Kast en las cárceles. O, mejor dicho: en once de diecisiete. Los números aquí no pesan. 623 presos, emanan de la información del Servel. Aunque cabe apostillar. Aunque siempre cabe advertirlo, «sin pena aflictiva» —esos que acceden al local, que pueden estar donde se vota— no son los encarcelados sino una especie de ellos, una subespecie, diremos, ya domesticada por el sistema. ¿Muestra estadística que goza de representatividad? No, nula. ¿Entonces? Entonces nada y algo a la vez por escrutar. El espectáculo mediático funciona así: toma lo insignificante y lo vuelve visible. Y al hacerlo lo vuelve potente, aunque sea en su insignificancia. Quizás, aunque por ver, habría que saber cuántos presos de condena no aflictiva hay en Chile. Pero eso el Estado no lo dice, o no lo sabría. O prefiere no saberlo. Y aunque cabe apostillar múltiples precisiones (siempre las hay, siempre habrá), vamos a obviar, como se debe, los sesgos de la industria mediática, sus intereses y la pereza cognitiva del gremio.
Tal vez lo que Kast captura, aunque en lo suspensivo de la desinformación, es un electorado ya predispuesto. Estos hombres (mayoritariamente de un perfil presidario) han sido disciplinados por arquitecturas de vigilancia, han vivido la panóptica en carne propia, saben por el cuerpo aquello que ninguna prosa podría enseñarles: que la autoridad funciona. No necesitan ser convencidos, pues la convicción no es asunto de discurso sino de «inscripción somática». Cuando Kast promete cárceles de máxima seguridad no introduce novedad alguna, sino que formaliza legislativamente lo que ya es experiencia táctil: aquello que los ha constituido como «sujetos dóciles, inteligibles, sometidos a lógicas de administración».
He aquí la perplejidad, no la perversión —aunque acaso sea lo mismo—: que voten por quien promete encarcelarlos más. ¿Contradicción? No. Eso es lo perturbador. No hay contradicción alguna. Hay, simplemente, «inteligibilidad carcelaria». El dispositivo penitenciario produce una verdad desnuda, sin mediaciones: el orden funciona mediante control total. Los que viven bajo ese control, los que lo sienten en el cuerpo, reconocen en Kast el único lenguaje que han aprendido: el del «control absoluto, la inmovilización perpetua». No es que voten por más represión. Es que «reconocen en Kast al que encarna lo que ya los posee». La única «racionalidad política posible» para quien ha sido disciplinado completamente es aquella que se somete al orden, porque ese orden ya es su ser, su modo de estar, su manera de existir inteligiblemente.
Afuera —ese mundo de discursos, de palabras sobre derechos, sobre emancipación, sobre la subjetividad que la democracia promete respetar— circula un lenguaje. Adentro, en las once cárceles donde Kast obtuvo pluralidad, circula otro. O no circula, simplemente está. La «verdad desnuda, sin la retórica que la disimula». El poder aquí no necesita argumentarse. Solo funciona. Mediante vigilancia. Mediante clasificación e inmovilización. Kast deviene inteligible porque encarna eso que ya habita los cuerpos de estos hombres. No es novedad, sino formalización. No es promesa, sino «reconocimiento de lo que ya existe». La cárcel, se ha de decir (aunque sea obvio), no es excepción del orden neoliberal chileno. Es su verdad. Su «rostro más desnudo»: donde se ve sin mediaciones lo que afuera se oculta bajo palabras.
Y entonces Kast gana ahí donde otros no. ¿Qué expone? Expone lo que toda gubernamentalidad contemporánea sabe, pero no puede decir públicamente: que los sujetos ya «des-subjetivados», ya desarticulados, los cuerpos ya completamente sometidos a disciplina votarán siempre (tientan) por quien promete la continuación del orden que los contiene. No es «voto político en ningún sentido». La seguridad no es entonces un concepto, sino una afección.
Foucault lo supo cuando pensó los dispositivos como máquinas de gubernamentalidad. La seguridad es lo que se siente en los nervios cuando la vigilancia funciona, cuando se ha internalizado la autoridad de tal modo que ya no hay necesidad de vigilancia externa. Es el afecto que genera el orden, la tranquilidad (aunque sea paralizante) de saber que alguien vigila, que el caos no es posible, que la sumisión es el único horizonte visible. Y Kast captura eso. No es un programa político sino una «sensación de orden», un afecto que ya habita los cuerpos encarcelados. La seguridad promesa de Kast es apenas la formalización de lo que ya se siente, de lo que ya se ha inscrito en la carne como necesidad, como verdad incuestionable. Por eso no necesita argumentos. Por eso es completamente legible para quien ha vivido bajo su régimen. La seguridad Leviatánica –goce o vector de afecto– es el nombre que damos al afecto de la dominación cuando la dominación ha operado completamente. Y en las cárceles, donde ese afecto es puro, donde la seguridad y el miedo son indistinguibles, es donde Kast encuentra su electorado más transparente, más dispuesto, más inteligible: aquellos para quienes la seguridad es ya la única forma posible de libertad.
No hay deliberación aquí, no hay agonística, salvo la producción del pánico. Solo hay «reconocimiento». Identificación con la máquina que los ha producido como sujetos inteligibles. La victoria de Kast en las cárceles, sesgos mediantes, no es sorpresa ni anomalía. Es confirmación de que el dispositivo funciona, de que produce exactamente los sujetos que necesita, de que donde la gubernamentalidad opera sin mediaciones retóricas, sin ilusiones democráticas, sin promesas de libertad, genera esto: «votantes para la continuidad de lo que los disciplina». En eso Kast es completamente inteligible. Totalmente predecible.
Hojarascas…
Dr. Mauro Salazar, UFRO / Sapienza
