Toni D’angela / Catástrofe, cliché, lucha

Estética, Filosofía, Política

Adorno, en Dialéctica negativa, publicada en la época de la escalada en Vietnam y en vísperas del mayo del 68, recordaba, junto con Engels, que la cantidad se invierte y se convierte en cualidad: los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial y de los campos de concentración no pueden sino alterar la estructura de la vida cotidiana de un Occidente pacificado y dividido por el Muro. El asesinato burocrático e industrial de millones de personas demostró que el individuo ha sido desposeído incluso de “la última y más miserable cosa que le quedaba”. El morir de aquellos millones de seres humanos se ha quedado, por así decirlo, pegado a quienes aún viven. Los saltos trágicos y finales de Celan y Levi (“culpa radical del que fue salvado”, decía Adorno) son la manifestación más asombrosa de este “dolor incesante”, el grito de las figuras aplastadas de Bacon: cuerpos visibles que padecen una “deformación creativa por parte de la fuerza” (Gilles Deleuze, Sulla pittura, Einaudi 2024). Fuerzas invisibles que son la objetivación del estado demoníaco que los artistas, suprimiendo el espectáculo, saben capturar con alegría.

Ya no hay mucho que temer, escribía Beckett. “El genocidio es la integración absoluta que se prepara en todas partes, donde los hombres son homogeneizados” (Adorno, Dialéctica negativa). El totalitarismo de las mercancías es el aniquilamiento de lo no-idéntico, la culminación y cumplimiento del proyecto totalitario cuyo fin, como escribió Arendt, era extirpar lo impredecible. Los dispositivos algorítmicos de hoy son mucho más potentes que las máquinas fordistas de los campos de concentración, más capaces de canalizar los flujos y extirpar la imprevisibilidad. Todo está ya fotografiado, mirado y filmado –decía Debord en aquellos años. Es el problema de Bacon o Richter. ¿Con qué ojos contemplar un mundo que ya es, como el Mabuse de Fritz Lang, mil ojos? Un mundo que es imagen, cliché. ¿Cómo suprimir el espectáculo? Deleuze dice que Bacon pinta “un espectáculo tremendo y una boca que grita ante este espectáculo” (Deleuze, SP); pone en catástrofe los clichés de la industria cultural, modelo de toda la producción y reproducción sociales.

Después de 1945, en pleno apogeo de la “barbarie administrativa”, es decir, la sociedad de consumo, el arte –decía Deleuze en sus lecciones de 1981, año en que publica Francis Bacon. Lógica de la sensación– se vuelve catástrofe. Los espantapájaros de Giacometti y Baselitz, los cuartos de carne de Bacon, las “imágenes de imágenes” de Richter y Morley, son como un corte que pone en catástrofe los cuerpos mezclados y amasados en la objetivación cenagosa de la historia en tanto “sumidero” y “porqueriza”. La barbarie es el entorno audiovisual que interpela y posiciona, sojuzga subjetivando a través de los clichés. Si es así, entonces –sugiere Deleuze– el arte es cosmogénesis porque, al limpiar el lienzo de los espectáculos, provoca que emerja una emoción, un color o una línea y hace surgir el ojo. Crary (Tierra quemada) recuerda que Ruskin, hacia 1860, en plena Segunda Revolución Industrial, notaba que el ojo humano empezaba a perder la capacidad de captar las sutilezas entre los colores. No sorprende que Ruskin defendiera aquel Turner admirado por Rosa Luxemburg. El arte, para usar la expresión de Serres, es esa “primera catástrofe o corte en lo indefinido que fija una primera frontera” (Serres, L’ermafrodito), castración que abre la “sopa primigenia” de los clichés y fantasmas: nos da acceso a ese mundo administrado y lacerante. El arte como práctica de apertura y vía de fuga, boca y luz, transforma.

Pensar implica un esfuerzo, escribe Adorno, una fatiga que es motor de la necesidad ontológica, necesidad de pensar, pensar como un hacer. Es la necesidad que nutre la pintura de Bacon o de Richter. Si falta esta necesidad, entonces la cultura no es más que basura, “paisaje sin resistencia” y rendición a la “envilecimiento” y a la representación. Adorno observaba que el terremoto de Lisboa desbordó la teodicea de Leibniz. Pero la catástrofe natural es mínima si se compara con la catástrofe social que hace añicos la metafísica –que muere en Auschwitz.

La catástrofe, explica Deleuze, no es el “sujeto” de los cuadros de Turner sino el acto mismo de pintar. A las avalanchas y tormentas de Turner corresponde la catástrofe de las formas: estas se desvanecen. Pérdida de luz fija, disolución del cono luminoso, colapso de la distancia y la termodinámica del esfumado son los signos de lo que Crary (Las técnicas del observador) llamó la abstracción visionaria de Turner. Pero ni siquiera los cuadros catastróficos de Morley tienen como “sujeto” las catástrofes. Que el apartheid, Vietnam o incluso un terremoto sean catástrofes es seguro. Pero aquellos cuadros de los primeros años setenta son rupturas, colisiones y descomposiciones que jalonan la “catástrofe semiótica”, de la que hablará Baudrillard en los años setenta. Desde 1970, Morley inicia la serie de las “catástrofes” pero quizá más que abandonar los “fidelity paintings” de 1965-70, hace explícito lo que estaba implícito: las imágenes de imágenes ya son esta catástrofe: el espectáculo de los clichés. Son los años en que Godard orquesta la crítica de la economía política de la audiovisión y Martha Rosler desvía el uso y el significado de los signos que circulan a través de los medios de masas. El Hiperrealismo ya es catastrófico: es una imagen que tiene como referente una imagen degenerada a través de la reproducción en masa. Una copia fiel al modelo que –como sostenía Baudrillard– ya es imagen. Los cuadros de Morley son simulacros que anticipan la reflexión sobre el intercambio simbólico de Baudrillard. La ruptura catastrófica de los cuadros de Morley, observa Lebensztejn, es ese desgarrón. Los Angeles Yellow Pages (1971): catástrofe que es terremoto; significante y significado coinciden. Cada vez resulta más difícil desprender el significado del significante. Morley es catastrófico incluso en sus “fidelity paintings”. Lo suyo es un espectáculo contra el espectáculo: no es la representación de la vida cotidiana en la sociedad opulenta, sino la representación de la representación –como ya en Velázquez, la figuración. Los datos prepictóricos, dice Deleuze, los fantasmas, los espectáculos, las imágenes de la mercantilización de todo lo existente se ven catastróficamente trastocados por el acto de pintar de Morley, del cual emerge el hecho pictórico que nunca es meramente ilustrativo.

Después del horror de Auschwitz, el arte ha sido desafiado por este terror audiovisual. A la catástrofe del horror corresponde la catástrofe de la semiótica. La representación del Holocausto a través de películas y series de televisión, pero también de obras de arte: baste pensar en Kiefer y Beuys. Buchloch recuerda que Richter, en comparación con Kiefer y Beuys, siempre ha sido mucho más severo y riguroso. Adorno ya había advertido sobre el peligro de estetizar el sufrimiento por parte de artistas con “buena fe” y políticamente comprometidos. Pero si estos se limitan a la representación, de ahí no puede salir nada más que kitsch. La representación es pornográfica porque aísla el sufrimiento del evento. De ahí que en los paneles de Atlas de 1967, Richter yuxtapusiera imágenes de los campos de concentración e imágenes pornográficas. El medio es el mensaje, ¿no? Representar el Holocausto es banalizarlo y la burguesía cómplice del nazismo financia todas estas reconstrucciones de la memoria.

Buchloch ha escrito que el análisis de la “recepción” de la obra de arte –tan central en el Minimalismo y en el Arte Conceptual–, además de inmanente a sus significados y funciones, depende de “external factors” y del “social positioning”, es decir, del segmento de cultura que ocupa la obra de arte dentro de ese sector de la industria cultural llamado “art world”. No pocas prácticas artísticas abrazan con entusiasmo la institucionalización y la incorporación del arte en la industria cultural. Hay artistas que tienen un éxito planetario y que complacen a coleccionistas y museos, y otros que, en cambio, son desatendidos por ser menos “colaboracionistas”. Hay artistas que se instalan en lo que Franco Fortini llamaba el “conglomerado”, que fortalecen y legitiman lo que Marcuse llamaba “cultura afirmativa”. En resumen, existe un arte hegemónico que afirma la cultura de los grupos dominantes y otro arte que es crítico y un contraataque a esa misma cultura: John Heartfield entre los años diez y los treinta, Rosler desde finales de los sesenta y hoy día el de Thomas Hirschhorn. También el arte de Hans Haacke es contrahegemónico, resiste a lo que Raymond Williams llamaba “selective tradition”, por la cual ciertos significados y prácticas se eligen y promueven mientras otros se excluyen. Haacke fue un artista marginado incluso en su natal Colonia, que censuró una exposición suya en 1974 porque una de sus obras documentaba cómo el presidente del museo de Colonia Wallraf-Richartz-Museum había sido un importante jerarca nazi. El banquero Hermann Joseph Abs, que en los años setenta se dedicaba a hacer funcionar la cultura en la democracia liberal de la Alemania Occidental, se había enriquecido tanto bajo Hitler como bajo Adenauer. Haacke, observa Buchloch, atacó la función de domesticación del arte que llevan a cabo los dispositivos del liberalismo y que transforman el arte en uno de los sectores del mercado económico, articulándose en potentes instituciones de control que prefieren y promueven un arte rebelde pero decorativo, crítico solo dentro de los espacios controlados como museos, galerías o fundaciones, para contener así la disidencia y evitar que se extienda fuera de esos espacios institucionales, quizá por las calles.

Richter, como Haacke, se plantea cómo representar la historia magnífica y progresiva de la democracia de la Alemania Occidental y no solo. En su serie de los “Birkenau paintings” (2015) afronta el Holocausto a través de pinturas abstractas que no suprimen las referencias históricas. Richter es riguroso y sabe muy bien, aún más que en 1967, que sus obras corren el peligro de ser convertidas en espectáculo, como las famosas torres de Kiefer. El Holocausto se ha convertido desde hace tiempo en un “tema” y Richter es un artista célebre. Richter se interroga sobre las condiciones de producción y recepción de sus imágenes en una época en la que la reproducibilidad digital aumenta la escala de la difusión de las imágenes y los clichés. Richter, explica Buchloch, parte de cuatro tomas anónimas hechas por un prisionero del campo de concentración, que Didi-Huberman ya había publicado y comentado. Fotos que son testimonio y no representación. Richter decide transformar estas fotos en pinturas, retomando de algún modo la serie incisiva y acerada de 1987 sobre la banda Baader-Meinhof. Richter vacila de manera problemática entre la eliminación y la representación. La elección de la abstracción atestigua la imposibilidad fundamental y radical de representar el Holocausto. La vacilación es consciente y problemática porque esos colores, esa textura y esa gestualidad siguen caracterizando cuadros que permanecen dentro de lo “artístico” y “estético”. Sin embargo, mientras que los anteriores y célebres cuadros abstractos de Richter suelen ser un “aleph” cromático, en la serie de los cuatro grandes “Birkenau paintings” el espectro de colores se reduce, si no se vuelve bipolar: gris y rojo, blanco y negro; el cromatismo es conflictivo. El tono dominante, por lo demás, es el gris de la serie de 1987. La vacilación es conflicto, una catástrofe de los datos pictóricos, una vía de escape de la conmemoración ritual y domesticada. El color no embellece el horror ni lo reconcilia. En el hecho pictórico no quedan rastros visibles de aquellas fotos vueltas cuadros, salvo en el título. Richter decidió duplicar digitalmente los cuatro cuadros y exponer tanto los originales como los duplicados, opuestos en el montaje expositivo. El espectador quedaba atrapado en esa cuadrícula. El original y el múltiple son constantes en toda la carrera artística de Richter y esta partición no sorprende. Pero, señala Buchloch, la decisión de la duplicación digital suspende esa falsa monumentalidad del original que, de otro modo, podría haberse prestado a la función de conmemoración espectacular. Finalmente, Buchloch observa que Richter decidió vender los dos conjuntos de copias digitales, pero no los 4 originales. Como diciendo: lo que está destinado al mercado no son más que imágenes de imágenes. Las reproducciones digitales, señala Buchloch, por un lado generalizan y deshistorizan las condiciones de la violencia y por el otro, deshistorizan la herencia de los campos más que subrayar la condición única de la Shoah. Es la cuestión dilemática por excelencia: ¿puede conceptuarse la Shoah o no? ¿Puede analizarse en términos socioeconómicos e históricos o corresponde únicamente al ámbito teológico? Richter problematiza y no es asertivo como lo son las torres de Kiefer. Richter separa sus originales de las reproducciones pero al final estas circulan, multiplicando el horror de la Shoah. La catástrofe no es solo la de los campos. “La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de emergencia’ en el que vivimos es la regla”. Benjamin lo escribe en 1940, en su último texto, que confió a su amigo Adorno. Benjamin llamaba al progreso catástrofe, “tempestad” que vuelca ruinas sobre ruinas. Después de 1945 el progreso se volverá crecimiento: hoy se habla de sostenibilidad.

Catástrofe, para Lyotard, es también el “zip” de Barnett Newman. El Ser como donación, relámpago que catastrofa y separa. La catástrofe como acontecimiento. De hecho, las esculturas de Giacometti –escribía Sartre– expresan la “voluntad de situarse en el comienzo del mundo”; sus siluetas indistintas que caminan en el horizonte modelan la idea de que todo está aún por hacerse para el hombre. Es la catástrofe la que hace derrumbar toda representación del Holocausto que, de hecho, Richter más que representar, figurará. “La representación consiste en esto: cuando no sale nada, cuando nada salta fuera del marco: del cuadro, del libro, de la pantalla”, escribía Barthes en El placer del texto. Pero un cuadro no debe representar ni contar nada, decía Deleuze en sus lecciones. “Esa es la base. Si queréis contar algo, debéis ejercitaros en disciplinas narrativas”. Deleuze hace eco del paradigma formalista de Greenberg –al que cita–, y quizás incluso de la “significant form” de Bell –que no cita–. La representación no es más que una figuración obstruida por otros sentidos, coartadas, denotaciones, etc. La figuración, en cambio, es una aparición erótica e intensa, pero sobre todo diagramática y nunca imitativa. Richter, como recuerda Buchloch, empezó a recolectar imágenes y fotografías de los campos de concentración a principios de los sesenta. Son tomas de fotógrafos que acompañaban a las tropas de Estados Unidos. “Si no atravesáis el caos-catástrofe os quedaréis prisioneros de los clichés” (SP), repite Deleuze. Richter lo atraviesa, los pone en el lienzo, ensambla esas imágenes con fotografías pornográficas en el escandaloso Atlas, yuxtaposición insoportable salpicada, además, de colores “Pop”. ¿Es menos escandaloso guardar la memoria en un museo que igualmente se convierte en un espectáculo para ser consumido en paz? La cuestión de Richter, al menos hasta la serie de cuadros sobre Birkenau, es la siguiente: cómo y en qué medida las “representaciones icónicas de la memoria del Holocausto podrían corresponder al deseo social y subjetivo de conmemoración y representación”. O, mejor dicho –escribe Buchloch–, “por el contrario, quizá es una de las tareas del artista problematizar cualquier forma de recepción mediada icónicamente de lo irrepresentable y, por tanto, deslegitimar cualquiera de estos intentos”. Richter inscribe su labor de deconstrucción de los archivos en esta dialéctica entre la necesidad de una reconstrucción icónica y memorística, y la negación de que la imagen pueda cumplir esa función. La abstracción de Richter está enraizada en la catástrofe de la Alemania nazi y en la de aquella que borró esa catástrofe.

Para Deleuze, la pintura mantiene una relación especial con la catástrofe. Cita los célebres cuadros de Turner que “representan” tempestades y remolinos o los vasos a punto de caerse en Cézanne. Pero el punto crucial no es la representación, lo que pintan o cuentan. Deleuze “revalora” ese paradigma reduccionista de Greenberg que Steinberg y Krauss habían cuestionado en los setenta. Catástrofes naturales o no, lo que importa no es el contenido representado, sino que la pintura es esencialmente catástrofe, caída, tormenta, remolino y desequilibrio. En Turner hay avalanchas, pero lo que impresiona a Deleuze es que el acto mismo de pintar sea catastrófico. La pintura como estructura al borde del abismo. Catástrofe es que las formas se vuelvan una hoguera y que, desde esa catástrofe, desde esa hoguera, surja, como una emoción, el color. El acto de pintar pasa por el caos y la catástrofe. Eso que Paul Klee llama “huevo” surge precisamente de esta catástrofe.

Deleuze habla también de Van Gogh, Pollock y Bacon. En Cézanne la catástrofe es geológica, el inicio del mundo; pinta el alba del mundo, como decía Merleau-Ponty. Después del caos surgen las formas y los colores. Los matices emergen de las danzas químicas de Turner. La catástrofe es limpiar el lienzo, incidir en las condiciones prepictóricas, en los datos que preexisten. Y después de 1945, los datos que preexisten son precisamente la catástrofe: Auschwitz e Hiroshima y la conversión del mundo en imagen. Catastrofarse ante la catástrofe semiótica, es decir, ante los datos, los clichés, las imágenes que circulan y cubren el mundo entero, incluso las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. La catástrofe no son solo la avalancha o la tormenta, sino también el acto mismo de pintar; y la catástrofe no son solo las cámaras de gas, sino también el espectáculo conmemorativo de aquel horror y el espectáculo del totalitarismo de las mercancías.

Deleuze recuerda que del caos abisal surge la aurora del mundo en Cézanne, cuando la geometría es todavía geología. Génesis del ojo y de la pintura. Pero, como se ha dicho, es también el problema de Bacon o Richter después de las cámaras de gas, la bomba atómica y la mercantilización planificada de todo lo existente. No hay ojo que sea puro e incontaminado: el mundo está lleno de ojos, de clichés, de imágenes y fotografías. Este diluvio catastrófico de Turner o Cézanne, observa Deleuze, puede verse también en Bacon, que siempre ha intentado limpiar el lienzo. “La lengua se carga de fango, único remedio entonces retirarla y darle vueltas en la boca: tragar o escupir el fango, se trata de saber si es nutritivo; y, como suelo beber a menudo, tomo un bocado, es uno de mis recursos, lo mantengo un buen rato en la boca, se trata de saber si, tragado, me nutriría” (Beckett, Immagine). El lienzo nunca está inmaculado y blanco; está “cargado de fango”. En el lienzo se amontonan los clichés, los fantasmas y los horrores cotidianos. Tempestad-caos es limpiar el lienzo de los datos que constituyen la condición prepictórica. Tras el acto que pone en catástrofe los datos, emerge el hecho pictórico, la emoción, mediante una suerte de diagrama que, como también sabía Barthes, nunca es imitación. Barthes y Deleuze hablan del diagrama: un esquema, un trazo, una escritura, un juego de ajedrez, un desplazamiento y redistribución. Pero ya Merleau-Ponty en El ojo y el espíritu hablaba del diagrama. El fenomenólogo de la escritura felina observaba que lo imaginario está a la vez cerca y lejos de lo fáctico. Lejos porque el cuadro es lejano al ser un análogo, un segundo cuerpo que ofrece a la mirada lo que reviste interiormente lo visible, es decir, la “estructura imaginaria de lo real”; y cercano porque es “el diagrama de su vida en mi cuerpo, su pulpa”, el diagrama es ese “repliegue carnal expuesto por primera vez a las miradas”. Por eso, prosigue Merleau-Ponty, se comprende que Giacometti dijera que le interesaba la semejanza. Esta no es imitativa sino diagramática. La semejanza es lo que me hace descubrir el mundo. Pero para ello se requiere un entrenamiento: es la limpieza baconiana del lienzo. El diagrama, decía Deleuze, es esa zona limpia, lo que salta a la vista es lo que Bacon llamaba Figura, que no es figuración, imitación ni representación. Representar tanto la Historia como la alienación es indecente. Escribe Jean Louis Schefer al inicio de su Escenografía de un cuadro: “Si el cuadro es analizable en términos de sistema sin ser una lengua, se debe también a que lo que representa no es lo que figura”. La figura está disimulada mediante la implicitación de todo lo que presupone. Descomponer una imagen es descubrir los textos que implica, es decir, los clichés de los que Bacon quiere liberarse para hacer aparecer eróticamente el cuerpo.

El diagrama, al igual que la cuadrícula según Rosalind Krauss, silencia el lenguaje, todos los discursos en torno a la pintura reducida a representación, “literatura”, vehículo de un mensaje. Por lo demás, la cuadrícula de Ad Reinhardt, a pesar de los cuadrados negros, remite igualmente al símbolo de la cruz. En definitiva, “el poder simbólico” de las referencias culturales no puede sortearse tan fácilmente. Al menos a nivel estructural, esos cuadrados plantean la cuestión de las relaciones entre lo sagrado y lo profano. La cuadrícula de Agnes Martin tal vez sea más radical: desestabiliza, descentra y desplaza. Permanecemos siempre, según si la miramos de lejos o de cerca, ya sea del lado de la lógica o del de la ilusión. Ciertamente, ahí ya no aparece representación alguna.

Bacon, para Deleuze, pinta el horror precisamente porque se deshace de la representación y la ilustración que median y atenúan el horror. Por eso su pintura resulta espantosa, como algunos “fidelity paintings” de Morley. El horror en Bacon es el grito, mientras que en Morley el horror es la vida reducida a postal. El horror, como la carta robada de Poe, es lo que no se ve precisamente porque es invisible, una transparencia aterradora, nuestra propia existencia espectral convertida en un espectáculo. “Lo terrible nunca es lo que se ve, es otra cosa”, decía Deleuze en sus lecciones. Para Heidegger –el de “La época de la imagen del mundo” (1938) y “¿Para qué poetas?” (1946)– el peligro no es la técnica estrechamente vinculada al proyecto de aniquilación totalitario. El peligro es el destino del des-ocultamiento. La amenaza no procede de las máquinas ni de los aparatos técnicos (que, por supuesto, pueden tener efectos mortales), sino de que esa amenaza ya ha alcanzado al hombre en su esencia. El dominio de la im-posición que desvela lo real en tanto fondo, es decir, la técnica que niega al ser humano la posibilidad de recogerse en un des-ocultamiento más originario. El dis-poner pro-ductor del hombre, en particular el moderno, que reduce el mundo a imagen, dispone el mundo en función de sí, expone las cosas para venderlas y consumirlas, de modo que lo abierto es solo aquello que está enfrente. La tierra y el hombre mismo se convierten en material. Es la versión heideggeriana del “espíritu” del capitalismo. ¿Huir hacia adelante? Adorno, que no tuvo complicidad alguna con el nazismo y no tenía nada que hacerse perdonar, es igualmente implacable con las democracias liberales en las que libremente se consuma la extinción de lo humano que ni siquiera el nazismo supo totalizar.

Para Adorno, lo de las democracias liberales es un “mundo administrado”. Si las cámaras de gas muestran macabra y trágicamente que el cadáver es un mero accesorio, que los vivos ya están inspeccionados en tanto muertos, la producción en masa del fordismo –y la organización científica del trabajo no es para nada incompatible con los campos de concentración– reduce a los vivos a entidades abstractas e intercambiables. La destrucción biológica de los nazis queda subsumida en una planificación social más general que reduce a la humanidad a producir y consumir. Un matadero dominado por potencias objetivas. No hay más que pálidas marionetas sin vida, encajadas en engranajes cuyos dispositivos generan formas de vida alienadas. Son los cuerpos aplastados y contraídos de Bacon, las figuras de trapo de Baselitz, las imágenes de la historia y del consumo puro de Richter y Morley. La vida, por medio de la mediación de la producción, queda reducida a caricatura, como en un cuadro de Morley. La vida es imagen de imagen, a la que responde la pintura de Richter. El sujeto está disuelto, pero aún no ha renacido: es la materia frágil de Giacometti. Entonces, el acto pictórico de Bacon es catastrófico porque suprime el espectáculo. A la catástrofe del curso del mundo, la de las cámaras de gas y la semiótica, corresponde el gesto pictórico capaz de poner en catástrofe “las potencias diabólicas que golpean la puerta”, afrontando el horror (de las cámaras de gas) y la abyección (la mercantilización de lo existente).

El diagrama, para Deleuze, es esta tensión entre la condición prepictórica de los datos figurativos, los clichés –porque, como repite varias veces, “el lienzo ya está lleno” de horror y abyección– y el acto pictórico del cual luego surge el hecho que tacha el espectáculo. El diagrama es la “zona limpiada”.

Hacia finales de los años cincuenta estaba ya claro que el tardomodernismo se había convertido en una suerte de academia, tal vez incluso integrado en el lenguaje de los medios de masas. Kaprow escribía que Pollock había realizado pinturas tan hermosas que destruían la posibilidad misma de la pintura. Línea y mancha transforman la forma, son descomposición de la materia; rasgos, coágulos, granulaciones. Una catástrofe. Pero, ¿acaso no había sido ya una catástrofe la fotografía?

En 1859, Baudelaire publica un ensayo titulado “El público moderno y la fotografía”, donde escribe que la verdad de la fotografía mata la belleza, porque la fotografía reproduce lo verdadero, o sea, la realidad desagradable y degradada del industrialismo. En 1927, Moholy-Nagy piensa que la misión de las imágenes fotográficas no es revelar la belleza –aunque con un lenguaje distinto al de las bellas artes–, sino difundir una nueva manera de ver y dar a conocer las cosas. Benjamin se sitúa en este trasfondo cuando investiga la fotografía en “Pequeña historia de la fotografía” (1931). La fotografía revela un inconsciente óptico en el sentido de que la naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla al ojo humano.

Bacon, también recuerda Deleuze, reflexionó sobre la fotografía. La pintura ya no puede ser ilustrativa ni documental después de la fotografía. Bacon, señala Deleuze, retoma esta idea de Malraux, sin contar con que la fotografía nunca es simplemente representativa. De hecho, es el propio Bacon quien complica la relación entre pintura y fotografía. Si pintar no es reproducir en un lienzo en blanco, se debe a que ya existe la figuración, hay ya datos figurativos, existen por ejemplo fotos que circulan por todas partes: estamos asediados por fotos. Hoy más que en 1945 o 1970. El taller de Bacon estaba repleto de fotografías, o sea –escribe Deleuze– de “percepciones ya hechas” que informan desde siempre la mano y el ojo del pintor. En las lecciones, Deleuze dice: “Vivimos en un mundo de clichés” (SP). Era 1981. El lienzo está infestado de estos fantasmas: incluso el gesto del pintor se convierte en un cliché. “Hay una producción, una reproducción infinita de clichés que hace que su consumo sea extremadamente rápido” (SP). Las reproducciones y representaciones cargan desde siempre la percepción del pintor. Deleuze escribe que Bacon no reprocha tanto a la fotografía su carácter representativo, sino que aplasta la sensación. La fotografía puede plantear la sensación pero solo a condición de maltratar los clichés, los fantasmas y las imágenes, aunque se corra el riesgo de una deformación artificiosa.

¿Entonces Bacon detesta las fotografías? Más bien se fascina con ellas, hace retratos a partir de fotos, pero considera que la fotografía se ve “demasiado” para ser arte. El problema de Bacon no es el de Baudelaire. No piensa que la fotografía sea fiel, sino que parece “demasiado” fiel para serlo de verdad, a diferencia de la pintura que, entonces sí, sería (simplemente) fiel. Bacon, como escribe Sollers, quería pintar la sensación y no el espectáculo. Barthes, en La cámara clara (1980), dice que la foto no se distingue de su referente. El referente, lo que la foto significa y reproduce, el significado, se adhiere a la fotografía, al significante. Para contemplar el significante fotográfico se necesita un enfoque –ese gradiente estético que Bacon no reconocía en la fotografía. Esto vale aún más para la pintura de Morley.

¿Qué hacer? ¿Cómo puede el pintor liberarse de los clichés cuando incluso la pintura corre el riesgo de convertirse en otro cliché y cuando la publicidad reutiliza los lenguajes de las vanguardias? Deleuze recuerda que los pintores se sirven de la fotografía para limpiar el lienzo. Es paradójico. Es el caso de Gérard Fromanger, que recurre a fotos que no son tomas artísticas. Le pide a alguien que lo acompañe por la calle y tome fotos de algo –una tienda, una esquina– que le despierte cierta emoción, y luego él selecciona las fotos no según su calidad artística, porque son tomas banales, sino según su imaginación. El acto de pintar empieza cuando selecciona entre todos esos datos figurativos vulgares, fotos en blanco y negro. Su selección es la limpieza baconiana, la catástrofe de la que comienza a emerger un color. La elección del color, el acto pictórico, hace surgir de todos esos datos el hecho pictórico. Este acto es una vez más diagramático: es la relación de conjunción y disyunción entre la fotografía y la pintura. El diagrama ciega las formas de cegamiento de la fotografía, expulsa los clichés. Fromanger, por tanto, convoca los clichés para maltratarlos. Sollers escribía que existe un espectáculo contra el espectáculo, es decir, “un conjunto de imágenes forjadas contra las imágenes”. Tal vez estemos en el centro de la pintura no solo de Fromanger o Morley, sino también de Bacon y Richter, artistas unidos por esta lucha contra los clichés.

Sollers recuerda que Bacon no está interesado en la representación ni en el inconsciente óptico, aunque no puede evitar confrontarse con él, pues —escribe Sollers— “en cada instante fluyen imágenes, se hacen cuentas, circulan y se anulan informaciones”. Es la espectacularización de la vida cotidiana por la cual vivimos definitivamente dentro de una película, o más bien, en una mala película, como habría dicho Rossellini. Esto valía para Bacon en los años cincuenta y sesenta y vale aún más para nosotros. Todos estamos “intoxicados, veinticuatro horas al día, por la espectacularización planetaria”, escribía Sollers en 1996, cuando esta espectacularización todavía no había alcanzado los niveles de 2025. Por eso Bacon quiere alcanzar un inmenso y razonado desorden de todos los sentidos, ya anestesiados por la estetización de la vida cotidiana: “diluvio anestésico de imágenes que reprime la posibilidad de pensar”. Inmenso y razonado porque, como recordó Deleuze, Bacon —con sus círculos y paralelepípedos— no se hunde como Pollock. La pintura de Bacon quiere ser directa y cruel, quiere “escupir la verdad a esta fuerza de ocupación” y hacer colapsar en la cabeza todos estos clichés; su cabeza grita porque está llena de clichés.

Los cuerpos, dice Deleuze, están aplastados por este diluvio, doblados por el peso de estos fantasmas y quieren huir, como su “Figura en el lavabo” (1976). La espalda de la figura, su cuerpo, está inclinado, retorcido y sometido a torsión por fuerzas invisibles. Es la catástrofe. A través de esos movimientos, el cuerpo tiende a escapar, quizá zambulléndose en la tubería del lavabo. Es un cuerpo abyecto que huye por todos lados, buscando un orificio para escapar.

Figura no es figuración. Las figuras visibles de Bacon, decía Deleuze en sus lecciones, están deformadas por estas fuerzas invisibles. Su diagrama es el lugar de encuentro entre fuerzas y formas. La carne de Bacon desciende en los huesos visibles porque está aplastada por el peso de estas fuerzas invisibles. Deleuze subraya que Bacon no pinta el horror, no ilustra ni narra la historia que genera el horror. Sus crucifixiones son espantosas porque los trozos de carne gritan y las bocas abiertas aúllan. El horror es el de los campos de concentración, pero la cantidad de muertos producidos a escala industrial en los lager se convierte en el terror apacible de la sociedad de consumo. El grito de Bacon es ese terror. Relatar el horror es fácil, dice Deleuze; ya es un cliché y, diría Adorno, después de Auschwitz resulta incluso indecente. Bacon es más sobrio. No habla de accidentes atroces ni de sucesos espectaculares, sino que pinta cuerpos aplastados que gritan porque hay fuerzas invisibles que pesan y hacen gritar. Fuerzas que están ante nuestros ojos, en nuestros ojos, todos los días. Fuerzas invisibles porque son transparentes: es la pantalla a través de la cual vemos y sentimos, una forma de ver y sentir dopadas. Bacon no quiere pintar el horror (visible), sino el grito (invisible): una vez más, la pintura consiste en volver visible lo invisible. El terror es la información que disuelve, asfixia y aplasta. Son las imágenes que se han separado de todo aspecto de la realidad, como decía Debord, y que ya tienen un curso autónomo. Los simulacros de Baudrillard, las imágenes de imágenes de Morley y Richter. Bacon lucha contra estos clichés para imponer la sensación: la pasión frente a la información. Su desgarramiento es esa pasión. Cuerpos musculosos atravesados por una ola, dice Sollers, cuerpos que luchan contra el inconsciente óptico. Sensación frente a representación. Al paisaje hiperreal y fantasmagórico, a las tormentas y avalanchas mediáticas y audiovisuales, responden artistas como Bacon, Richter y Morley. Su problema es la lucha contra los clichés, es decir, producir imágenes en un mundo que es imagen.

Libros citados

T.W. Adorno, Minima moralia, Einaudi, Torino 2015
T.W. Adorno, Dialettica negativa, Einaudi, Torino 1975
R. Barthes, Il piacere del testo, Einaudi, Torino 1974
R. Barthes, La camera chiara, Einaudi, Torino 2003
W. Benjamin, “Tesi di filosofia della storia”, en Angelus Novus, Einaudi, Torino 1962
W. Benjamin, “Piccola storia della fotografia”, en Aura e choc, Einaudi, Torino 2012
B. H.D. Buchloch, B. H.D. Buchloch, “Readymade, Photography, and Painting of Gerhard Richter”, en Neo-Avantgarde and Culture Industry. Essays on European and American Art from 1955 to 1975, The MIT Press, Cambridge 2015
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Fuente: Antinomie.it

Imagen principal: Francis Bacon, after Triptych (1981) inspired by the Oresteia of Aeschylus, 1981

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