo con el cálculo político, realista y responsable, que, bajo la excusa de la distancia crítica y de una deconstrucción disciplinada por los imperativos de la lucha hegemónica, aparece ahora como única alternativa realmente viable. No habría, por lo tanto, filósofas de la revuelta, aun cuando el feminismo, en su complejidad y en su diversidad, pueda ser pensado como una revuelta permanente contra el poder y sus diversos órdenes y economías de sentido.
Pero esto se debe, además, a que el análisis de Richard no se detiene suficientemente en la cuestión misma de las revueltas, prefiriendo en cambio concentrarse en la crítica de “sus” filósofos. El problema es complejo porque su crítica de los filósofos de la revuelta no repara suficientemente en el uso de esa noción, bajo la cual ella agrupa sin mucha discriminación, una serie de posicionamientos que son, en rigor, incompatibles. En vez de atender a las diferencias, ella elabora una cadena de equivalencias basada en la proximidad léxica o conceptual de algunas ideas descontextualizadas, que en el libro cumplen la función de consignas que terminan por confirmar su propio diagnóstico. Sin embargo, el problema no es solo defender la singularidad de ciertas posiciones y su errónea homologación con otras posiciones fundacionales (como aquellas que conciben a las revueltas bajo la lógica octubrista de una refundación o de un despertar, capaz en sí mismo, de terminar con el régimen neoliberal), sino que se trata también de cuestionar la misma relación entre filosofía y revuelta, pues si la sospecha de Richard pudiera sostenerse, tendría que ser capaz de demostrar cómo las mismas revueltas, en su condición inanticipable e incalculable, suponen una interrupción de la filosofía concebida como discurso maestro (arché) capaz de dar un sentido final a los procesos históricos. En otras palabras, en el libro de Richard no solo se evita pensar la misma cuestión de las revueltas, sino que se oblitera el hecho de que, como tal, la revuelta es siempre ya una revuelta contra la filosofía o la teoría, ahí donde la filosofía o la teoría se muestra como una narrativa arqueo-teleológica. En vez de abrir este flanco de discusión, el gesto del libro consiste en desplazar del horizonte problemático a los filósofos de la revuelta, no sin antes haberlos escarmentado por su falta de responsabilidad y realismo político. A esto también se suma una cuestión no menor, la homologación de la revuelta con formas inciviles de violencia partisana, como si no se hubiera escrito nada sobre la diferencia entre la noción moderna y monumental de revolución, con sus consiguientes narrativas partisanas y sacrificiales, y las revueltas como conatos existenciales que, antes que definirse por la violencia, se definen por la afirmación de una vida distinta a la vivida bajo la opresión contemporánea.
Como consecuencia de este análisis, Richard termina por subsumir los tiempos diversos ya no solo de las revueltas, sino de los feminismos, a un modelo de práctica política más cercano a la operación de relegitimación de la misma transición, y lo opone drásticamente a los exabruptos de la revuelta y sus filósofos, como si no fuera posible leer en algunas contribuciones del feminismo chileno una consideración menos caustica de las mismas revueltas. Esto la obliga, en última instancia, a organizar su campo argumentativo en una serie de oposiciones dicotómicas que reducen la complejidad de las posiciones a un esquema en el que están, por un lado, actores políticos responsables y realistas, mientras que por otro lado estaría la muchedumbre belicosa y sus filósofos de ocasión. De paso, esta misma operación se complementa con una lectura fetichista no solo de las bondades de la negociación política -negociación que ha marcado el límite de la democracia desde el comienzo de la transición-, sino también de las prácticas artísticas y culturales que son consistentes con su modelo gestional de crítica cultural. En efecto, el libro de Richard no puede sino romantizar –en contraste con su admonición de la revuelta y sus filósofos—, aquellas prácticas que permitirían pensar en formas de resistencia y contra-hegemonía, y por tanto, que establecen una relación con la política menos “efusiva’, “sensible”, o “experimental”. Un ejemplo posible está dado por su lectura de la escena de producción de la banda presidencial de Gabriel Boric, bordada por manos populares que habrían transferido a dicha banda, simbólicamente, una cierta esperanza de cambio11.
Independientemente de la plausibilidad de esta lectura, Richard la usa como criterio de contraste para evaluar negativamente otras prácticas que, más cercanas al entusiasmo de las revueltas, habrían sido grandilocuentes en sus montajes y dispositivos. Pero esto mismo nos permite preguntar ¿hasta qué punto la crítica cultural depende de un complementario fetichismo estetizante que reconduce lo crítico-minoritario a la escena programática de las articulaciones hegemónicas y contra-hegemónicas, introduciendo abruptamente un sesgo instrumentalista que ahora, a muchos años de sus intervenciones críticas contra las estéticas partisanas, vuelve a sobredeterminar el “valor” del arte y de las prácticas culturales según su pertinencia táctica? Por supuesto, estoy pensando en La insubordinación de los signos (Richard 1994), libro que fue capaz de disputarle a la hegemonía del discurso sociológico transicional, una lectura heterogénea del campo artístico y cultural (Para no hablar de Márgenes e instituciones, 1986).
Mi objeción, por otro lado, no pasa solo por aludir al hecho de que Richard sobredimensiona las retóricas radicalizadas de estos filósofos de la revuelta, desconsiderando su condición contingente y olvidando el pacto juristocrático en el que operan los actores políticos nacionales, como si fueran los filósofos y los militantes de la llamada “primera línea” los responsables últimos del boicot sistemático al proceso constituyente. Mi objeción apunta también a la viabilidad de seguir pensando en términos de hegemonía y contrahegemonía en el contexto de una gubernamentalidad auto-referente, divorciada de la teoría clásica de la legitimidad, y reforzada por una juridicidad que contiene y neutraliza las luchas políticas, difiriéndolas en un infinito debate procesual. Por supuesto, más allá de las muchas y certeras contribuciones de Richard en los últimos 40 años, me parece que su operación ahora consiste en re-inscribir las dinámicas oposicionales de la revuelta, en el marco de la lucha política por la hegemonía, esto es, en ahogar los tempi de la revuelta en el tiempo general de la transición y sus infinitas refundaciones.
En otras palabras, las llamadas fallas de traducción operan en más de un sentido, pues también hay que sospechar de la intraducibilidad que predomina entre los partidos políticos del duopolio y los movimientos sociales. A la vez, es necesario atender a la misma noción de traducción que moviliza Richard, sobre todo porque, más allá de sus resonancias con una razonabilidad política realista, dicha traducción está pensada bajo la lógica de las articulaciones hegemónicas, lógica sistematizada por los aportes de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, olvidando de paso, que el mismo Laclau piensa el momento de la dislocación de la cadena eqivalencial de la hegemonía como una interrupción que no puede ser suturada a partir de un voluntarismo político responsable (Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, 1990). Es decir, si las revueltas pudiesen ser pensadas como dislocaciones, entonces su cancelación o sutura no puede ser dictaminada sino desde la ansiedad de un realismo político más preocupado con la gobernabilidad que con su crítica12.
En este sentido, si el proceso constituyente chileno se muestra ahora como una mala comedia de equivocaciones, esto no debería llevarnos solo a cuestionar los exabruptos de la primera línea, ni a intentar evacuar a los llamados “filósofos de la revuelta” del debate nacional, y no solo porque la misma noción de “filósofos de la revuelta” es una construcción artificial y abusiva, sino porque el mismo fracaso debería llevarnos a pensar en las amarras y perpetuaciones del pacto juristocrático nacional, al interior del cual siempre será posible apostar por semióticas contra-culturales investidas de una agencia de significación que puede ser, perfectamente, neutralizada e integrada por las flexibles dinámicas del neoliberalismo y su currículo multicultural. Por supuesto, los análisis de Richard son mucho más sofisticados que las diatribas moralizantes que abundan en los periódicos, congresos, conferencias y en la televisión hoy en día, cuestión evidente en la mayoría de ensayos e intervenciones que no cesan de responsabilizar a las revueltas por haber interrumpido el mismo proceso de desarrollo y democratización nacional (ver Fernández 2020; Muñoz Riveros 2020; y los ya referidos Rojas-May 2020; Peña 2022, 2023 y Oporto 2022); como si las revueltas fueran responsables de haber inseminado en el seno de la “excepcional” democracia chilena una violencia sin precedentes e imperdonable, una violencia perpetrada contra su larga y saludable tradición democrática, ahora expuesta al nihilismo de una nueva polarización (por ejemplo, las columnas de Alfredo Joignant en El País).
En efecto, en lugar de considerar las revueltas sociales como una oportunidad política para reordenar el contrato social del país, y con ello cerrar definitivamente la “transición a la democracia” (entendida como un tiempo suspendido lleno de promesas incumplibles), los actores políticos firmantes del Acuerdo Nacional y los analistas y críticos que inscriben sus intervenciones en el horizonte de ese Acuerdo, estaban y están hoy más preocupados por restablecer la gobernabilidad dentro del mismo marco neoliberal, ignorando y postergando, otra vez, las demandas de la población. Pero, hay una flagrante contradicción en acusar a las revueltas de impotencia juvenil y violencia anómica y, al mismo tiempo, exigirles una agenda política “viable”, como si fuera su responsabilidad, olvidando que esta responsabilidad política central, es decir, la de interpretar (o traducir, como señala Richard) las demandas populares a partir de crecientes procesos de democratización, fue rechazada (o diferida) por los partidos políticos en general, para asumir en cambio la posibilidad de un nuevo gobierno progresista que sigue atrapado y limitado por el pacto juristocrático chileno.
IV. – Realismo capitalista
En franco desacuerdo con estas lecturas de las revueltas, me parece que es posible sostener que los resultados paradójicos del proceso constituyente se deben tanto a la inercia institucional que tiene secuestrada a la democracia chilena, como a la falta de una comprensión acabada de la gubernamentalidad neoliberal por parte de intelectuales y partidos progresistas que, confiados en estar trabajando a favor de la democracia y su profundización, no hacen sino reforzar las condiciones del nuevo pacto social neoliberal. No basta, como advertíamos, con una acusación moral relativa a la voluntaria complicidad entre el progresismo y el aceleracionismo neoliberal, pues necesitamos entender las condiciones efectivas en las que se da esta complicidad estructural. De la misma manera, si el resultado negativo del llamado “plebiscito de salida” fue un notorio rechazo a la propuesta constituyente de la primera convención; este “Rechazo” –con mayúsculas y convertido en sinécdoque de la derrota del proceso constituyente en general—, nos obliga a considerar las dinámicas neoliberales en los procesos de subjetivación, es decir, nos obliga a trascender las explicaciones habituales que, recurriendo a una antropología negativa, culpabilizan a las masas o a las “multitudes” por su inconsistencia electoral, por su violencia y su falta de disciplina política.
Para captar la lógica de este bucle soberano, quizás podamos recurrir a la noción de realismo capitalista con la que el crítico inglés Mark Fisher caracterizó la serie de transformaciones materiales y simbólicas del nuevo orden neoliberal a principios de este siglo. Este realismo capitalista apunta a una situación propia del orden post-fordista contemporáneo en el que la realidad misma está subordinada a la lógica de reproducción del poder. Para Fisher, el realismo capitalista no es sólo una categoría que nos permitiría explicar mejor la serie de transformaciones teorizadas bajo la noción de postmodernismo, sino que apunta también a la constitución de una serie de dispositivos de control y manipulación del aparato psíquico, los que operan más allá de la teoría clásica de la manipulación ideológica y definen una nueva “lógica cultural” para el capitalismo global:
A mi entender [insiste Fisher], el realismo capitalista no puede limitarse al arte o al modo cuasi propagandístico en el que funciona la publicidad. Es algo más parecido a una atmósfera general que condiciona no sólo la producción de cultura, sino también la regulación del trabajo y la educación, y actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuinos.
Si el realismo capitalista es así de consistente y si las formas actuales de resistencia se muestran tan impotentes y desesperanzadas, ¿de dónde puede venir un cuestionamiento serio? Una crítica moral del capitalismo que ponga el énfasis en el sufrimiento que acarrea únicamente reforzaría el dominio del realismo capitalista. Con facilidad, pueden presentarse la pobreza, el hambre y la guerra como algo inevitable de la realidad, y la esperanza de que se acaben estas formas de sufrimiento, como un modo de utopismo ingenuo. Solo puede intentarse un ataque serio al realismo capitalista si se lo exhibe como incoherente o indefendible; en otras palabras, si el ostensible “realismo” del capitalismo muestra ser todo lo contrario de lo que dice. (Fisher 2016: 41-42, cursivas mías).
Consistente con la idea de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, la noción del realismo capitalista de Fisher descansa en el temprano diagnóstico de Fredric Jameson relativo al postmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío (1989). En dicho libro Jameson presenta una lectura de la postmodernidad como una época que ha perdido la capacidad para pensarse a sí misma críticamente, quedando subsumida a la facticidad de un capitalismo que ya no responde a las categorías generales que habían definido al pensamiento crítico moderno. El síntoma más evidente de esta nueva realidad es la impotencia crítica, esto es, la incapacidad de dar cuenta de nuestro presente a partir de una cierta distancia analítica. En las palabras introductorias a su análisis, Jameson anticipa: “El modo más seguro de comprender el concepto de lo postmoderno es considerarlo como un intento de pensar históricamente el presente en una época que ha olvidado como se piensa históricamente” (cito de la versión en español, 1991: 9). Por supuesto, Jameson no intenta producir un registro exhaustivo de los cambios materiales o culturales relativos al llamado capitalismo post-industrial, altamente financiero, virtualizado y estetizado, sino que intenta una primera reacción frente al debilitamiento general de la conciencia crítica, la que privada de sus operaciones de objetivación y distanciamiento, pareciera haber quedado subsumida al encanto de una realidad que se impone como segunda naturaleza, gracias a una mercantilización general que intensifica el fetichismo de la mercancía, dejándonos impávidos frente a las dinámicas de un mundo que ya no coincide con su imagen moderna. En otras palabras, Jameson no intenta suplir la carencia de un pensamiento históricamente informado a partir de la restitución de una distancia crítica convencional (como en la apelación de Richard), ni menos intenta re-centrar los diversos conflictos sociales a partir de postular una nueva versión del conflicto central organizado en torno a las tensiones entre capital y trabajo (o entre gobierno y nueva derecha, en el caso nacional). Lejos de todo esto, Jameson intenta elaborar una teoría de la historia capaz de dar cuenta de la dimensión temporal del presente, una teoría que, al modo de una dialéctica interrumpida, nos oriente en este mundo inédito para el que ya no poseemos una imagen clara. Se trata, en otras palabras, de la posibilidad de construir mapas cognitivos tentativos o “portulanos” que nos permitan una representación, aunque inexacta y contingente, de nuestro presente, y en él, tal vez nos permitan posicionarnos a su izquierda.
En tal caso, la noción de realismo capitalista puede ser leída como una actualización del diagnóstico jamesoniano, pero menos preocupada por el estado actual del pensamiento crítico y más abocada a pensar esta impotencia general desde el punto de vista de las lógicas de dominación y subjetivación que definen al neoliberalismo en el presente siglo. En efecto, el realismo capitalista funciona a partir de procesos de neutralización, burocratización y deflación de la conciencia histórica, lo que le permite capturar la imaginación y naturalizar el statu quo, a partir de una inmunización general contra cualquier intento de romper con su autoreferencialidad asfixiante. La utilidad del análisis de Fisher radica entonces en su capacidad para establecer una relación verosímil entre manifestaciones culturales masivas, desobediencias juveniles, lógicas de la acumulación, procesos de subjetivación y reconfiguraciones del poder y sus mecanismos, permitiéndonos no perder de vista las dimensiones menos inmediatas o tangibles del capitalismo contemporáneo, sin olvidar tampoco el carácter global de las actuales articulaciones del capital.
Sostenemos por nuestra parte que el bucle soberano por el que ha pasado Chile durante estos últimos años no es sino una expresión del realismo capitalista, el que se materializa en este país a partir de 1) la producción de una juridicidad orientada a diferir, neutralizar y desplazar las luchas sociales que intentan interrumpir los procesos de acumulación y de subyugación diseminados por la gubernamentalidad neoliberal; 2) un régimen bipartidista en el que dos coaliciones se turnan en el poder, priorizando los equilibrios y los pactos de gobernabilidad sobre los procesos de democratización; 3) un monopolio escandaloso de los medios de comunicación por parte de sectores vinculados con la herencia pinochetista, cuestión que no solo define la agenda del debate público o mediático, sino también las jerarquías y prioridades del gobierno en general, y; 4) una gubernamentalidad fuertemente basada en el sacrificio personal y la gratificación instantánea, derivada del consumo masificado y potenciado por un tipo de deuda que se muestra como una tecnología de gobierno y no solo como relación comercial aislada.
Consecuentemente, es posible sostener que la instalación del realismo capitalista en Chile se habría dado a partir de la interrupción del proyecto histórico de la Unidad Popular, y la dictadura puede ser leída como aquella instancia que, gracias a su proceso de reingeniería política e institucional, termina por dividir el tiempo histórico entre un pasado nacional-popular y un presente intemporal, absoluto e inescapable. Es precisamente esta condición inescapable del presente neoliberal lo que experimentamos bajo la estructura temporal de la promesa transicional, siempre ya diferida. En este mismo sentido, si por un lado, la única crítica viable al realismo capitalista consiste en mostrar sus contradicciones internas e irresolubles; por otro lado, el proceso constituyente chileno y su fracaso no hacen sino develar la profunda escisión entre capitalismo y democracia, mostrando de paso que la gubernamentalidad neoliberal ya no se sostiene en la vieja filosofía del progreso, sino en la gratificación inmediata en el consumo, lo que demanda una permanente profundización de los procesos flexibles de acumulación, expoliación y explotación, a los que se agrega la deuda como una forma específica de gubernamentalidad. Frente a esto, por supuesto, las demandas por un realismo político responsable no parecen ir muy lejos.
De hecho, cuando Fisher caracteriza el realismo capitalista como una operación compleja basada en una deshistorización y programación de los cuerpos de acuerdo con nuevas lógicas de hiperconexión y producción propias del capitalismo actual, también advierte que el primer objetivo del neoliberalismo fue el de desactivar formas colectivas de imaginación y auto-organización. En el caso chileno, la demonización (o sacralización complementaria) de la Unidad Popular ha impedido la plena recuperación de una memoria relacionada con la autoorganización popular y la fuerza material de sus aspiraciones, posicionando, en cambio, una narrativa culpable que ve el pasado como un error al que nadie querría volver. Esa es la deflación de conciencia que prevalece en las narrativas oficiales chilenas sobre el pasado y el presente, precisamente porque la deflación de conciencia es un requisito para la programación de los agentes neoliberales. Las revueltas aparecen entonces como una interrupción de este realismo, una forma de resistencia y desprogramación que amenaza la funcionalidad del orden neoliberal.
En sus últimas clases, Fisher (2021) intentó recuperar formas de imaginación que, pertenecientes a los movimientos contraculturales de los años 1960 y 1970, fueron rápidamente silenciadas por el neoliberalismo. Para él, ésta es la tarea de un “deseo postcapitalista”; un deseo capaz de contrarrestar la deflación de conciencia y la estupidez general promovida por esta nueva gubernamentalidad. Las brutales consecuencias de esta captura de la imaginación fueron la proliferación y despolitización de las afecciones mentales (síndrome de opulencia, depresión, TDAH, dislexia, etc.) y la falta general de una “futurabilidad” (Berardi 2017) que hacen del capitalismo una especie de segunda naturaleza. A su vez, “Comunismo ácido” fue el nombre de una revalorización de la experimentación psicodélica más allá de la retórica médica y criminalizadora de la biopolítica inmunitaria contemporánea, y esta revalorización fue crucial para recuperar un vínculo con la conciencia histórica que parece hoy más necesario que nunca. De manera similar, las revueltas chilenas no sólo expresan un descontento y un rechazo activo de la gestión neoliberal, sino que también ponen en primer plano una memoria alternativa del pasado; una memoria capaz de cuestionar el carácter propedéutico que caracteriza a las narrativas oficiales sobre el pasado nacional. No sorprende entonces que las narrativas oficiales sean sintomáticamente incapaces de trascender el código lúgubre con el que el pasado mismo es representado por la lógica de la culpa y el error, al tiempo que repiten el mismo código de lectura cuando se trata de las revueltas contemporáneas.
Cinco años después de las revueltas, y con el evidente fracaso del proceso constituyente, siguen abundando los análisis que culpan a las revueltas de esta desastrosa situación, sin prestar suficiente atención a los enclaves autoritarios, los amarres legales y a la deriva corporativa de los partidos políticos y las instituciones del Estado. Precisamente porque culpar a las revueltas permite exonerar los fracasos del progresismo institucional que fue incapaz de traducir las fuerzas sociales movilizadas por las revueltas y convertirlas en iniciativas políticas capaces de transformar el horizonte juristocrático de la democracia chilena. Lo que destaca en estos cinco años no es otra cosa que la perseverancia del excepcionalismo chileno, que exime de responsabilidad a los partidos e instituciones políticas oficiales, atribuyendo, paradójicamente, a las revueltas un potencial destructivo que habría generado tanto esperanzas de democratización efectiva como su propia falla.
Para poder entreverarnos con las consecuencias nihilistas de este realismo capitalista, debemos entonces no solo pensar la singularidad afirmativa de las revueltas, sino renunciar a las soluciones fáciles, las que, sea mediante una estrategia contra-hegemónica o mediante una resurrección de las retóricas ultra-izquierdistas y partisanas, no parecen ser suficientes para pensar el momento actual, sino que quedan estupefactas frente a las dinámicas de un mundo que ya no se detiene a contemplar su propia devastación.
Ypsilanti, septiembre-octubre, 2024.
Este texto corresponde a un capítulo introductorio del libro, El bucle soberano, de próxima publicación.
NOTAS
1 Con el triunfo del “Rechazo” en el primer proceso constituyente, el debate quedó circunscrito al Congreso y a los partidos políticos, los que luego de varias negociaciones, dieron con el “Acuerdo por Chile” sancionado en diciembre de 2022. Este nuevo acuerdo determinó que la nueva convención estuviese compuesta por una comisión de 24 expertos designados proporcionalmente de acuerdo con la representación de los diversos sectores políticos en el Congreso nacional, y un consejo consultivo de 50 miembros, elegido según las normas electorales vigentes. Se mantuvo la paridad de género, pero la representación de minorías y pueblos indígenas pasó de ser 17/155 en la primera convención a 1/50 en la segunda. Así, si la primera convención pareció responder a las demandas masivas por un cambio de constitución, la segunda estaba claramente inclinada hacia el diferimiento de dicha demanda, gracias a lo cual, el resultado general del proceso abierto con las revueltas de 2019 fue, paradójicamente, la relegitimación de la misma Constitución de 1980.
2 Más allá de que la noción de “clase política” haya surgido de la incipiente sociología política de medidos del siglo XIX (Gaetano Mosca), esta noción ha sido utilizada en la literatura especializada para apuntar a las tendencias elitistas y corporativas del funcionariato a cargo de la gestión política y administrativa de los modernos Estados nacionales (Max Weber, Robert Michels, Charles Wright Mills, etc.). De alguna manera, esta clase política es heredera de lo que el crítico uruguayo Ángel Rama llamó “ciudad letrada”, para caracterizar los vínculos entre intelectuales y poder en la historia latinoamericana. Sin embargo, Rama señalaba que la función de esa ciudad letrada era la constante producción y reproducción de hegemonía a partir de la mediación “letrada”, a cargo de intelectuales orgánicos del poder colonial o post-colonial, mientras que ahora, gracias a la desregulación neoliberal y a la proliferación de medios y tecnologías de comunicación, la misma hegemonía ya no requiere de la clásica mediación letrada o intelectual, pues se articula, en cambio, a partir de una operación cibernética que tiende a homogeneizar y estandarizar los procesos sociales para favorecer una liberación creciente de las prácticas de acumulación.
3 Ejemplar, en este contexto, es el paquete de 54 reformas constitucionales plebiscitadas el 30 de julio de 1989, a pocos meses del plebiscito de 1988, que puso término formal a la dictadura y permitió la posterior elección de Patricio Aylwin. Se trata de una serie de reformas que materializan la tensa negociación entre los sectores dictatoriales y las emergentes fuerzas de oposición para dirimir el marco jurídico-institucional que, para algunos, permitirá la transición a la democracia, y para otros, perpetuará la herencia dictatorial en la llamada post-dictadura. Entre estas reformas están la derogación del famoso articulo 8vo relativo a la exclusión, por razones ideológicas, de algún sector político, la derogación de la facultad presidencial sobre el exilio, como también la facultad presidencial para disolver la cámara de diputados y la vinculación del Estado con los tratados internacionales de derechos humanos. Por otro lado, también se consagraron con estas reformas la perpetuación de los senadores designados y el sistema binominal que desvirtúa las elecciones democráticas a partir de introducir mecanismos jurídicos de diferimiento y sobre-representación. En otras palabras, estas reformas no solo permitieron, sino que regularon la misma transición a la democracia. A estas se suman las reformas de 2005, conocidas como las reformas de Lagos, materializadas en la Ley 20.050, la que terminó con los senadores designados, removió a las Fuerzas Armadas de la condición de garantes del orden y permitió al presidente convocar al Consejo de Seguridad, mientras reducía el periodo presidencial de 6 a 4 años. Nada se dice del sistema electoral binominal, ni de la misma existencia del llamado Consejo de Seguridad que, como tal, es una anomalía constitutiva de la gubernamentalidad securitaria neoliberal.
4 Rodrigo Karmy (El fantasma portaliano, 2022) identifica como matriz central de esta tradición anti-democrática a la figura o fantasma portaliano, el que funciona como un dispositivo de gobierno cuasi-trascendental en la historia nacional; un dispositivo que se reactiva inmunitariamente frente a cada una de las coyunturas críticas por las que ha atravesado el Estado.
5 Lejos de sostener que el neoliberalismo es una simple supresión de la política, a partir del privilegio de los procesos mercantiles automatizados, habría que pensar el neoliberalismo como un cambio en la naturaleza misma de la política, la que ahora queda plegada a los procesos de acumulación y valoración. Ver, por ejemplo, Carlos Ruiz Encina quien intenta un análisis regional de este cambio en su volumen titulado La política en el neoliberalismo. Experiencias latinoamericanas (2019).
6 No hay que perder de vista que el Lawfare surge de una serie de estrategias geopolíticas orientadas a avanzar objetivos militares por medios no violentos o convencionales, y, como tal, expresa una mutación en el concepto y en la práctica misma de la guerra contemporánea (Orde F. Kittrie, Lawfare. Law as a Weapon of War, 2016). Sin embargo, también constituye una estrategia política de neutralización y deslegitimación utilizada en el contexto neoliberal, y sobre todo, en América Latina, donde ha servido para reposicionar a los sectores conservadores frente a la emergencia de una serie de gobiernos progresistas en las décadas previas (Silvina María Romano, Lawfare. Guerra judicial y neoliberalismo en América Latina, 2019). De hecho, si el Lawfare puede ser visto como una continuación judicial de la guerra, también puede ser visto como una variación legal de la teoría clásica del golpe de Estado, es decir, como una forma de la stasis disfrazada de procedimiento judicial (Arantxa Tirado Sánchez, El Lawfare. Golpes de Estado en nombre de la ley, 2021).
7 Recordemos que ya en 1997, en su libro Chile actual. Anatomía de un mito, Tomás Moulian caracterizaba la transición chilena como un transformismo gatopardista, es decir, como un tipo de “revolución pasiva” que, prometiendo cambiar todo, no cambiaba nada, consagrando así el orden vigente. “Llamo ‘transformismo’ al largo proceso de preparación, durante la dictadura, de una salida de la dictadura, destinada a permitir la continuidad de sus estructuras básicas bajo otros ropajes políticos, las vestimentas democráticas. El objetivo es el ‘gatopardismo’, cambiar para permanecer. Llamo ‘transformismo’ a las operaciones que en el Chile Actual se realizan para asegurar la reproducción de la ‘infraestructura’ creada durante la dictadura, despojada de las molestas formas, de las brutales y de las desnudas ‘superestructuras’ de entonces. El “transformismo” consiste en una alucinante operación de perpetuación que se realizó a través del cambio del Estado. Este se modificó en varios sentidos muy importantes, pero manteniendo inalterado un aspecto sustancial” (1997: 145).
8 En Constitucionalismo del miedo (2010), Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle muestran las pulsiones conservadoras que llevaron a Jaime Guzmán a diseñar una constitución que no solo fuera capaz de prevenir o controlar el impulso estatizador (y nacionalizador) del gobierno de Allende (cuestión que amenazaba la condición sagrada de la propiedad privada), sino que pudiera asegurar un fundamento sólido para el orden nacional, articulado por los referentes clásicos del pensamiento conservador. Sin embargo, al pensar la constitución como un dispositivo orientado a prevenir el reformismo estatal, la misma constitución terminó por debilitar al Estado nacional, dejándolo indefenso frente a los circuitos cada vez más agresivos del capital global. La consecuencia paradójica de este virtuosismo decisionista no es sino la apertura hacia la desregulación general de la economía y de la política, incluso más allá de las nociones tradicionales de propiedad. Es esto lo que tempranamente llevó a Willy Thayer (La crisis no moderna de la universidad moderna, 1996) a caracterizar al golpe como transición desde el Estado al mercado, destacando las consecuencias que esta transición tuvo para la misma idea de universidad nacional.
9 Para una genealogía de las diversas variantes del pensamiento conservador y reaccionario hispanoamericano, ver Claudio Aguayo, Imaginación conservadora y miedo a las masas (2024).
10 En efecto, estos paros y protestas nacionales que, desafiando la férrea represión dictatorial, abrieron la posibilidad de la misma transición, fueron concebidas por la llamada “transitología” nacional como manifestaciones de una crisis anómica, sobre la que era imposible fundar un régimen democrático. Para hacerlo, había que canalizar esas manifestaciones anómicas hacia las instancias políticas institucionales, favoreciendo el fortalecimiento de una institucionalidad todavía fuertemente limitada por el marco dictatorial. Ver, como caso ejemplar, el análisis de Eugenio Tironi en su Autoritarismo, modernización y marginalidad (1990).
11 En esta inspirada reflexión sumaria, Richard expone su apreciación de la confección de la banda presidencial como sinécdoque de una traductibilidad política que permitiría romper con el lenguaje fundacional de la revuelta y sus filósofos: “Las dieciséis mujeres que, con esmero y dedicación, le cosen la banda presidencial a “Gabriel”, como ellas lo llaman, van estudiando la calidad del género, deliberan sobre la intensidad de sus brillos (del raso opaco a la sutileza del moiré) y se pronuncian sobre el peso y la caída de la tela, resolviéndolo todo comunitariamente como si fuese una cuestión de Estado. Esta es entonces una banda presidencial que, por primera vez en la historia de la República, lleva adherida a su tela varias memorias populares […] Es la primera vez que, en la historia de Chile, una banda presidencial posee un revés de la trama que, al ser femenino y artesanal, popular, traslada el decoro y la ornamentalidad del poder a una lengua menor” (Richard 2024: 106). Pero, esta “lengua menor” de la que habla Richard, curiosamente tiñe con ribetes artesanos y populares una banda presidencial y una escena de investimiento soberano, transitando en su misma utilidad (destacada por la lectura de Richard), hacia las resonancias oficiales de una nueva etapa de la infinita transición chilena. En otras palabras, la lectura de Richard funciona como una sobre-costura que hace resonar la lengua menor de las artesanas y tejedoras de la banda en el horizonte mayor del teatro soberano chileno.
12 En última instancia, el problema de fondo con la cuestión de la traducción y de las articulaciones hegemónicas radica en la misma noción logocéntrica de lenguaje o discurso, cuestión que se verifica en la reducción entrópica de la complejidad a partir de procesos de estandarización y simplificación que operan como traducciones cibernéticas del sentido del mundo. En efecto, las nociones implícitas de lengua, traducción y articulación que organizan la teoría y la práctica de la hegemonía y la contra-hegemonía siguen siendo problemáticas.

