Rodrigo Karmy Bolton / El gusto por vivir

Filosofía

Sobre Averroes. Acerca de la felicidad del alma. DobleAEditores, Santiago de Chile, 2022

1.- El cerezo

Al principio de “La ideología alemana”, Marx y Engels acometen una tarea crítica inmediata: ir más allá del materialismo de Feuerbach. Para ello, señalan con fuerza que el filósofo alemán ha acertado parcialmente, por cierto, al desplazar el principio teológico por el antropológico, pero ha errado en la medida que: “(…) no ve que el mundo sensible que le rodea no es algo directamente dado desde toda una eternidad y constantemente igual a sí mismo, sino el producto de la industria y del estado social, en sentido que es un producto histórico, el resultado de la actividad de toda una serie de generaciones, cada una de las cuales se encarama sobre los hombros de la anterior, sigue desarrollando su industria y su intercambio y modifica la organización social con arreglo a nuevas necesidades (…) Así, es sabido que el cerezo, como casi todos los árboles frutales, fue transplantado a nuestra zona hace pocos siglos por obra del comercio y por medio de esta acción de una determinada sociedad y de una determinada época, fue entregado a la “certeza sensorial” de Feuerbach”.

Para Marx y Engels, el límite del antropoteísmo feuerbachiano reside justamente en la imposibilidad de atender la historicidad de los “hechos”. El “cerezo” que frente a la “certeza sensorial” de Feuerbach como algo dado, en rigor, constituye un “producto histórico”, efecto de la industria cuya textura material se anuda en la “actividad de toda una serie de generaciones” dicen Marx y Engels, en las que cada una se “encarama” en la anterior en un devenir histórico sin fin. De ahí que, el “cerezo” no tenga el cariz de un simple “hecho” dado de antemano, sino que encuentre su existencia en la infinita actividad de las “generaciones” pues será en ella, donde el “cerezo” adquiera su existencia.

En otros términos, la existencia del “cerezo” no encuentra su causa en los procesos naturales, sino en la actividad histórica y mundial –un efecto técnico y, por tanto, histórico y natural a la vez- en la que surge y resulta ser su singular “producto”. Todo deviene transplante, nada está en su propio ser, la esencia se ha disuelto en la forma de la existencia (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), porque, en cuanto transplantada, ella se hunde en la historicidad en que la “actividad de generaciones” no dejan de intercambiar, modificando la organización social “con arreglo a nuevas necesidades”.

La ontología del transplante o espectral inmanente a Marx y Engels es la de la historicidad donde la dicotomía entre naturaleza y cultura se hunde en el devenir histórico y, por tanto, técnico o imaginal-  de los vivientes, que hace del “cerezo” aquí entrevisto una simple forma producida por la misma circulación histórica y mundial, tal como ocurre con todas las cosas convertidas inmediatamente en mercancías. No se trata del “hombre” sino del “intercambio”, no se trata de la “antropología” como el de la “historicidad”, un “paso atrás” que quiebra la certeza humanista y su personalidad, por la de una abigarrada impersonalidad de un proceso histórico sin principio ni fin.

2.- Traducción

En medio de la crítica a Feuerbach intentemos considerar, a propósito de la reciente publicación de Acerca de la felicidad atribuido a este nombre extraño y transplantado llamado “Averroes”, lo siguiente: atendiendo a la tesis que desarrollan Biagini y Carmona en el profundo estudio crítico que se publica como introducción a la traducción de Acerca de la felicidad, según la cual, este manuscrito expresaría no solo la cima intelectual del averroísmo en el mundo latino sino, a la vez, la respuesta del paradigma del copista con el que se practicaba la filosofía, en contra el paradigma emergente durante el siglo XVI centrado en la historia filológica, propongamos la tesis de que Marx y Engels son los últimos copistas. No porque traduzcan tal o cual texto, sino porque hicieron de la traducción la forma esencial de su filosofía de la historia.

En buena medida el análisis del capitalismo es, el análisis de un sistema de traducción. Un sistema que se impuso por sobre otros miles sistemas de traducción, y que redujo toda lengua a una simple fórmula: la equivalencia general. Todo puede ser traducido universalmente en la forma mercancía. El sueño filosófico presente en la Lógica de la tradición greco-árabe –por ejemplo en Al Farabi- de encontrar en la filosofía un sistema de traducibilidad cosmopolita, fue reemplazado por la realidad de un sistema de traducibilidad que solo podía funcionar si convertía todo lo que tocaba en mercancía. Así, el capitalismo desplaza a la filosofía como código de traducibilidad (como antes lo había realizado la teología) o, si se quiere, la consuma en su devenir cosmopolita y convierte a la filosofía una mercancía que habrá de ajustarse al mismo código mercantil.

Si consideramos que Marx y Engels serían los últimos “copistas” que juegan a contrapelo de la “filología” expresada en la economía política moderna y su concepción del sujeto al estilo de un Robinson reducido exclusivamente a pura “fuerza de trabajo”, es porque asumen que todo sujeto, por el solo hecho de tener lugar, ya está transplantado en la medida que la historia no es más que el incesante circuito de dicho transplante, el intercambio infinito y tantas veces violento, de los medios. De otra forma: el incesante trabajo de copista de Marx y Engels contrasta con la reivindicación filológica de un Smith o un Feuerbach que expresan el devenir antropológico de la filosofía moderna: si Feuerbach aún apela a un sujeto histórico al desplazar la teología por la antropología, Marx y Engels parecen entrever que, respecto del problema antropológico, solo sería posible ir más allá si verdaderamente se asume su constitutiva naturaleza transplantada (técnica, imaginal, histórica) no solo respecto de los enunciados filosóficos sino también de su “método”.

Ir más allá de Feuerbach implicará asumir, por tanto, la posición del copista en la medida que, como el “cerezo”, toda existencia no será efecto del genio de hombres individuales, tampoco producto de una raza superior ni menos, producto de la voluntad de un Dios que hará de cierta clase de hombres los que dominen y obtengan determinados privilegios, sino de la composición de fuerzas inmanente a la historicidad de un proceso material en el que la “actividad de generaciones” no dejan de intercambiar. Lejos de todos los sujetos, Marx y Engels dicen: la condición para entender la materialidad del “cerezo” es, a diferencia de Feuerbach, el modelo de la traducción. Solo en él, el “ser” se disipa y la autoría que atribuye a la historia una cierta razón, sujeto o teleología, se disemina. Así, la historia misma –ese saber declarado científico por el siglo XIX que convirtió al siglo XIX en el siglo de la historia- puede experimentar una desarticulación ontológica y ofrecerse como el campo de los trasplantes que, por serlo, no porta nada esencial más allá de la proliferación imaginal o espectral de la que está hecha.

En la historicidad todo es trasplante, máscara sin persona, porque su “ser” coincide enteramente con la expresividad de la vida, con su medialidad. En otros términos, los copistas Marx y Engels, saben que la historia nunca trae un sujeto detrás: ni un Dios, ni una Naturaleza, ni un Hombre sobre el cual, aún podía descansar Feuerbach. Solo actividad colectiva desplegada como circulación mundial, no privativa del capitalismo. Máscaras de máscaras, como la traducción (el comentario o la comedia), que muestra el carácter an-originario de las lenguas, la historia concebida como traducción, mostrará que, al igual que el “cerezo”, todos devenimos transplantados, máscaras exentas de cualquier hipostasiado origen, sin la sustancializada “persona”, atravesados de genealogías. Sin la ficción de la autenticidad, el trabajo humano es visto por Marx y Engels desde la perspectiva del copista. Pero precisamente por eso, constituye una noción de trabajo que no podría decirse de sí que sea simplemente histórico, como nada más que historicidad, abertura imaginal de transformaciones siempre (im) posibles. Transida de historicidad, el tiempo histórico no es concebido como una sustancia, fuerza inerte o teleológica que simplemente opera inflexiblemente por sobre los seres humanos y sus luchas, más bien, la historicidad del tiempo histórico es la lucha de clases que, en su multiplicidad de derivas y campos de conflicto, impide que la “historia” devenga una totalidad sin fisuras, sin grietas ni discontinuidades mostrando que tras ella no hay nada ni nadie esperando para su conducción, porque abraza sine qua non su condición de transplantada; la historicidad aquí deviene nada más que la traducibilidad sin fin. No “traducción” en el sentido que incorpore ya un código capaz de leer todo lo real bajo el prisma de la mercancía y sus equivalencias, sino “traducibilidad” en cuanto abertura de una potencia que puede dar lugar a una pluralidad códigos posibles.

A esta luz, como modo de traducción mundial, el capitalismo no es visto aquí como un destino o una fatalidad, sino simplemente como la puesta en juego de relaciones de fuerzas que pueden ser modificadas, que pueden ser transformadas en la medida que nos volquemos a la potencia de la traducibilidad. Porque, si bien, el capitalismo destruyó la sociedad feudal impuso, sin embargo, otro régimen de explotación. En él, los seres humanos han trocado la infelicidad religiosa por la infelicidad mercantil, o, para decirlo con Benjamin, han cambiado una religión por otra (la religión abrahámica clásica por la “religión capitalista”): su “ideología” –sostenida en base al otrora método filológico que apela a la sustancialización de un origen- no deja de repetir: no hay nada que modificar, en sus diferentes formas (industrial, financiero) el capitalismo se identifica con la realidad misma, por ende, esgrime el único mensaje de que nada se puede modificar que no sea para favorecer la producción de capital mismo. Marx y Engels asumen la historicidad del capitalismo porque leen su devenir como verdaderos copistas. Con ello, asumen que se puede modificar porque parte de una premisa ética fundamental cuyo origen se halla en la transplantada historicidad en la que se anuda lo árabe y lo judío: la felicidad.

En cuanto “copistas” necesariamente se arriman a un legado ético para el cual la filosofía no se presentaba como una disciplina o un saber, sino como una forma de vida puesto que su “interpretación” necesariamente traducía una “transformación”: la famosa tesis 11 sobre Feuerbach no está dirigida a la filosofía en general, sino al idealismo alemán cuya consumación se encontraría en la antropologización cristalizada en el pensamiento de Feuerbach. La filosofía –desde el punto de vista del “copista”- es inmediatamente una forma de vida. Casi, una receta para vivir bien. Si se quiere, se trata de la búsqueda de una respuesta a la pregunta acerca de cómo resultaría posible la felicidad en la tierra. Su respuesta coincide con el comunismo, es decir, el “movimiento real” (no el “ideal”) capaz de abolir el régimen capitalista. Pensar que la historia esté abierta en virtud de su misma historicidad constituye una de las premisas fundamentales que solo puede sostenerse en la idea arabo-judía de que, bajo determinadas condiciones materiales, la felicidad si es posible en esta tierra.

3.- Gusto.

La fantasía orientalista fue siempre la de que en Oriente se hallaba el gusto. Sea para bien o para mal, dignificado o conjurado, la seducción de Oriente se anudó en la narrativa de que desde él provenían las “especias”: azafrán, pimienta, canela, jengibre y tantos otros pequeños elementos que otorgaron y otorgan gusto a los alimentos consumidos en la naciente Europa latina. El gusto proviene de Oriente –digamos más: es Oriente. Por supuesto, “Oriente” como fantasía del gusto, lugar imaginario antes que geográfico, que al mismo tiempo que seduce, aterra. Oriente será visto como el lugar del deseo (una suerte de “objeto a” como diría Lacan: feroz atracción a la vez que enorme peligro. Pues, así como Oriente traía las especias para el ámbito culinario, también de él brotaba la pulsión erótica en el campo de la ética: desde las representaciones analizadas por Edward Said y profundizadas por Joseph Massad en torno al modo en que la “sexualidad” devino un dispositivo civilizatorio durante el imperialismo moderno, hasta el “ascetismo filosófico” exportado desde las viejas tierras musulmanas hacia el mundo latino cristiano durante el siglo XIII, analizado por Alain de Libera, que encontrará en la Universidad de París su estallido, todo consistirá en el advenimiento del gusto: sea para darle sabor a la comida o, lo que es igual, para ofrecer una vida feliz: como las especias traídas desde Oriente, también la filosofía provenida desde esas fantásticas regiones portaba el gusto por vivir, abría el deseo.

No es casualidad el título del manuscrito maravillosamente traducido por Bruno Biagini, Miguel Carmona y María Isabel Flisflish y atrbibuido al transplantado nombre de Averroes: acerca de la felicidad. En él despunta el problema del gusto que la tradición-traducción greco-árabe, vía la tradición-traducción judía, exportó hacia el occidente latino y que situaron un problema ético y político de gran envergadura que puso a la Iglesia Católica en peligro: ¿es posible ser feliz en la tierra? La respuesta inmediata de este manuscrito es que sí, porque sería característica de la filosofía el devenir una forma de vida feliz. Para ello, el manuscrito ofrece una continuidad con el célebre Gran Comentario al De Anima de Aristóteles atribuido a Averroes en el sentido que sostiene la existencia de un intelecto separado, único y eterno para toda la humanidad que el ejercicio filosófico puede, eventualmente, actualizar para alcanzar la felicidad: “Y, puesto que es así, conviene que esta especie de recepción que tiene este intelecto (material), sea por vía de la conjunción y de la unión con el (intelecto) abstracto sin renovación ni generación, de modo que él mismo se reciba a sí mismo.” (p. 93). La cita condensa un conjunto de problemas que aquí solo puedo esbozar y que el propio manuscrito será insistente en su exposición[1].

En primer lugar, en cómo la receptividad del intelecto material funciona análoga a la de los sentidos, pero siendo cualitativamente diferente a ellos, toda vez, que no experimenta transformación cuando recibe las formas inmateriales devenidas. Se trata del secreto mismo del averroísmo sobre el cual se asienta la potencia del “intelecto material”: recepción sin transformación. Dicho intelecto es nada más que un receptor que puede devenir todas las formas inmateriales provenientes de la intention, es decir, de la imagen abstraída, gracias a la operación ejercida por el intelecto agente sobre la cosa real. Por eso el texto toma la expresión: “esta especie de recepción” porque no se trata de aquella de los sentidos, sino justamente, de la que resulta tener un estatuto cualitativamente superior a ellos: el intelecto que sobrevive a toda forma inmaterial recibida. La recepción sin transformación introduce el símil de un espejo: el intelecto material, en cuanto separado, uno y eterno para toda la especie humana resulta ser diferente a la receptividad de los sentidos porque no experimenta modificación alguna por la recepción que sufre. El permanece bajo el modo de una transparencia que, como un médium sensible e intrínsecamente común, es capaz de devenir todas las formas inmateriales posibles (las imágenes) sin reducirse a ninguna en particular. Como diría Stephen Ogden, en su reciente libro Averroes On Intellect, a propósito de esta singular capacidad del “intelecto material”, éste perfectamente podría concebirse como una “pluripotencia” en la medida que puede recibir todas las formas inmateriales sin reducirse a ninguna de ellas. La consecuencia inmediata de este planteamiento es que para Averroes el ser humano no puede ser concebido como sujeto, puesto que este último no será más que el intelecto que, sin embargo, estará separado del mismo ser humano.

A esta luz, la lectura averroísta será fiel a una cierta lectura de Aristóteles para quien el ser humano no es sujeto sino un zoon lógon, donde el lógos y no el zoon será el sujeto. Todo el problema reside, entonces, en cómo concebir el contacto entre vida y lógos. Averroes lo resolverá con el término “conjunción”. Y así como para Averroes no habrá un sujeto tras los seres humanos, en Marx y Engels tampoco habrá nada ni nadie tras la historia humana: todos son máscaras, fantasmas, imágenes si se quiere, antes que la consistencia antropológica del “hombre”.

Dos cuestiones al respecto: la primera, en este problema se juega, a su vez, la cuestión de la inmortalidad: ¿será o no un cuento de viejas –como Averroes dice que habría dicho Al Farabi? En base a la idea del intelecto separado, único y eterno, la cuestión de la inmortalidad del alma no remite a la de un alma individual, sino a la del intelecto común que sobrevivirá a la finitud de cada uno de nosotros, después de habernos acogido durante nuestras vidas que, sin embargo, pudieron experimentar la felicidad al participar de la eternidad cósmica del intelecto. La segunda: quizás sea, justamente en el cuestionamiento a la antropología presente en el averroísmo donde habría que notar la lengua en la que llega el nombre de Averroes a las costas del mundo latino: latín y hebreo, dos lenguas que no son el árabe, que no son las propias, lenguas tan “transplantadas” como el “cerezo” de Marx y Engels y que ponen en tensión la idea del hombre en cuanto sujeto precisamente porque todo sujeto goza de una lengua propia y no de lenguas prestadas que traducirán, sin embargo, no solo del árabe, sino también del hebreo al latín.

En segundo lugar, la cita mencionada expone cómo el acto mismo del pensar se desenvuelve bajo el término técnico y propiamente medieval de la “conjunción” (en árabe ittisal) en la que el cuerpo individual y el intelecto general se unen, se encuentran, donde el primero deviene un usuario del segundo: el hombre no piensa en el sentido antropológico del término, más bien, participa del pensamiento una vez lo usa cada vez que experimenta la conjunción vía la imaginación: si esta última es la facultad que transforma la forma material (la taza de café) en forma inmaterial (la representación de la taza de café) es porque los seres humanos no son animales pensantes en el sentido antropológico, sino seres imaginales que se relacionan al pensamiento de manera separada, en la forma de una participación que les permitirá devenir “racionales” en el proceso de la “conjunción”. En otros términos, el intelecto no sería parte de la naturaleza “humana” como una potencia cosmológica en la que los seres humanos pueden, eventualmente, participar: cuando soñamos por la noche, hablamos en el día o pensamos con les amigues, estamos experimentando grados de “conjunción”, algunos más simples e involuntarios (los sueños), otros más complejos y voluntarios (la filosofía).

Algunos no profundizan su grado de participación, otros sí, el caso es que ni el filósofo es un cogito ni el soñante un total ignorante: la “conjunción” se produce precisamente porque los seres humanos no piensan por naturaleza, no son “personas” en el sentido de aquella “sustancia individual y racional” definida por Tomás de Aquino. Homo non intelligit – el “hombre no piensa”- era la fórmula con la que los latinos caracterizaron la escandalosa gnoseología averroísta. Si el “hombre no piensa” no puede haber antropología, no puede, por tanto, haber Feuerbach porque todo redunda en el proceso humano e inhumano, psicológico y cosmológico a la vez, de la conjunción. En otras palabras, desde el punto de vista de la gnoseología averroísta los seres humanos no son “propietarios” del pensamiento sino solo sus “usuarios”: relación de uso antes que constitución de propiedad, he aquí la cuestión clave que nos ofrece el averroísmo y que, me parece, será crucial en Marx y Engels –incluso para pensar el comunismo. Porque ¿qué sería el comunismo sino una sociedad en la que se privilegia el uso en común?

En tercer lugar, en este pasaje de Acerca de la felicidad encontramos el porqué del título de este singular manuscrito: porque gracias al momento en que el pensamiento es capaz de “recibirse a sí mismo” es que los hombres pueden hacer la experiencia de la felicidad. El momento más decisivo del pensamiento es cuando el intelecto en acto logra pensar al intelecto en potencia y, entonces, los seres humanos entienden que el objeto mismo de la filosofía no es un sistema específico, no es el saber de la humanidad, sino la pasividad como abertura a todo pensamiento posible, el erotismo inmanente en cada potencia que nos hace y moviliza a pensar. En otros términos, la culminación del pensamiento es su encuentro con la potencia que lo impulsa, el erotismo que lo moviliza. Encuentro con el gusto, en suma, en el instante en que el pensamiento piensa su propia capacidad de recibir, su propia pasividad. Ser capaces de la propia potencia, devenir una vida feliz (beatitud), “singularidades” (formas de vida) antes que “personas” traza, me parece, la apuesta ética del averroísmo. Solo ahí devenimos capaces de uso en común. Podríamos decir que, justamente, el encontrarnos con la propia potencia del pensar define al gusto sobrevenido. Quizás, la filosofía no está para ser un saber cómo una ética que antecede a todo saber. Como si en el fondo de toda elucubración haya un sabbath esperándonos, una detención del tiempo en el que la filosofía porta consigo su propia especia y ofrece el gusto por vivir que solo puede advenir en el uso común del mundo; uso que es eros cristalizado.

En esa medida, el escándalo, pero a la vez la admiración, con el que fue recibida la filosofía proveniente del mundo árabe e islámico clásico al mundo latino y cristiano se debió justamente a la presencia fantasmal del gusto por vivir. Seguramente, de aquí proviene lo que llamamos comúnmente “ilustración”. Sin embargo, por “ilustración” no habría que entender un simple uso público de la razón, como un verdadero acceso al gusto: la razón deviene el puente que nos promete la felicidad. El “uso de la razón” que, en el Fasl Al Maqal, Averroes pone en juego bajo el término proveniente de la jurisprudencia islámica denominada iytihad, implica atender al gusto que ella trae consigo, la relación erótica que ella implica. 

Pero ¿qué es lo que ocurrió en el intertanto que la razón terminó desprendida del gusto? ¿Qué pasó que la naciente sociedad burguesa tuvo que dividir razón y gusto, ilustración y romanticismo en dos campos sino enfrentados, al menos, separados? Acaso el dispositivo que explique dicha escisión sea el cristianismo. Recordemos una tesis de Pierre Hadot: la escolástica habría producido una filosofía escindida de una forma de vida; en otros términos: el cristianismo separó la razón del gusto y nos conminó a una ilustración verdaderamente tanática porque no pudo soportar la única cuestión que Marx y Engels, a la luz de la “tradición” que había permanecido oprimida, volvieron a poner de relieve: que la felicidad si sería posible en este mundo.  

Este problema, será un asunto que no solo pasará por la conjura eclesiástica sino también por la filosófica (los filósofos modernos serán todos “contra averroístas”), tesis que irá a contrapelo de la tan extendida doctrina, según la cual, la ética sería el terreno del deber y la culpa. Justamente, el averroísmo, podríamos decir, es aquella contrafuerza que desvía el plano cristiano y concibe la ética como una verdadera doctrina de la felicidad en la que los seres humanos pueden habitar su propia potencia del pensar y abrir relaciones de uso antes que de propiedad. Todo esto gracias a que su práctica escritural se anuda al comentario y la traducción en la que se abandonará toda apuesta por encontrar en el hombre a un sujeto del pensamiento. Si el hombre no adviene como sujeto del pensar –dado que el intelecto está separado, es uno y eterno- no podrá sobrevenir la antropología y, con ello, no habrá ni Kant ni Feuerbach, pero si habrá Marx y Engels: práctica filosófica del copista, antes que práctica filológica que concierne a la búsqueda de la fuente y el autor; por tanto, ontología de la traducción antes que la del sujeto.

Oriente no es más que el “objeto a” de la Europa imperial. Por ello es su “causa de deseo”, que abre el mercado de las especias con el que, en las tinieblas exentas de sabor, se pudo saber del gusto, a la vez, que comprendió que no necesitaba a la Iglesia católica y su “juicio” para encontrar la felicidad. Pero, por esta razón, la Iglesia Católica y las instituciones que siguieron sus pasos desmaterializándose hasta concebir la figura del Capital, no hicieron otra cosa ofrecernos infelicidad, despojándonos de nuestro Oriente, del gusto por vivir que nos trajo la tradición greco-árabe, ese lugar sin lugar en el que la vida coincide enteramente con su forma pues ella es nada más que expresión y uso, “estilo” si se quiere que, con su aroma y deseo, nos indica que no está en un “más allá” solo alcanzable una vez que experimentemos el juicio después de la muerte en el que resucite nuestra pecadora alma individual, sino que reside en la misma inmanencia de la existencia que anuncia la posibilidad histórico-material de una vida feliz.

                                                                                                                     Noviembre 2022

NOTA

[1]Un único punto de inflexión –que los mismos traductores subrayan como innovación- es la distinción que nuestro Averroes de los Giunta establece entre posibilidad y potencia: la primera –se nos explica- es un atributo propio de la sustancia, la segunda un atributo respecto de la forma, es decir, de lo que puede o no recibir desde el exterior.  Tal distinción no se encuentra en el Averroes de Scotus (Gran Comentario) porque, más bien, cuando define el estatuto ontológico del intelecto material juega con una identificación en él, entre potencia y posibilidad y que habría que ver porqué resulta relevante al interior del presente tratado. 


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