Mauro Basaure / Violencia y Democracia. La deuda teórica de Miguel Valderrama

Filosofía, Política

La primera impresión que deja Guerra y Democracia de Miguel Valderrama es la de un texto sólido y original en su planteamiento: desarrolla una reflexión que sitúa la violencia (guerra) en el corazón mismo de la democracia, desplazando la mirada tradicional que concibe ambas como polos opuestos. A lo largo de sus páginas, la noción de stasis opera a la vez como herramienta analítica y como signo de fractura en la democracia liberal, entendida ésta última habitualmente como garante de la paz interna. Con ese concepto, Valderrama revisa la historia, la memoria y la escena política chilena, para mostrar una dimensión bélica latente en la democracia, regular y típicamente escamoteada por la institucionalidad o el lenguaje oficial. En este sentido, la mayor virtud del libro radica en su lectura filológica, en la capacidad de detectar “abismos” o “non sequitur” en la narración histórica y en la representación política, llevándonos a considerar la revuelta —el así llamado “estallido social” de Octubre de 2019 en Chile— no como un evento puntual a explicar sociológicamente cuestión que Valderrama junto a Rodrigo Karmy y Javier Agüero, entiende como una reducción sociologizante sino como algo que revela la imposibilidad de un consenso verdaderamente pacificado.

Pese a esta contribución, quien lee Guerra y Democracia con detenimiento advierte pronto una tensión que el mismo texto no reconoce: por un lado, aparece la violencia como rasgo estructural, casi ontológico, de la democracia. Se sugiere que el régimen liberal siempre forcluye la violencia pero no la elimina; de hecho, la democracia sería en buena medida un modo de organizar y encubrir el conflicto irreductible de la política. En muchos pasajes, Valderrama describe la paz democrática como precaria y necesariamente acompañada de una fuerza no reconocida. En este sentido Valderrama se acerca a la perspectiva de Etienne Balibar en Violence et Civilité.

Sin embargo, por otro lado, el libro también anuncia un diagnóstico histórico según el cual nos hallaríamos en un quiebre cualitativo: la violencia y la guerra, hoy, habrían superado el orden liberal en su forma tradicional, desbordando sus procedimientos y exhibiendo el agotamiento de la llamada “democracia de los consensos”. Esta segunda tesis, mezclada inadvertidamente en el libro, se conecta con los diagnósticos sobre la democracia iliberal, y el ascenso del autoritarismo y la extrema derecha. Aquí se conecta con varias perspectivas: Wendy Brown a nivel internacional; Rodrigo Karmy en Chile.

En este sentido, hay una tensión irresuelta. Valderrama no resuelve si la violencia es inherente a toda democracia o si, en este presente, la violencia está excediendo los diques institucionales de manera extraordinaria en la era Trump. Valderrama no aclara si se trata de dos niveles complementarios —lo permanente y lo contingente— ni cómo encajan uno en el otro.

La tensión se acentúa incluso más cuando el autor pasa a un plano más local: describe la historia de Chile como marcada por una guerra interna que define su “psique colectiva”, empleando referencias como el hallazgo de Armando Uribe a propósito de la metáfora de “impedir que los indios crucen el Bío-Bío”. Desde allí, pareciera leerse a Chile como un caso singular donde la violencia deviene la trama misma de lo nacional: la revuelta, la dictadura, las exclusiones coloniales, todo conspiraría para mostrar que la democracia chilena ha sido, en verdad, una fachada sobre un conflicto nunca resuelto. Pero entonces queda sin resolver cómo se articulan esa historicidad específica del país, la dimensión ontológica universal del conflicto y el punto de quiebre en la coyuntura global (en la era Trump). El libro amalgama de modo inadvertida los tres niveles sin detenerse a sopesar las consecuencias teóricas de esa combinación. El resultado es un discurso que llama la atención por su densidad y novedad, pero que deja en el aire ciertos hilos sueltos. La creatividad está tan desatada como la falta analítica.

El lector podría encontrar en autores como Walter Benjamin la inspiración para entender la “interrupción” que Valderrama identifica con la stasis; pensadores como Étienne Balibar reflejan la idea de que la violencia es constitutiva de la política y la democracia se define por su intento de contenerla sin creer ilusamente en su supresión; perspectivas más recientes, como las de Wendy Brown, indicarían la corrosión radical del orden liberal, mientras que en la escena chilena, voces como las de Rodrigo Karmy subrayan la existencia de una “guerra civil de baja intensidad” que reconfigura el mapa político. El concepto de “fantasma portaliano”, o la idea de “expoliación política de la ciudadanía en Chile”, de Gabriel Salazar, tienen eco en la tercera alternativa, aquella que indica que la violencia es el ingrediente oculto de la institucionalidad chilena.

Valderrama, en cambio, menciona o alude de soslayo a algunos de estos recursos sin dedicarse a trazar un diálogo sistemático, de modo que no queda claro si su posición se alinea con una suerte de ontologización de la violencia (que explicaría todas las democracias) o con un diagnóstico de crisis histórica (que implicaría un colapso del liberalismo) o si, en última instancia, atribuye ese rasgo solo a la idiosincrasia institucional de Chile. Estas posturas no siempre coinciden, y el libro no llega a mostrar cómo integrarlas.

En lo que respecta al tema central —la tensión entre guerra y democracia—, Guerra y Democracia invita, por supuesto, a repensar la revuelta como algo más que una anomalía momentánea; la revuelta seria el síntoma de una pugna estructural que, a ratos, se desata con fuerza y altera la cartografía social. No obstante, el texto no atiende demasiado la posibilidad de defender la democracia desde sus propios principios, como si no hubiera lugar para reelaborar el proyecto democrático que acoja una consciencia crítica de la violencia. La radicalidad del pensamiento de Valderrama y de varios de los actores aquí mencionados termina por coadyuvar la crisis de la institucionalidad democrática, sin proponer, más allá de la metafora sobreintelectualizada, alternativas ciertas de construcción institucional en un escenario como el que enfrentamos hoy.

Dicho de otro modo, más allá de la crítica de Valderrama, uno podría preguntarse: ¿es la violencia efectivamente inseparable de la democracia hasta un punto en que esta se revele inservible, o cabe la posibilidad de rearticular la participación, la igualdad y los derechos para responder a la crisis sin renunciar por completo al ideal democrático? Valderrama parece inscribirse en la primera postura, pero la correcta es sin duda la segunda. En este sentido debe entenderse la renovación socialista, no como un salto al vacío normativo sino como una reconfiguración de los principios que han animado siempre los ideales progresistas, como la neutralidad, la igualdad, la libertad, el mérito como forma de desigualdad legítima en función de contribuciones y capacidades, entre otros.

En el plano más local, la insistencia en que Chile es o ha sido la perpetua escenificación de esa “guerra interna” resulta persuasiva en la medida en que permite explicar la sucesión de fracturas no resueltas (dictadura, transición, descontento popular). Pero uno queda con la duda de si, en la óptica de Valderrama, podría haber otra lectura de la historia nacional que reconozca la violencia sin convertirla en el único y absoluto factor explicativo. No es plausible ni sensato pensar así la historia de un país, y ya conocemos las consecuencias de lecturas victimizantes y antiinstitucionales de este tipo.

En definitiva, Guerra y Democracia es un texto sugerente, rico en intuiciones y potente en su investigación sobre la stasis como fractura de la representación. Al mismo tiempo, experimenta una tensión interna que no resuelve: se mueve entre la idea de la violencia estructural en la democracia, la hipótesis de una crisis histórica que rompe la forma liberal y el análisis de una historia chilena marcada por la guerra interna. Dicha tensión, lejos de invalidar su propuesta, la sitúa ante un desafío teórico: cómo conciliar la permanencia de la violencia, la singularidad chilena y el umbral contemporáneo de colapso democrático.

El propio Valderrama podría haber ahondado en la manera de integrar estos niveles para clarificar si su apuesta es la de asumir una condición universal de conflictividad, la de constatar una irreversibilidad histórica o la de poner en valor los rasgos específicos de Chile. Mientras no lo haga, resta la impresión de un libro que ilumina de forma brillante la relación entre violencia y democracia, pero deja flotando un punto ciego: el modo de articular esas capas explicativas que él mismo convoca. Con todo, en la escena crítica chilena y en la discusión progresista más amplia, Guerra y Democracia emerge como un eslabón insoslayable, al evidenciar la necesidad de afrontar la violencia como tema clave en el presente, sin perder de vista la posibilidad de una renovación efectiva de lo democrático. Cuestión con la que Valderrama queda en deuda impagable, producto de su propio gesto intelectual.

Imagen principal: Jason Michael Hackenwerth, Leviathan Rising, 2023

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