Aldo Bombardiere Castro / Tres escenas republicanas (II): Primera Misa celebrada en Chile (1904) de Fray Pedro Subercaseaux

Arte, Estética, Filosofía, Política

Otra escena republicana. Otra escena, como reverso, de una misma República. Pero no cualquier escena, no una escena pintoresca o costumbrista, sino un destino escenificado: un monumento al destino donde parece, tanto sostenerse como consumarse -desde un origen y por la eternidad- la República.

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Primera Misa celebrada en Chile (1904) de Fray Pedro Subercaseaux. Museo Histórico Nacional.

Si La Fundación de Santiago (1988) de Pedro Lira buscaba impactar al espectador con la fuerza épica del acto fundacional, esto es, con aquel gesto de captura a través de la palabra y de designar por medio de un brazo extendido (acto de tomar-con-la-palabra), instaurando un centro mítico en donde sostener el “de aquí en adelante”, entonces La Primera Misa celebrada en Chile (1904), de Fray Pedro Subercaseaux, no puede más que constituir el reverso oculto de aquella violencia colonial tan admirada en la época republicana. Y cuando utilizo la palabra constituir, no refiero a un simple sinónimo intercambiable por cualquier otro modo de ser, sino a un modo preciso y esencial, a uno que revela un presunto estatuto ontológico y cuya consistencia estructural dita del mero existir.

Así, la constitución de la fundación republicana, aunque no se manifieste plenamente (porque he ahí, en habar desde el más allá, gran parte de su angélica gracia), emana desde aquella dimensión metafísica que le posibilita, sustenta y legitima: Dios. Representar la primera Misa en Chile como un evento histórico significa incorporar a la tierra conquistada al interior del horizonte onto-teológico. En tal acción sagrada, investida de una conjugación lumínica capaz de conjugar la pureza blanquecina del sacerdote con un sol descendente sobre el valle central, se desenvuelve un ocultamiento. Como si en tal acto litúrgico el agua bendita fuese derramada sobre el llanto de la tierra con el objetivo de borrar la sangre del genocidio indígena, para luego, con su masa de barro resultante, modelar una figura sacrificial, el acto de lo sagrado apunta a unificar cualquier separación, a reconciliar toda conflictividad. ¿A qué más, sino a esa misma sed de mismidad, es a lo que refiere la religión entendida como re-ligar (volver a unir) la separación del mundo?

En última instancia, dicha escena bautismal desliza una promesa: la de un pueblo (o mejor dicho, un conjunto de familias) que se conoce y re-conoce en la liturgia a la cual pertenece. Conjuntos de familias, suma de individuos que aspiran a ser personas, es decir, conglomerados de entidades temporales que, gracias a la bendición sacerdotal, participan (y se halla al amparo) de la única universalidad atemporal del ser divino: los inescrutables designios de la Providencia que, sin embargo, los acogería en la cima de su seno. Porque el bautismo comprende el primer sacramento. Y nada podría ser fundado si el poder fundacional no fuera dado desde un “siempre más arriba”: la República -pese a toda su retórica laicista- yacerá constituida por un poder que no pertenece a este mundo; la República se sostiene en un reino que no es de este mundo.

A la luz de este poder trascendente a (y el cual también busca presentarse como trascendental, o sea, como condición de posibilidad de) la historia, durante el siglo XX Chile ha comprendido buena parte de su historia. La historia de una excepción que lo une a a otra historia mayor, a un sentido que lo trascendente. Incluso actualmente podemos escuchar los resabios de dicha marca. Somos un país que, hasta el día de hoy, se sigue considerando alumno aventajado en la región, el cual valora su lugar en cuanto no-lugar, concibiéndose como heredero de una virtud eurocéntrica y cristiana que siempre le trasciende al tiempo que le abrazaría: desde el determinismo geográfico a la hora de explicar nuestro singular imaginario, que nos hace identificarnos con un territorio aislado por el Océano Pacífico, por la Cordillera de Los Andes y el desierto más árido del mundo, hasta nuestro delirio de orden político-jurídico justificado en una presuntamente ejemplar tradición democrática, pasando por nuestra identidad reservada y la moral conservadora o casi victoriana, así como por la supuesta belleza floral de un himno felizmente copiado al Edén, nuestro valor remite a un sobresentido que a la vez nos demanda y nos cobija. Este complejo de trascendencia, quizás, yace arraigado en la escena de una representación mítica cuya imagen y semejanza siempre se halla mediada por una carencia: modelo sin ideal, Estado sin nación, hijo sin padre, o Dios sin amor. Porque al comienzo no fue el verbo, sino la espada…y la cruz.

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La pintura es vivaz. Si bien su técnica no demuestra mayor prolijidad ni un alto nivel estético, su efecto dramático capta la atención. Tal efecto viene dado por una pincelada ágil y una primacía del dibujo por sobre la composición cromática y la estructura interna. Pero el impacto psicológico que genera en el espectador viene dado por otro aspecto: el enfoque que nos involucra de lleno en el evento eucarístico, volviéndonos partícipes del acto sacramental.

Sin embargo, una advertencia: la mirada del conquistador nos detiene e interpela. Dicha advertencia nos recuerda que el espectador republicano, el ciudadano del siglo XX o el chileno a secas, están invitados al evento pero, en realidad, no pertenecen esencialmente a él. Esta advertencia se revela en la mirada del conquistador, la cual se nos presenta como un obstáculo y al mismo tiempo configura su función de guardián mundano (de la realización) del poder divino. Así, el espectador que contempla la misa no puede adentrarse en ella de manera directa y espontánea, pues más que ser vigilado por el poder militar, debe saberse siendo vigilado, permanentemente, por ese poder. En efecto, la violencia de la escena es doble, o mejor dicho, forma una unidad diferencia, un binomio donde el poder pastoral, en cuanto emanación angélica y trascendente que determina conductas humanas y construye subjetividades, brindaría las condiciones de posibilidad metafísicas para permitir el desenvolvimiento de un poder disciplinar aplicado sobre los cuerpos, en cuanto técnicas de negatividad y represión militar. En concreto, en esa mirada vemos, una y otra vez, la advertencia de la derecha cívico-militar: esa reserva moral de la nación que, llegado el momento, parece decirnos que no vacilará en levantar su espada en defensa de unos valores superestructurales -en lenguaje marxista-, tan trascendentes como sobreideologizados (principalmente Dios, pero también la familia y la patria).

Así, ambos órdenes, uno supuestamente metafísico y el otro supuestamente empírico, parecen entrelazarse en una fidelidad natural, fidelidad simbolizada en la incondicionalidad de la figura del perro que se encuentra en el sector derecho del cuadro. Este último factor confiere a la relación una connotación familiar, evidente y cuya incuestionabilidad ha sido naturalizada. Nótese, finalmente, cómo el perro, dispuesto casi a la misma altura del conquistador, esto es, en equidistancia con el sacerdote, termina por conformar un triángulo isósceles (específicamente, un triángulo isósceles acutángulo), cuya cúspide estaría coronada por el poder sacerdotal, mientras que su base, más próxima al espectador, se dividiría entre el poder militar del conquistador vigilante y el orden animal e inocente de una naturaleza ya dada, la cual -casi franciscanamente- cumple el rol de unificar, desde una fidelidad naturalizada como obvia, el conjunto significativo de la obra.

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Para concluir, dos grupos de datos que, en realidad, son indicios.

La obra en cuestión tuvo una gran recepción y masificación a lo largo del siglo XX, cuyas reproducciones circularon, en distintos soportes, no sólo por ambientes vinculados con el mundo católico, sino también con el ámbito público, principalmente, en textos escolares referentes a la historia de Chile. Incluso más. Ella ha decorado -con la solapada sutileza que en ocasiones adopta la violencia monumental- la portada de las últimas ediciones de Chile y su historia, icónico manual de estudio historiográfico de Sergio Villalobos Rivera, publicado en Editorial Universitaria (editorial que, al depender de la Universidad de Chile, es lo más cercano que tenemos a una editorial pública).

Por otro lado, bien vale mencionar algunas consideraciones biográficas. Fray Pedro Subercaseaux Errázuriz, nace en 1880, en una acomodada y devota familia de origen francés y vasco. Dado que su padre oficiaba como embajador chileno en diversos países de Europa, durante su adolescencia y juventud recibió clases de pintura en Italia, Alemania y Francia, mostrando predilección por los maestros renacentistas y distancia hacia los movimientos impresionistas y las vanguardias artísticas recién nacientes. De vuelta en Chile, entre otras obras consagradas a la pintura histórica (lo que le valió ser conocido como “pintor de las glorias de Chile”), compuso el mural que hasta el día de hoy se encuentra en la sala principal de la Bolsa de Comercio de Santiago, cuyo motivo es una alegoría de la actividad laboral e intercambio económico. Más aún -y tal vez como muestra de su preocupación por la nación- creó el primer personaje de historietas del país: Federico Von Pilsener, un alemán conservador, avecindado en tierras nacionales, el cual padece e ironiza acerca de los “pintorescos” vicios que caracterizan a los chilenos y su “idiosincrasia”. En 1918, a poco más de diez años de su matrimonio, Pedro Subercaseaux, tras serle otorgada la dispensa papal, se convierte en monje benedictino y pasará a llamarse Fray Pedro Subercaseaux. Muere en 1956. Su cuerpo yace en el cementerio del Monasterio Benedictino de Las Condes, lejos del mundanal ruido.

Con seguridad, ninguno de los datos anteriores resulta mera casualidad; pero tampoco fruto de los inescrutables designios de la Providencia Divina.


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