Algunas de las mentes más agudas del siglo XX coincidieron en identificar el reto político de nuestro tiempo con la capacidad de gobernar el desarrollo tecnológico. “La cuestión decisiva”, se ha escrito, “es hoy cómo un sistema político, cualquiera que sea, puede adaptarse a la era de la tecnología. No conozco la respuesta a esta pregunta. No estoy convencido de que sea la democracia”. Otros han comparado el control de la tecnología con la empresa de un nuevo Hércules: “quienes consigan someter la tecnología que ha escapado a todo control y ponerla en un orden concreto habrán respondido a los problemas del presente mucho más que quienes intenten alunizar o aterrizar en Marte con los medios de la técnica”.
El hecho es que los poderes que parecen guiar y utilizar el desarrollo tecnológico para sus fines en realidad se guían más o menos inconscientemente por él. Tanto los regímenes más totalitarios, como el fascismo y el bolchevismo, como los llamados democráticos comparten esta incapacidad para gobernar la tecnología hasta tal punto que acaban transformándose casi inadvertidamente en la dirección requerida por las mismas tecnologías que creían utilizar para sus propios fines. Un científico que dio una nueva formulación a la teoría de la evolución, Lodewijk Bolk, veía así la hipertrofia del desarrollo tecnológico como un peligro mortal para la supervivencia de la especie humana. El creciente desarrollo de las tecnologías, tanto científicas como sociales, produce, de hecho, una verdadera inhibición de la vitalidad, de modo que “cuanto más avanza la humanidad por el camino de la tecnología, más se acerca a ese punto fatal en el que el progreso significará destrucción. Y desde luego no está en la naturaleza del hombre detenerse ante esto”. Un ejemplo instructivo es el de la tecnología armamentística, que ha producido artefactos cuyo uso implica la destrucción de la vida en la Tierra y, por tanto, también de quienes los poseen y que, como vemos hoy, siguen amenazando con utilizarlos.
Es posible, entonces, que la incapacidad de gobernar la tecnología esté inscrita en el concepto mismo de “gobierno”, es decir, en la idea de que la política es en su propia naturaleza cibernética, es decir, el arte de “gobernar” (kybernes es en griego el piloto de la nave) la vida de los seres humanos y sus bienes. La técnica no puede ser gobernada porque es la forma misma de la gubernamentalidad. Lo que tradicionalmente se ha interpretado -desde la escolástica hasta Spengler- como la naturaleza esencialmente instrumental de la tecnología traiciona la instrumentalidad inherente a nuestra concepción de la política. Aquí es decisiva la idea de que el instrumento tecnológico es algo que, funcionando según su propio fin, puede ser utilizado para los fines de un agente externo. Como muestra el ejemplo del hacha, que corta en virtud de su filo, pero que el carpintero utiliza para hacer una mesa, el instrumento técnico sólo puede servir al fin de otro en la medida en que realiza el suyo propio. Esto significa, en última instancia -como es evidente en los dispositivos tecnológicos más avanzados-, que la tecnología realiza su propio fin sirviendo aparentemente a un fin ajeno. En el mismo sentido, la política, entendida como oikonomia y gobierno, es aquella operación que realiza un fin que parece trascenderla, pero que en realidad le es inmanente. Política y técnica se identifican, es decir, sin residuo, y un control político de la técnica no será posible hasta que abandonemos nuestra concepción instrumental, es decir, gubernamental, de la política.
Fuente: Quodlibet.it