¿Qué significa expresar una situación política concreta en términos de «sueño» o «visión», «milagro» y así sucesivamente, términos que emergen constantemente en tales relatos sobre Israel? Después de todo, en la referencia política más famosa a un sueño, el discurso I have a dream de Martin Luther King, el sueño de la igualdad racial es ciertamente una visión de un futuro, no de un presente. La mayoría de las referencias al «sueño» de un Estado judío y democrático, sin embargo, señalan una condición presente, aunque parezca un sueño o una visión y no ser realmente presente; por eso es un sueño, al fin y al cabo. Pero, para continuar con este punto, ¿qué significa referirse a un sueño una y otra vez? ¿Qué tipo de estrategia propone en sí misma esta afirmación? ¿Funciona la repetición como se dice que funcionan ciertos hechizos mágicos: cuanto más repites el conjuro, más real parece ser el deseo repetido? ¿O el simple acto de la repetición realiza el tipo de trabajo que hace una de esas luces de emergencia accionadas con manivela: se ilumina mientras giras la manivela, pero empieza a apagarse en cuanto reduces la velocidad o te detienes? ¿La repetición misma es necesaria para el propósito de afirmación que pretende desempeñar? Porque, no por casualidad, la simple repetición de la afirmación del «Estado judío y democrático» es, como acto, en sí misma sorprendente una vez que se la advierte y se comienza a seguirla: una repetición no solo dentro de todo el ámbito político, sino también dentro de discursos particulares. Como mínimo, es una especie de guion que, como en cualquier película de Hollywood, nos ayuda gustosamente a suspender nuestra incredulidad. […]
Por otro lado, ¡hay que seguir repitiendo el mantra para creer en él! Porque esta propuesta de un Estado judío y democrático se vuelve creíble solo cuando se afirma una y otra vez: el acto mismo de la afirmación genera y sostiene el estado onírico de la fe como en una especie de trance. Las numerosas referencias a «seguro» y «derecho a existir» que invariablemente acompañan la repetición —«el derecho de Israel a existir como Estado judío y democrático» (¿cuántas veces hemos escuchado esta lastimosa exigencia?)— adquieren de pronto un nuevo significado. Hablando material y militarmente, Israel es más o menos tan seguro como pueda serlo cualquier otro Estado: es una potencia nuclear dotada de las armas convencionales más avanzadas de las que dispone cualquier Estado en el mundo; ninguno de sus vecinos representa ni siquiera la más vaga amenaza para él en términos militares. ¿Por qué, entonces, oímos las constantes invocaciones desesperadas de su necesidad de «seguridad», las infinitas repeticiones petulantes de su «derecho a existir»; la invocación de «para siempre» y «eterno» y «permanente» y así sucesivamente que casi siempre acompañan la afirmación del estatus de Israel como Estado-judío-y-democrático? Ningún otro Estado que yo conozca invoca constantemente lo «eterno» de una manera tan extraordinaria. La respuesta es que toda la fuerza militar del mundo no compensa un tipo muy distinto de inseguridad: una inseguridad inmaterial que podemos situar en el ámbito de lo imaginario.
Lo que propongo en este capítulo es que la repetición constante de la frase «Estado judío y democrático» realiza un cierto tipo de trabajo imaginario. En primer lugar, como he sugerido en la apertura, la afirmación sostiene y hace posible una fe en Israel como democracia que no sería posible sin el simple hecho de una afirmación constante. El mero hecho de que el conjuro se repita una y otra vez a pesar de la patente contradicción en sus cimientos —un Estado no puede ser a la vez democrático, es decir, abierto a la voluntad general, y tener también una identidad religiosa específica, es decir, cerrada, limitada a una identidad particular— deja claro que la pura y simple repetición es necesaria para sostener la convicción expresada: como con un hechizo mágico que, sin una repetición constante, dejaría de ser «verdadero». Al mismo tiempo, la repetición de la fe (y precisamente de fe estamos hablando aquí) en Israel como Estado judío y democrático oculta, oscurece, niega la realidad de que es de hecho legal, técnica y constitucionalmente —no simplemente retóricamente— un Estado de apartheid. Me ocuparé de los detalles en breve, pero consideren lo que ocurre cuando sale a la luz el inverso del conjuro del mantra del «Estado-judío-y-democrático». […]
La mejor manera de afirmar que Israel no es un Estado de apartheid es reafirmar que es una democracia. En otras palabras —y nótese la continuidad de estas citas—, la mejor manera de negar que Israel sea un Estado de apartheid es afirmar que es una democracia; cuanto más se oye la acusación de apartheid, tanto más a menudo hay que repetir el conjuro aparentemente mágico para disiparla. Aquí, como en los otros casos explorados en este libro, la afirmación (de la democracia) es la negación (del apartheid); las dos cosas están ligadas la una a la otra. Volveré más adelante sobre la cuestión de la afirmación y la negación, pero antes vale la pena ahondar en las circunstancias materiales tanto de esta afirmación como de su impugnación. En 1986 un grupo de judíos estadounidenses fundó una nueva comunidad en Galilea. La llamaron Eshchar. Nefesh B’Nefesh, una organización que fomenta que los judíos del extranjero emigren a Israel, afirma que la población de Eshchar aspira a «vivir en un entorno de tolerancia y unión recíprocas y ofrece a los residentes un lugar maravilloso en el que residir y criar a sus hijos».
Publicitando sus numerosos atractivos para los potenciales inmigrantes que espera atraer —entre los que se incluyen una amplia gama de instalaciones como una guardería, una oficina de correos, un centro juvenil, un complejo deportivo, talleres artesanales, un anfiteatro e incluso un jardín botánico—, la ciudad se autoproclama como una «comunidad pluralista modelo», declarando: «Eshchar es una comunidad mixta de judíos tradicionales, religiosos y no religiosos, de todo origen, comprometidos con el respeto recíproco, el pluralismo y la apertura mental, y está orgullosa de su identidad heterogénea que incluye inmigrantes, israelíes, asquenazíes, sefardíes, jóvenes y mayores»; añade, además, que sus residentes «creen que el mensaje ideológico de una vida comunitaria heterogénea es esencial para el éxito futuro del Estado de Israel y de la comunidad judía en todo el mundo». Vista desde un punto de vista un poco más escéptico, esta afirmación de extraordinaria heterogeneidad podría parecer sospechosamente homogénea; al fin y al cabo, todos en la comunidad son —y deben ser— judíos. «Cuando todo es judío», subraya Patrick Wolfe en su lectura del proyecto sionista en Palestina, «la diferencia misma se vuelve judía». Aunque la ciudad está fundada en tierras confiscadas a los palestinos, ni un solo palestino vive, ni tiene permiso para vivir, en Eshchar. El acceso a los asentamientos de la comunidad judía como Eshchar, que constituyen el 84 por ciento de todas las ciudades rurales dentro de Israel antes de 1967, está definido por comités de admisión encargados de garantizar (como afirma una ley israelí recientemente confirmada por el Tribunal Supremo del país, haciendo de jure lo que había sido práctica de facto) que los potenciales ingresantes en la comunidad correspondan a sus «características únicas» y a su «tejido sociocultural» y sean por lo demás «aptos» para su «vida social». Los palestinos, incluidos aquellos que poseen la tierra sobre la que se construyeron estas comunidades, son por definición «no aptos»; ninguno de ellos ha sido admitido libremente a vivir allí. Viven, en cambio, en ciudades superpobladas porque el Estado ha confiscado la tierra circundante y, aunque ha creado una comunidad nueva tras otra para los judíos (más de seiscientas desde la fundación del Estado), se niega categóricamente a permitir a los palestinos crear ni una sola ciudad nueva de su propiedad y, de hecho, arrasa ciudades palestinas existentes para hacer sitio a nuevas ciudades judías. Los palestinos constituyen alrededor del 20% de los ciudadanos de Israel, pero sus ciudades ejercen autoridad sobre poco más del 2% de las áreas de gobierno local del Estado, y esto se debe a lo que un grupo de académicos ha identificado como la judaización de la tierra y el mapeo, cuidadosamente diseñado, de la raza sobre el espacio —«bioespacialización», como la definen Yinon Cohen y Neve Gordon. En otras palabras, a dos pasos de Eshchar están las ciudades palestinas de Arab al-Naim, al-Husseiniya, el Qubsi y Kammaneh. Pero el gobierno israelí, justamente mientras aceleraba el desarrollo de nuevas comunidades judías en Galilea, se negó a reconocer la existencia de estas ciudades palestinas; les negó los servicios municipales y estatales; además, programó la demolición de sus casas y las demolió parcialmente o en algunos casos por completo, alegando que habían sido construidas sin permisos, lo cual, a rigor de lógica, es cierto, si no por otra razón que porque son anteriores a la existencia misma del Estado: el Estado, en efecto, no existía para otorgarles los permisos cuando se desarrollaron por primera vez en el siglo XIX o incluso antes. El desarrollo de Eshchar formaba parte de una oleada de confiscaciones de tierras en Galilea (a los palestinos, para los judíos) anunciadas en 1976 con el fin de —como se afirmaba en un memorando escrito por el comisionado del distrito septentrional del Ministerio del Interior— abordar «el problema demográfico» y «expandir y ampliar el asentamiento judío en áreas en las que la contigüidad de la población árabe es prominente», con el efecto de «diluir las concentraciones de población árabe existentes». Así, mientras las carreteras hacia Eshchar y otras sesenta y una ciudades cuyo desarrollo estaba destinado a cimentar la «judaización de Galilea» se asfaltaban ordenadamente y se señalizaban, solo senderos de tierra sin señalización conducían a las entradas de Arab al-Naim, al-Husseiniya, el Qubsi y Kammaneh (y de innumerables otras ciudades palestinas similares en todas las partes de Palestina que cayeron en 1948, por no hablar de los territorios ocupados en 1967). Eshchar se hizo inmediatamente visible en los mapas israelíes; las aldeas palestinas no reconocidas cercanas no lo fueron. Eshchar tuvo desde el principio maravillosas instalaciones nuevas, en cambio las aldeas no reconocidas no las tenían, ni estaban conectadas a la red eléctrica nacional, al sistema postal o a las redes de agua o alcantarillado, todo lo cual estuvo disponible de inmediato para Eshchar. Las casas nuevas en Eshchar tenían tejados de tejas, sistemas de riego y céspedes frondosos; las de las aldeas cercanas eran de chapa ondulada y lona y, al negárseles los servicios municipales, no tenían agua corriente y estaban rodeadas de basura; en esos lugares no había planes para construir anfiteatros, complejos deportivos, jardines botánicos, o siquiera escuelas. Recientemente, una de estas aldeas, Arab al-Naim, fue reconocida oficialmente. El mayor obstáculo para convencer al consejo regional de extender los servicios municipales resultó ser la «comunidad pluralista modelo» de Eshchar, cuyos residentes, que vivían sobre tierras confiscadas a las aldeas cercanas, entre ellas Arab al-Naim, afirmaron que no querían que los residentes palestinos empobrecidos «vivieran junto a ellos»35. En este caso, por tanto, llegamos a una de las características más importantes de la versión israelí del apartheid: no es solo sencillamente la incapacidad o el rechazo de sus practicantes y de sus partidarios en el extranjero a reconocerlo por lo que es, sino también su inflexible insistencia en sostener exactamente lo contrario. Así, Eshchar es una obra de «respeto recíproco, pluralismo y apertura», no hostilidad hacia los otros; un modelo de «tolerancia recíproca y unión», no un experimento contemporáneo de segregación racial; un proyecto de «vida comunitaria heterogénea» y no un intento de mantener la homogeneidad insular frente a la alteridad circundante; en breve, una vibrante «comunidad pluralista», no un asentamiento colonial implantado sobre tierras usurpadas por la fuerza a sus propietarios indígenas limpiados étnicamente. En la misma línea, pero a mayor escala, Israel es considerado un baluarte de la tolerancia occidental y de la democracia liberal: un «Estado judío y democrático» en un desierto de tiranía musulmana atrasada, violenta y fundamentalista. Y en este caso, llegamos también a una de las diferencias más importantes entre la versión sudafricana y la israelí del apartheid. Uno de los elementos más convincentes sobre el apartheid sudafricano es que, después de todo, se atrevió a tener un nombre propio; insistió en llamar la atención sobre sí mismo mediante un sistema de señales explícitas, de etiquetas y de indicaciones en cada autobús, en cada playa y a la entrada de cada baño. En otras palabras, el apartheid sudafricano se imprimió continuamente en el campo verbal y visual de la vida cotidiana a través de numerosísimas placas, señales, palabras, leyes, nombres, clasificaciones —una serie interminable de binarismos construidos en torno al definitivo «Blankes/Nie Blankes» (Blancos/ No blancos). A fin de cuentas, por tanto, el blanco sudafricano, independientemente de sus convicciones personales o de su posición ideológica, tenía que mirar el cartel con la inscripción «Blankes/Nie Blankes» y decidir en consecuencia: una rareza que el Apartheid Museum de Johannesburgo recrea de manera muy eficaz en su entrada. El judío israelí y el partidario de Israel en el extranjero nunca se ven obligados a un enfrentamiento similar y a las formas de reconocimiento y conciencia correspondientes; no tienen que hacer esa elección. El derecho a la igualdad no está protegido en ningún momento por la ley israelí, más bien al contrario: decenas de leyes discriminan explícita o implícitamente a los ciudadanos palestinos del Estado36. Pero, en general, estas leyes no llaman abiertamente la atención sobre sí mismas como lo hicieron sus precedentes sudafricanos; en ninguna parte se señala oficialmente que los judíos deben vivir aquí (Eshchar, por ejemplo) y los palestinos deben vivir allí (Arab al-Naim, por ejemplo). Un poderoso sistema de mecanismos formales e informales garantiza que las cosas funcionen exactamente de ese modo: un sistema de una «segregación residencial extrema entre judíos y palestinos» —como observan Cohen y Gordon— tal que el 99% de los 1214 distritos residenciales listados por la Oficina Central de Estadística de Israel son exclusivamente judíos o exclusivamente palestinos37. Pero estas cosas parecen ocurrir en el trasfondo, por así decirlo, más que estar tan visiblemente y tan claramente en primer plano como en Sudáfrica. Así pues, a diferencia del blanco sudafricano, a quien siempre se le recordaban las formas de privilegio de las que gozaba a expensas de los negros, el israelí judío, como sus partidarios en el extranjero, puede atribuirse los valores de tolerancia, pluralismo, heterogeneidad y demás, y no tiene que lidiar con el estatus o incluso con la existencia de los palestinos sobre cuya tierra vive. Antes de explorar más a fondo estas distinciones visuales y culturales entre las dos formas de apartheid, quisiera ocuparme primero de los detalles de ambos sistemas y de lo que tienen en común.
Cada una de las leyes importantes del apartheid sudafricano tiene un equivalente directo en Israel y en los territorios ocupados en 1967. En primer lugar, al igual que en la Sudáfrica de la era del apartheid, no existe en Israel una categoría universal de ciudadanía y nacionalidad. Por lo tanto, la Population Registration Act de 1950, que asignaba a cada sudafricano una identidad racial con base en la cual tenía acceso (o se le negaba) a una gama variable de derechos, tiene un equivalente directo en las leyes israelíes que asignan a cada ciudadano del Estado una identidad racial distinta, sobre cuya base también se conceden (o se niegan) varios derechos39. En Israel, las categorías de raza y nación se han fundido una en la otra. Según el Estado israelí y sus aparatos jurídicos, no existe una nación israelí en sentido laico o no racial, y por lo tanto no existe una nacionalidad israelí en sí. Como afirmó el Tribunal Supremo en 1972 (en una sentencia reiterada en 2013): «No existe una nación israelí separada del pueblo judío. El pueblo judío está compuesto no solo por quienes residen en Israel, sino también por los judíos de la diáspora». En consecuencia, no solo los ciudadanos judíos del Estado, sino todos los judíos dondequiera que se encuentren, son considerados, por los órganos del Estado, sobre la base de su identidad racial, como poseedores de «nacionalidad judía», mientras que los no judíos, aunque puedan ser ciudadanos del Estado, no son explícitamente miembros de la «nación», esto es, judíos en todo el mundo, quieran o no estar afiliados a Israel, de quien el propio Israel afirma ser su Estado. Así, desde el inicio del Estado de Israel, «aunque los pasaportes estatales designaban la ciudadanía (ezrahut o jinsiyya en árabe) de sus titulares como “israelí” —subraya Shira Robinson— las tarjetas de identidad internas marcaban la nacionalidad de sus titulares (le’om o qatom en árabe) principalmente como “judíos” o “árabes”, es decir, los agrupamientos raciales incorporados en el derecho obligatorio y aprobados por la Sociedad de Naciones». La ley nacional de Israel, la Law of Return de 1950, se aplica por tanto solo a los judíos y no proporciona ningún mecanismo para conceder la nacionalidad a los no judíos. Una ley completamente diferente (la Nationality Law de 1952) permite la extensión de la categoría menor de ciudadanía, pero no de la nacionalidad, a los no judíos. Como sostiene Robinson: «en su privilegio explícito ofrecido a todos los judíos del mundo en detrimento de los nativos no judíos, la Law of Return se convirtió así en el primer y definitivo gesto legal de Israel contra el retorno a casa de los refugiados palestinos y en la piedra angular de la segregación racial entre ciudadanos israelíes. Por eso, lo que realmente importa para la ley israelí —como observa Mazen Masri— no es la cuestión de quién es ciudadano, sino la de “quién es judío”». Los palestinos musulmanes y cristianos (o al menos aquellos que sobrevivieron a la limpieza étnica sionista de su patria en 1948 y sus descendientes) tuvieron que arreglárselas para adaptarse a una serie cambiante de requisitos de residencia que el nuevo Estado hizo lo más difícil posible de obtener, e impuso además, sobre ellos, la ley marcial (pero no a los ciudadanos judíos) hasta 1966. Cuando finalmente se formuló, la ley que a la postre les concedió la ciudadanía tuvo cuidado de no mencionar judíos o árabes como tales, «delineando en cambio las dos vías para adquirir automáticamente el estatus en términos aparentemente neutrales y burocráticos», como señala acertadamente Robinson. Y añade: «La traducción inglesa autorizada de la ley de ciudadanía fue modificada de modo que ocultara su discriminación […]. Aunque su nombre hebreo, Hok ha-Ezrahut, se traduce literalmente como “Ley de ciudadanía”, el gobierno la llamó “Ley de nacionalidad israelí” [en inglés] para resaltar el significado jurídico más amplio del término tal como se entiende en inglés. Esto fue engañoso». Como veremos, este engaño tiene su propósito. Por lo tanto, a diferencia de los ciudadanos judíos, que son reconocidos como poseedores de una identidad nacional en cuanto judíos, la ley israelí despoja metódicamente a los ciudadanos palestinos de su identidad nacional en cuanto palestinos y los reduce a una mera etnia. A día de hoy, como subrayan Cohen y Gordon, «la palabra “palestino” no aparece en los análisis estadísticos de Israel, mientras que solo en 1995 emergió finalmente la palabra “árabe” después de décadas en las que los palestinos eran definidos con base en su religión o como “no judíos”». El Estado se refiere, pues, de mala gana a sus ciudadanos palestinos definiéndolos genéricamente a lo más como árabes. Esta nítida racialización penetra profundamente en las entrañas administrativas del Estado. Los ciudadanos judíos, por ejemplo, están clasificados en el registro de población del Estado según su país de nacimiento y el del padre. Si un ciudadano y su padre nacieron en Israel, ese ciudadano está clasificado como judío de «origen israelí». Los ciudadanos palestinos, en cambio, no pueden obtener este estatus de «origen israelí». «En efecto, no tienen origen, sino solo religión», observan Cohen y Gordon. «En otras palabras, según las estadísticas oficiales de Israel, todos los judíos acaban por convertirse en “israelíes” en el plazo de dos generaciones, mientras que ningún palestino puede jamás convertirse en “israelí”. Esto produce una realidad racial bifurcada en la que el judaísmo supera todas las demás categorías de identificación, lo que, a su vez, refleja y ayuda a reproducir los mecanismos de control del Estado, así como su política espacial». Sorprendentemente, el término «árabe israelí» nunca se utiliza para referirse a los judíos árabes que constituyen una parte considerable de la población judía de Israel —los verdaderos árabes israelíes— porque obviamente, en su caso, Israel quiere borrar su identidad árabe y asimilarlos como judíos, mientras que en el caso de los ciudadanos palestinos ocurre lo contrario: no pueden ser absorbidos como judíos y, por tanto, se enfatiza su indigerible arabidad. La raza, en otras palabras, funciona tanto de modo positivo como negativo en Israel, y las lógicas de la racialización y de la desracialización realizan un trabajo ideológico extraordinariamente complejo en apoyo de la importantísima distinción racial entre ciudadanos judíos (colonos) y no judíos no nacionales (nativos). El resultado es un Estado marcadamente racial que en toda ocasión posible recurre a trucos lingüísticos y juegos de manos verbales (por ejemplo, traduciendo mal «ciudadanía» como «nacionalidad») para ocultar lo que es exactamente. Estos mismos trucos verbales son fácilmente repetidos como loros por los numerosos admiradores de Israel en Estados Unidos y en otros lugares, motivo por el que, cuando quieren subrayar cuán maravillosamente democrático es Israel, están enseguida listos para resaltar cuántos «árabes» hay en su parlamento (nótese las citas de políticos y otros mencionados anteriormente). No solo no se refieren a los «palestinos» en cuanto tales: su insistencia en referirse a ellos como árabes contribuye a borrar su identidad específicamente palestina. En otras palabras, afirmar su etnicidad árabe forma parte de la negación de su presencia como palestinos. Sin embargo, privar a los ciudadanos palestinos de su identidad nacional en cuanto palestinos no es solo simplemente degradante. De hecho, como sostienen Dugard y Reynolds, «en apoyo de las políticas discriminatorias de Israel contra los palestinos —tanto dentro de Israel como en los territorios palestinos ocupados— hay un sistema legal que crea una noción de “nacionalidad judía” y privilegia, bajo la jurisdicción israelí, a los ciudadanos judíos por encima de los grupos no judíos». Por lo tanto, en Israel, varios derechos fundamentales —como, por ejemplo, el acceso a la tierra y a la vivienda— están vinculados a la identidad racial («nacionalidad») tal como la define el Estado y no a la categoría inferior de la mera ciudadanía. Como subrayan Dugard y Reynolds, los palestinos «están enormemente limitados en áreas críticas como el uso del territorio y el acceso a los recursos naturales y a los servicios esenciales, excluidos de las leyes y de las instituciones de planificación y sistemáticamente discriminados a nivel municipal y nacional en el ámbito de los derechos económicos, sociales y culturales». Al mismo tiempo, «los ciudadanos judíos, cuyos intereses exclusivos están garantizados por instituciones paraestatales como la Agencia Judía y el Fondo Nacional Judío, tienen la ventaja de acceder, de manera exclusiva, a la mayor parte del territorio del Estado y de reclamar derechos y privilegios extraterritoriales en las áreas controladas por Israel». De hecho, los judíos que no son ciudadanos tienen en realidad más derechos en algunos ámbitos, en particular en lo referente a la tierra, que los palestinos nativos. En ningún otro país de la tierra los no ciudadanos privilegiados desde el punto de vista racial gozan de más derechos que los residentes desfavorecidos desde el punto de vista racial del territorio controlado por el Estado.
Obviamente existen diferencias entre los regímenes raciales en Sudáfrica e Israel. El sistema de apartheid en Sudáfrica, a pesar de toda su violencia y brutalidad, tenía una lógica distinta de la vigente en Palestina. El movimiento de los negros en Sudáfrica estaba controlado, no del todo prohibido, como en el caso, por ejemplo, del movimiento de los palestinos dentro y fuera de Gaza, que Israel ha aislado en gran parte del mundo durante más de una década: toda una generación de niños está creciendo en Gaza sin poner nunca un pie fuera de la diminuta franja costera. El régimen de apartheid en Sudáfrica quería que los negros trabajaran; matar o matar de hambre a la mano de obra —o encerrarla en una gigantesca prisión a cielo abierto como Gaza— habría sido impensable. Y esta, naturalmente, es la principal diferencia sustancial entre el apartheid sudafricano y el israelí. Hay una enorme diferencia entre explotación y expulsión, traslado, eliminación o aniquilación; entre el racismo de la explotación y el racismo del exterminio, como afirma Ghassan Hage. En Sudáfrica, el sistema del apartheid fue concebido para permitir la explotación de la mano de obra negra en casas, oficinas y minas de oro, negando al mismo tiempo a los negros derechos iguales. El sistema israelí, a nivel ideológico, no trata de la explotación de la mano de obra palestina. Gershon Shafir observa que el proyecto de asentamiento sionista en Palestina apuntaba desde sus orígenes no a explotar, sino a eliminar la mano de obra palestina autóctona. Ciertamente ha persistido durante años y, de algún modo, aún hoy la explotación israelí de la mano de obra palestina en varios sectores de la economía (en particular la construcción). Pero en general, el proyecto sionista en Palestina se propuso, donde fuera posible, sustituir a la población nativa, trasladarla y reclamar la tierra. El proceso iniciado en 1948 continúa hoy cada vez que se demuele una casa palestina en Jerusalén, cada vez que una familia palestina es expulsada de la ciudad fantasma del centro de Hebrón, cada vez que a una palestina de Jerusalén se le priva de sus documentos de residencia y se la expulsa de su ciudad natal, cada vez que una familia palestina es destrozada y arruinada por una ley israelí —establecida en 2003— que impide a un palestino en Israel o en Jerusalén casarse y vivir con un cónyuge procedente de los territorios ocupados, aunque un judío israelí pueda casarse con un colono judío de Cisjordania y puedan vivir juntos donde deseen. (Cuando se propuso una ley similar en el apogeo del Apartheid en Sudáfrica en 1980, fue completamente rechazada por el Tribunal Supremo de ese país como una inaceptable violación del derecho de los negros a la familia; el Tribunal Supremo israelí confirmó la nueva ley de ese país en 2006 y la ha confirmado repetidamente en los años posteriores). En pocas palabras, como he dicho en otra parte, el apartheid sudafricano era de naturaleza biopolítica, trataba de la gestión y la administración del trabajo negro vivo. El israelí es —para usar la expresión elaborada con tanta eficacia por Achille Mbembe— necropolítico, es decir, trata de la destrucción y la eliminación de los palestinos, algo a lo que todo palestino resiste cada día, aunque solo sea por el simple hecho de seguir existiendo con obstinación. Sin embargo, esta necropolítica depende de modo crucial y absoluto del sistema de inescrutabilidad e invisibilidad que permite a los israelíes y a los partidarios de Israel continuar practicando o apoyando una forma violenta de racismo sin tener que lidiar con ello ni reconocer el hecho de que eso es exactamente lo que están haciendo. Es impensable que la mayoría de los partidarios estadounidenses de Israel —sobre todo en sectores liberales como el mundo académico— continúen respaldando su racismo y su apartheid si los vieran por lo que son. Esto nos devuelve a la principal diferencia entre los regímenes raciales de Sudáfrica y de Israel, con la que empecé el capítulo: la legibilidad del apartheid sudafricano y la relativa ilegilibilidad —la inescrutabilidad— del apartheid israelí. En ninguna parte en Israel o en los territorios ocupados hay un cartel, equivalente a los de Sudáfrica, que lleve la inscripción «Solo judíos». Pero tampoco es necesario que lo haya: el racismo se manifiesta en la práctica, no en el lenguaje. Mientras el apartheid sudafricano insistía en nombrarse y llamar la atención sobre sí mismo mediante infinitas señales verbales y visuales, el apartheid israelí busca, siempre que es posible, elidir y cubrir las formas de racismo que encarna con igual plenitud. Es un ejemplo perfecto de lo que David Theo Goldberg ha teorizado recientemente como «racismo sin racismo». Los admiradores de Israel pueden afirmar que trata a todos sus ciudadanos por igual, no tanto porque no se den cuenta de que la discriminación opera a nivel de raza y «nacionalidad» más que al nivel secundario de la ciudadanía (¿quién puede preocuparse por tales sutilezas técnicas?), sino más bien porque a los israelíes y a sus partidarios en el extranjero, a diferencia de los sudafricanos blancos, se les ahorra el hecho de verse obligados a lidiar con esta conciencia. Se les permite —y se permiten— ver con claridad, repetir como loros los eslóganes que les salen fácilmente de la boca, abandonarse al desconocimiento de una fea realidad que tienen delante y malinterpretar continuamente los hechos cuando otro insiste en tabularlos, documentarlos y presentarlos, y estallar en una furia ciega y resentida si los hechos se les ponen delante siquiera un poco demasiado insistentemente. Lo que está en juego aquí, por tanto, es una forma de negación que no logra reconocerse por lo que es. Es fijando obsesivamente el lenguaje, sin ver los significados ausentes porque no están expresados en él —«¿Dónde está escrito “solo judíos”?»— que los partidarios de Israel se permiten evitar reconocer la realidad material de los hechos: no hace falta un cartel que diga explícitamente «solo judíos» para que solo los judíos puedan usar una carretera en Cisjordania, asistir a cierta escuela o vivir en cierta ciudad en Israel; no hace falta una ley que impida a judíos y no judíos casarse para que judíos y no judíos no puedan casarse en Israel. A diferencia del apartheid en Sudáfrica, donde toda esa clase de prohibiciones estaban explícitamente enunciadas, lo que vemos en Israel es un racismo que evita el lenguaje. Esto, sin embargo, no lo hace menos racista. La forma biopolítica del apartheid en Sudáfrica terminó porque, allí, la élite blanca se dio cuenta (gracias a la resistencia local, a los boicots y a las sanciones globales) de que era en última instancia insostenible y que debía ser desmantelada y sustituida por un sistema de gobierno y representación más democrático, y de hecho se produjo un mecanismo de verdad y reconciliación como parte integrante del proceso de transición del apartheid al sistema que lo sustituyó. Pero la misma transparencia del sistema en Sudáfrica facilitó en última instancia la capacidad de cálculo político del propio gobierno blanco. El problema del apartheid israelí es que se basa en una falta de transparencia, sobre todo hacia sí mismo; está posicionado de tal manera que no sea visible; no está ahí para ser interrogado, reconsiderado y desmantelado. En cuanto a sus propios practicantes y a los partidarios en el extranjero, ni siquiera existe y, para ellos, Israel es un Estado democrático maravilloso: ¿qué puede haber, entonces, que reconsiderar o desmantelar? Su lógica necropolítica sigue adelante no en nombre del racismo sino, por el contrario, en nombre del «respeto recíproco, del pluralismo y de la apertura», de la «tolerancia» y de la «democracia». De ahí la importancia de la negación del apartheid y, sobre todo, de la afirmación de Israel como democracia, con la que se abre este capítulo. Todo intento de poner en cuestión este doble mantra choca con la condena inmediata y la reafirmación, una vez más, de la invocación del Estado-judío-y-democrático. Cuando, en marzo de 2017, la «Comisión Económica y Social de las Naciones Unidas para Asia Occidental» publicó el informe sobre el apartheid israelí (citado anteriormente en este capítulo), la reacción fue inmediata. La embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas, Nikki Haley, denunció el informe calificándolo de «falso» y «difamatorio». El otro embajador israelí ante las Naciones Unidas, Danny Danon, afirmó que se trataba de un informe «despreciable y que constituye una flagrante mentira». El nuevo secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, tomó inmediatamente distancia del informe y ordenó que fuese retirado de los sitios web de las Naciones Unidas. No se intentó nunca examinar los argumentos y las pruebas del informe (redactado por dos eminentes académicos estadounidenses de derecho internacional, Richard Falk y Virginia Tilley, y revisado por otros tres académicos antes de su publicación), ni refutar los argumentos ni reunir contrapruebas. La indignación y la negación prevalecieron sobre los argumentos y las pruebas. […]
No sorprende, por lo tanto, que el mantra del Estado-judío-y-democrático con el que se abre este capítulo sea crucial para la negación —y por ende para la persistencia— de esta forma de apartheid. Al afirmar la democracia judía (un valor positivo), se está sosteniendo simultáneamente un Estado racial y una discriminación racial (una realidad negativa). Después de todo, ¿qué significa ser un Estado judío? Como condición de posibilidad, es un Estado que privilegia a los judíos por encima de los no judíos. ¿Qué significa ser una democracia? Significa ser un Estado que trata a todos los ciudadanos del mismo modo sin privilegiar un tipo de ciudadano sobre otro. ¿Cómo puede, entonces, un Estado privilegiar a algunos (los judíos) y estar abierto a todos (la democracia)? ¿Cómo puede un Estado ser a la vez particular y general? La respuesta obvia es que no puede serlo, a menos que todos sus miembros correspondan a esa descripción limitada, lo que tornaría redundante la proposición misma —judío y democrático. ¿Por qué, entonces, la incesante afirmación del Estado-judío-y-democrático para describir un Estado que gobierna y define la vida cotidiana de millones y millones de no judíos? ¿Cuál es el papel de esta afirmación? Este: permite la aprobación de un programa racial sin reconocer el hecho de que de eso se trata. Como proposición lógica, Israel puede ser auténticamente a la vez judío y democrático solo si ya no hay más no judíos: una condición a la que el Estado se ha dedicado históricamente en la mayor medida posible expulsando o matando («Tendremos que matar, matar y matar… todo el día, cada día», como, en su momento, resumió esta lógica el principal alarmista demográfico israelí, Arnon Sofer) a cuantas más personas sea posible que no «correspondieran» a la definición de judío que el Estado se atribuye. Bajo el disfraz de un testamento de valores liberales, el mantra «Estado judío y democrático» es en realidad una declaración de intenciones homicida. Pero la inmensa mayoría de quienes repiten como loros este eslogan oximorónico nunca se considerarían partidarios del genocidio. Y ese es precisamente el punto.
Saree Makdisi es profesor de Inglés y Literatura Comparada en la University of California, Los Ángeles. De origen libanés-palestino, sobrino de Edward Said, es uno de los más importantes estudiosos internacionales de cultura y política árabes. Entre sus diversos libros, destacan Palestine Inside Out: An Everyday Occupation (2010) y Making England Western: Occidentalism, Race and Imperial Culture (2014).
Fuente: Machina Rivista
