No se puede hablar de imágenes, sin hablar de cenizas. Georges Didi-huberman
Nuestro Reyno, que vive de las mercancías efímeras,ha domiciliado en su atribulada vida cotidiana, la saturación mediática y la fragmentación como formas que renuevan la producción y liberalización de los consumos visuales. Ello sucedeen el atardecer del Chile post-octubrista (vértigos destituyentes), cuestión que, nuevamente, nos recuerda la imposibilidad de una distancia entre facticidad y pensamiento crítico. Esta trama se asemeja a los espejos rotos de Borges (luz y sombra). En 1977, el escritor argentino sostenía, “Yo de niño temía que el espejo me mostrará otra cara que ocultaría algo sin duda atroz”. Ciertamente, cuando cae la unidad de la imagen, nadie quiere verse retratado en aquella desemejanza macabra que proyectan las “transiciones adulteras” en la región que, sin restañar, perpetraron impunidades normativas y vidas de derechas. Huelga señalar que aquí el nihilismo -en su escena no originaria– sería la condición histórica de la “acumulación capitalista”. En un contexto de distopías no románticas y de valores sin sombras, se renueva el flujo de las mercancías. En lo parroquial, el personaje de turno –La Abuela– ha puesto el colofón para que la lengua política del congreso asuma su vileza en el grado cero de la “política representacional”. Para que los rostros se vean demacrados en el espejo de la locura cuando se ha consumado la liquidación de todos los referentes o fines últimos. De tal suerte, el virus de la hipersimulación -en plena autonomización- ha dislocado la diferencia de lo “verdadero” y lo “falso”, de lo “real” y lo “imaginario”. La hiperrealidad ha trastocado al Estado, coaliciones e ideologías, hegemonías, sujetos y derechos sociales desmantelados por el tiempo enloquecido del aceleracionismo. Toda vez que la obsolescencia programada del presentismo capturó el pensamiento crítico, instauró la trampa visual, e impide alcanzar algún “reparto de lo político”, hemos asistido a la destrucción de la realidad en un Chile Post-Watergate. Fin de la metafísica. No hay trascendencia posible, salvo abrazar el mercado con los pecados de Caín. Ahí deviene un fondo espectral, donde se desliza la coreografía violenta de Pamela Jiles, con su personaje grisáceo, gestionando ficciones anti-elitarias, sodomías mediales y los deseos errantes que solo sabe gozar el capital.
En medio de una nueva “distopía” en la acumulación de capital, se reúnen objetos psiquiátricos, subjetividades plásticas y culturas mediáticas que las “izquierdas” tardaron en asimilar. En lo parroquial la trayectoria trizada de un personaje, no se puede remitir al slogan de la incomprensión que impide entender la condición epocal y los rizomas de la acumulación de nuevas plusvalías. Con todo, no cabe espacio para equivocaciones. Las artes del personaje creado por Pamela Jiles, sus audacias tanáticas, oportunismos, perversiones y beligerancias, implican una “interrogación ética” que tampoco puede ser sustancializada o auscultada, o bien, cedida a la impunidad de un tiempo sin “comunidad del recuerdo”, dado el predominio de las violencias que hacen posible la refundación de las plusvalías (soberanías del consumo).
En el teatro de la crueldad que supera a Artaud, La Abuela, cual equivalente abstracto del capital, es la heroína especular que asume que los retiros (10%) fueron el único hito -potencial emancipatorio- tangible tras la revuelta del 19. A ello cabría consignar que tal gestión no es parte de una “política de izquierdas” (redistribución), sino la angustiante necesidad ciudadana al interior de un régimen de acumulación primitiva de capital. En suma, nuestro personaje se mimetiza sagazmente con el “capitalismo de las emociones” y mediante los reciclajes de la vida cotidiana -mercancías sentimentales- empatiza con “lxs sin monea” -que no necesariamente se encuentran en Twitter o Instagram-, o bien, seduce discursivamente a la madre o abuela que sobrevive en la calle 11 de “Lo Hermida” y que padecerá el año 2023, en plena alza de la vida, los pesares de la “olla flaca”. En los rudos 80′, Jiles cultivó un arrojado periodismo crítico contra la Dictadura que, quizá, le provee algo más de olfato etnográfico -de calle- que los elencos del propio FA. Durante otros tiempos desarrolló un vigor informativo que emplazaba los ritos mediales de Vitacura. Pese a su condición elitaria, La Abuela, sabe que el polo transformador del frente amplismo, no proviene de “Los Nogales”, los territorios húmedos, ni de los eriazos simbólicos, amén de la dignidad, sino esencialmente hijos y nietos mesocráticos del Mapu, formados en Colegios privados, Pío Nono y el campus Oriente (UC) -y a la sazón de vocación reformista-. Una generación que tiene todo el derecho a la política, pero que no padeció los “años del plomo”, y que en los hechos se ha visto obligada a preservar las sobre utilidades de las AFP, invocando el temor inflacionario, agravado por la vocación tecnificante de la demografía FA. En suma, a la derrota octubrista (2019) se agrava con la capitulación del gobierno transformador. Y así, la ausencia de política comprende tragedias reciclables en la propia soberanía del capital. Luego del periodismo de izquierdas, la periodista de marras dejó un “lugar vacío” en medio de la heroicidad informacional de la transición e irrumpió una prensa escolta del “milagro chileno”. Más tarde su rutina “traviesa” y rupturista se vino al alza y el personaje transgredió múltiples fronteras. A su favor y en contra de su solvencia mediática, empezaron los perdigones. Su paso por los matinales, aquellos mecanismos infalibles de la post-dictadura, le permitieron captar con agudeza, la configuración espectacular de la política. Y así, obtuvo réditos de su pasado militante y los oficios de la comunicación política sellaron un personaje bizarro y popular. Nuestra protagonista, de adjetivos agraviantes, ha dado lugar a todo tipo de cuestionamientos. Con buenas razones ha sido retratada de populista, narcisista-obsesiva, personalista, egocéntrica y desecho cultural. También su actitud ha sido oscilante -desde apoyar a Alejandro Navarro (2009)- hasta sus cercanías con el PDG en los últimos meses. Más allá de la consistencia ideológica de su proyecto, y dado el desfonde de relatos que la izquierda reclama, La Abuela es una institución del “Chile infra” -en clave Caffarena- que resulta -aparentemente- desafiante ante los moralistas del orden, los especuladores del consenso y los pastores del colectivismo. Durante el estallido social (2019) y el Covid-19, retrató a Sebastián Piñera y sus borregos de capa media, como un Padre desidioso (“abandonó de hogar” y cesarismo al “dejar morir” mediante el bono al Chile SENAME).
Tampoco le faltó prosa (ni cámara) para denunciar la “bancarrota ética” de nuestros profetas de izquierdas, políticos con problemas de educación cívica. El personaje reverbera en utilidades mediante la “comunicación carnavalesca” para describir el gris de las izquierdas deslavadas del XX -sus resabios-, su ausencia de relato y marco interpretativo. Todo ello una vez que la “liturgia destituyente” -vértigo octubrista- enfrenta sus horas más aciagas. De este modo, la irá de los partidos de izquierda, aquellos que han abjurado del “programa transformador” es que bajo está ópera bufa, se lleva todo al grado cero. “Todo lo sólido se desvanece en el aire” nos recuerda Marshall Berman -parafraseando al viejo Marx-. Entonces, ¿Qué hacer? De momento tal proceso dista de asolar a nuestra parroquia y es parte de una liberalización de los consumos visuales y tecnológicos. Y así, La Abuela ha sido retratada como desecho cultural, en virtud de su personalismo camaleónico (perverso según muchos), que debe ser desterrada según el polo reformista que se encuentra entrampado por La SOFOFA, la ultraderecha y el Aylwinismo con sus narrativas de mesura, teología y realismo. Y no faltan razones: su elocuencia satírica en el uso de los medios, la mezcla entre contenidos y espectáculo porno, ha generado flagelos y damnificados en medio del camino. La heroína corrosiva del 10% neoliberal, librada a la profanación de la letra chica y enemiga de la “focalización”, moviliza un texto narciso-denunciante, toda vez que no responde a las categorías racionales de la cancina política moderna. La crítica nos dice que La Abuela, habría vulnerado la relación entre democracia y cultura de las militancias: obviando hegemonías, transgrediendo alianzas, violentando pactos, según “políticos transformadores”, el ethos de la cultura de “izquierdas” que no aprueba retiros, pero que sanciona sus acuerdos con el Partido de la Gente (PDG). También la izquierda le imputa, echando mano de una racionalidad cínica, su indomable disciplina partidaria y desapego de los proyectos colectivos. Y ciertamente abunda la queja sobre su versatilidad verbal para ridiculizar con sadismo a sus interlocutores.
Tales imputaciones, pudiendo ser muy atendibles, y en algunos casos muy genuinas, se ubican en la “devastación de lo político”: la espectacularidad, la fragmentación contra el pastoreo de los proyectos colectivos y lo contingencial-mediático de nuestro presentismo es la nueva historización del capital. Todo bajo la fractura entre política institucional y vida cotidiana. De su “narcisismo mesiánico” ha sabido el Partido Comunista, Humanistas y el Frente Amplio en un esfuerzo por reducir su carga lenguaraz a los retiros del 10%. Tales coaliciones han padecido las pulsiones tanáticas de la “Abuela amargura” -de intensa elocuencia cultural, incluyendo dicción e impostación- que castiga a la “miserable clase política” con el “gesto ilustrado-elital” de ubicarse por fuera de los curules gastados que ella misma representa con un candor sesentero. Lejos de toda fascinación por un Personaje familiarista-libertario, y por momentos de benevolencia oligárquica, es necesario señalar que no hay Cruz Católica para la “abuela” -bizarra o no, sádica o no, marrana o no-. A no dudar, su retórica erotizante, su compromiso con el campo de la diversidad sexual, y los nexos entre mediatización y vida cotidiana, son parte de un presentismo que lo diluye todo. La Abuela entrecruza pragmáticamente biografía, performance medial y narcisismos críticos en tiempos adversos para sustentar una “ética de la comunidad”. En los retiros del 10% (AFP) fue de una eficiencia camaleónica que no tuvo misericordia para terminar de degradar el Cesarismo de Sebastián Piñera. El presente año no vaciló en ubicar a la Diputada Cariola como una política maquinal, imputándole una ruina argumental al PC en el quinto retiro (2022) cuando prescindió de la demanda popular. La configuración política del espectáculo en los años 2000′ -politización de la Farándula- resulta un hito que La Abuela ha exacerbado creativa y mordazmente. Eran años donde se festinaba el imaginario eufórico de la promesa gestional (acceso, servicios, méritos, pero también “ropa americana”), el control del sentido común y la irrupción de liderazgos visuales (pastores neoliberales). A diferencia de ello La Abuela libertaria, híbrida, mundana, intempestiva, bizarra, modula un texto familiarista-oligárquico donde logra agenciar un lazo en la “subjetividad beligerante” del chileno medio-empobrecido y el “sinmonea”, hastiado y estriado por los estresores de la guerrilla de precios y la tuberculosis de la deuda.
Abuela es la “metáfora del abandono” que adopta “peligrosamente” la precariedad de “niños” y “nietit@s” dañad@s porque las madres deben trabajar durante el día, o bien, en la resaca de la noche. Los niños del orfanato serían un “pueblo infantilizado” del Chile Sename, abusado por políticos y empresarios, pero sin la romantización de Gabriel Salazar cuando alude al “niño huacho” como sujeto histórico (real). La abuela patriarcal alecciona, cocina, lava y plancha, cuida y ordena la orfandad ¡Y quién no ha vivido horas de beatitud y dolor con las abuelas del mundo popular¡ Desde el verdor de “Las Abuelas” que han enfrentado la exclusión desde una relación de complicidad con muchos “nietos-nietitas” de la disidencia sexual castigad@s por el vocabulario masculinizante. De suyo, en el vaivén de las posiciones político-biográficas, es una heredera del voto feminista en Chile. Y fue precisamente desde el apoyo de la disidencia sexual -en una deriva queer-que interpela al feminismo oligárquico (hetero/normativo), donde recogió el voto de “lxs sinmoneas”, los coleros, y las barrialidades chicanas de las ferias. Y a no dudar, las estéticas vagabundas la blindaron como Diputada con una alta audiencia de popularidad. Por fin, la sobrina del General Ricardo lzurieta Caffarena, el mismo que perseveró en traer a Pinochet desde Londres, ha logrado enlazar la categoría “pueblo” (“mis descamisados”, “mis desposeídos”, y “mi ejército” de nihilistas post/populares, dice el estribillo mesiánico de La Abuela) como centro gravitacional, restituyendo un cuerpo virtual que los empleados cognitivos de las elites (políticos y funcionarios embusteros de los think tank de izquierdas y derechas) no estarían en condiciones de invocar públicamente. En suma, hay un doble movimiento: una antigua espectacularización de la política y a la sazón una politización de la farándula. Y allí es donde la crítica institucional se torna reactiva contra el personaje, porque el 5to retiro representa la “explotación normativa” de la sociedad chilena. En suma, La Abuela es un clivaje elitario-popular, una “subjetividad beligerante” y protegida por el propio rodaje de los medios oligárquicos, temporalmente por algunos diarios de derecha, en medio de una colosal grieta llamada “gobierno del capital”.
Aquí el narcisismo mesiánico activa un lazo intricado con lo popular que debemos interrogar, a saber, su guión promueve un rechazo aristocrático (post popular) ante las élites diezmadas -ocaso voluptuoso de la gente con dinero- y esencialmente contra la “miserable clase política” -en su jerga- desde donde ha fortalecido las simpatías con el mundo popular mediante “metáforas familiares” ¡Mi pueblo con mi ejército de nietitos! en situación riesgo -cabría agregar-. Los cuerpos del capital absorbidos en distintas plebeyizaciones y sometimientos que el personaje de marras es capaz de capitalizar denunciando la materialidad y las estéticas de la cesantía. Pese a todo su lenguaje “vitriólico”, untada en lo oligárquico-reformista de la apropiación popular (¡mi pueblo! como pronombre posesivo de un pueblo orgánico que nunca es tal) se mezcla con la teatralidad satírica y un relato para sujetos carenciados -que solo ella -cual Abuela– podría emancipar-. Y así ha podido capitalizar el 10% mediante binarismos narcisos que hacen del retiro de pensiones (AFP) un “significante vacío” donde ha domiciliado los antagonismos en los imaginarios de la popularidad. Pamela Jiles, a punta de personalismos, ha sabido rentabilizar el desencanto popular, por la vía de estéticas marranas y gramáticas familiaristas. Ello comprende nombrar ‘los Chadwick’, ‘los Frei’, ‘los Caffarena’, ‘los Walker’, ‘los Gumucio’, etc., llevando todo al registro de la disolución de las izquierdas. Tal disolución, donde todo se eleva a la nada resulta intimidamente. Y así ha establecido pactos fugaces con las corporaciones mediáticas, al precio que las encuestas del mainstream cada tanto han inflado sus atributos. Como sí todo principio de realidad, incluyendo la pasividad temporal de El Mercurio (jamás inocua), estuviera “fuera de sí” y La Abuela pudiera prescindir de cualquier otra mediación elitaria. Como sí no bastara con sus redes genealógicas. Una “abuela” múltiple (en plural) aparentemente inmune a los pesares que padeció MEO en el desierto cuando la cadena mediática de los Edwards lo expulsó de la arena política y quedó despojado de la carrera presidencial. Todo migra desde una teatralidad que ha logrado secuestrar el imaginario de la popularidad sirviéndose de familias en situación de riesgo -cuerpos del capital y tos de enfermos, en espera del sexto retiro-pero con una discursividad muy eficiente -efectista- en la presión fáctica del Chile de ollas comunes. Lejos de cualquier fascinación, el personaje administra el dorso tanático de nuestra modernización neoliberal.
Mauro Salazar J. y Carlos del Valle R., Doctorado en Comunicación, Universidad de la Frontera