Orientalismo, libro del intelectual palestino Edward Said, constituye probablemente el texto matriz para entender la forma en que occidente representa—y en cierto punto crea, o funda—la alteridad oriental. Said explica que esta institución fundacional de Oriente tiene un efecto búmeran, el de reforzar y posibilitar la ipseidad occidental misma. La crítica subalternista de Said parte, de hecho, con una cita del 18 Brumario de Luis Bonaparte: “no podían representarse ellos mismos; debían ser representados” (Said 1979, xii). La tesis de este clásico es, en el fondo, sencilla, aunque Said utiliza un cuantioso material para demostrarla una y otra vez: “la cultura europea ganó en fuerza e identidad estableciéndose, ella misma, contra el Oriente, como una suerte de yo-subrogado o incluso subterráneo” (4). Pero el orientalismo constituye, sobre todo, para Said, una empresa cultural, desarrollada y formulada a través del saber universitario, los expertos y sabios sobre Oriente, y las formas de especialización del saber que comienzan a predominar en las humanidades del siglo XX. Para Said, es “el nexo entre poder y saber que crea al ‘oriental’ y en cierto sentido lo oblitera como ser humano” (27).
Releer el libro de Said en la coyuntura actual ayudaría a pasar revista a algunas de las formas más persistentes del orientalismo en la cultura ya no sólo académica—aunque las hay—sino también popular. El orientalismo es, para utilizar una formulación derrideana, el origen trascendental de muchas diferencias mediales para nuestra cultura: despotismo versus democracia, esoterismo versus racionalismo, e incluso, como ha indicado Alice Jardine, hombre versus mujer (Jardine 1984). Ideas de buena reputación en la izquierda académica, como la noción deleuziana de “máquina de guerra nómade”, tienen una fuerte inscripción en la tradición cultural del orientalismo. Deleuze y Guattari, de hecho, trafican la fantasía muy occidental de una sexualidad oriental, china o taoísta, que consistiría en el aplazamiento del clímax, en una sexualidad sin orgasmos, etc., que pega muy bien con las supercherías y fetiches del consumo de masas tales como el sexo tántrico (Deleuze y Guattari 2004, 156). En nuestra situación global actual, la fantasía de Oriente provee una serie de servicios al agotamiento general de los sistemas religiosos patriarcales: el tarot, la mano de Fátima, el budismo zen, la proliferación de literatura de supuestos maestros sufíes, la importación de gurús orientales que pueden hacerlas de salvadores del alma empobrecida de las metrópolis modernas; toda esta suerte de postmodernidad orientalista tiene rendimientos críticos para el funcionamiento, la reproducción material y el aceitamiento del capitalismo contemporáneo. Al mismo tiempo, y esto es lo clave, este orientalismo convive con una repugnancia generalizada contra el Oriente “real”: la islamofobia y la chinofobia son el reverso sádico de esta representación cultural narcisista de la alteridad oriental como sabiduría milenaria y espiritualista.
El odio a los palestinos, así como está planteado hoy día, es un subproducto del orientalismo entendido de esta manera, como fantasía nuclear de la experiencia democrática postmoderna—y no solamente el resultado de un occidentalismo ramplón. Con solo meses de diferencia respecto a la fecha de publicación de Orientalismo, el libro de Alan Grosrichard Structure du sérail: La fiction du despotisme asiatique dans l’Occident classique, por vías y con materiales distintos a los de Said, intentaba una tesis similar, aunque menos famosa. El libro de Grosrichard utilizaba un background teórico diferente al de Said, el psicoanálisis lacaniano, aunque sus resultados pueden ser fácilmente puestos en comunicación. La fantasía sobre el despotismo oriental, fundamental en la inauguración del sujeto y la democracia modernos, muestra un “núcleo real, una realidad curiosa” que no necesariamente se encuentra en Oriente mismo, sino que “provee una disposición y una pantalla, un telón de fondo [background] necesario para la fantasía, pero cuya pista puede ser encontrada solamente en nuestra propia realidad social” (Dolar 2022, xiv). Se trata del déspota oriental como sujeto dispuesto a un goce ilimitado, que involucra un acceso al intercambio sexual inaudito, y que a su vez se devuelve como represión y como renuncia—o como “plus de gozar” en los términos de Lacan.
Mladen Dolar, quien retomó y revivió este libro, implica a toda la modernidad en la estructura básica del orientalismo; la idea de que los orientales gozan más de la cuenta es consustancial a una noción de occidente como renuncia verdadera al goce. Esta renuncia, desde luego, es lo que el psicoanálisis lacaniano llama plus de gozar, en clara alusión a la plusvalía marxiana que, precisamente, procede de un arreglo dialéctico: lo que aparece como menos del lado del trabajador, aparece como plus del lado de los dueños del capital. Esta estructura espejo, fantasía primordial y constitutiva de occidente, la idea de un Oriente que goza demasiado, combustiona una imagen del Otro-oriental capaz de fundar nuestra propia identificación o interpelación ideológica. Al “sujeto supuesto saber” que sería central en la relación psicoanalítica indicada por Lacan, el orientalismo propondría, o quizás opondría, la noción de un “sujeto supuesto gozar”, fundamental en la consagración del propio ideal democrático. Porque, ¿cómo habría democracia, se pregunta Grosrichard, sin una contrastante imagen pura, fantasmática del poder como goce oriental, total y despótico? Oriente ha proporcionado, entonces, no sólo la cultura esotérica que parcha—como en un patchwork—el desmoronamiento de las instituciones religiosas occidentales, sino también la representación de un poder sin límites, cruel y violento, aunque gozoso, incompatible con la fantasía democrática.
La vigencia del orientalismo se refleja también en una suerte de fe privada y a crédito en las gestas “orientales” que alguna vez valieron la pena—Vietnam, la batalla de Argelia, o la violencia descolonizadora de Frantz Fanon, tienen que mantenerse a distancia de cualquier fe real, de cualquier compromiso asumido, en un loop fantasmático. Así como las clases medias globales se molestan en peregrinar a las mecas de la ideología new age—en China o la India—sólo para reponer y reforzar patrones de consumo perfectamente capitalistas, cierta pequeñoburguesía académica mantiene relaciones de fe descreídas con la vindicación de la violencia de Los condenados de la tierra de Fanon, o la historia del Vietcong. Es una fe “descafeinada” en la descolonización, para utilizar una expresión afortunada.
En abierta oposición a la guerra de Irak, el filósofo esloveno Slavoj Zizek escribía en 2003: “sabemos entonces lo que ‘exportar la democracia’ significa para USA: imponerse ellos mismos como los últimos jueces sobre qué país está maduro para la democracia—en esa misma línea, Rumsfeld [el secretario de defensa del gobierno de G. W. Bush] señalaba en Abril de 2003 que Irak debía convertirse no en una ‘teocracia’, sino en un país secular en el cual todos los grupos étnicos gocen de los mismos derechos […] La ironía es entonces doble: no sólo sería deseable que USA demandase lo mismo a Israel con respecto al judaísmo, sino que precisamente el Irak de Saddam ya era, oficialmente, un estado secular, mientras que las elecciones democrática privilegiarían inevitablemente al Islam” (2004, 23). En este texto, por un lado, Zizek parece reconocer un hecho fundamental: que la ‘modernidad’ democrática israelí se asienta sobre un elemento fundacional no-secular. Es algo que también Étienne Balibar había anunciado en su texto de 1989, “Racism as Universalism”, cuando observa que el nacionalismo moderno ha tomado “siempre” la forma de una ideología de la nación elegida, “en términos sacados directamente de la tradición judeocristiana y bíblica” (Balibar 1989, 193). Por otra parte, Zizek asume que la democracia, en tanto forma privilegiada de la representación, no necesariamente co-implica al secularismo—es lo que, en todo caso, sucedió en 2007 en las elecciones palestinas, cuando Hamas conquistó una mayoría aplastante de votos. En todo caso, el punto es que el gobierno de Bush podía efectuar ya en esa época una reconversión radical de todas las violencias, poniéndose en el lugar del soberano o el déspota absoluto: la decisión sobre qué es democrático o no, sobre qué es terrorista o no, pasa en última instancia por un gesto cuyo nombre definitivo es la soberanía y la excepción.
En la coyuntura iraquí, los intelectuales globales no se obligaban a comenzar cualquier intervención pública sobre la guerra condenando al régimen de Saddam Hussein, o los atentados de Al-Qaeda. Este tipo de rasgo actitudinal, el condenismo, comenzó cuando estalló la guerra en Ucrania: por primera vez, la complicidad entre la buena conciencia pública de los intelectuales europeos—Zizek incluido—y la narrativa geoestratégica global del imperialismo estadounidense, coincidían plenamente. Se trata de un maridaje obsceno, posibilitado por la idea de que agentes como Putin o Hamas se sitúan en la misma vereda, como capítulos del mal. Este maniqueísmo de la buena conciencia es, con todo, el verdadero mal radical, según lo entendiera Kant (2019): sus motivaciones no pueden ser halladas en el registro apriorístico de lo que es bueno y lo que es malo, que hoy yace casi inservible en el discurso eurocéntrico de los derechos humanos, sino en la confabulación de la escritura académica con su propia reproducción clasista. Cuando Zizek dice que “Israel tiene derecho a defenderse y eliminar la amenaza” o Judith Butler afirma que “la única respuesta posible a los asesinatos [de Hamas] es la condena inequívoca” lo que de hecho sucede es que los móviles morales se trasladan al amor propio como condición de las máximas morales. En otros términos, se hace lo que se hace porque se está sostenido en lazos de cooperación, de relación personal, de deuda afectiva y aflictiva, con el sionismo como proyecto geográfico e histórico global. Simultáneamente, esta suerte de mal radical de la academia global congenia con el narcisismo cultural de occidente, acostumbrado, como indicara Alain Badiou en su Ética, a considerar la democracia y el lenguaje de los derechos humanos como la imagen de un bien absoluto y maniqueo.
La memoria del orientalismo como articulación del “saber-poder” estaba demasiado fresca en el occidente de 2001, cuando una representación fantasmática del islam como enemigo de la libertad y la teoría del “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington (1996) imponían la tarea, o la responsabilidad intelectual, de mostrar cómo el orden internacional no dependía de las declamaciones humanitaristas de los ‘derechos del hombre’, sino de la alianza entre capitalismo extractivo y la soberanía mundial decisionista encarnada en Bush—o la conjunción entre petróleo y sangre (cf. Alain Badiou 2002). Pareciera ser que Slavoj Zizek, quien había contribuido tan fuertemente a la desactivación de este discurso humanitarista y su universalismo paradójicamente restringido y autoritario, hoy día no tiene más salida que rendirse ante lo que él mismo contribuyó a tildar de “political correctness”, es decir, la ideología del mal radical de la mesocracia global y las clases medias académicas; la veneración de la forma estatal del sionismo (Israel) como expresión de Occidente en Oriente, como safe place del judaísmo, como única “democracia” en medio del despotismo. Las imágenes de cientos de judíos ortodoxos del barrio Mea She’arim en Jerusalén, reprimidos constante y violentamente por la Policía Nacional de Israel, muestran que lejos de constituir un espacio de seguridad para el judaísmo, el proyecto sionista es en realidad la muerte secular de la tradición judía. ¿Quizás realiza, de modo negativo y siniestro, la promesa de un mesianismo sin mesías, de un mesianismo sin mesianismo, de la que hablara Jacques Derrida en 1991? El significado religioso-político o teológico-político del sionismo es algo que todavía está por explorarse, por más que sus consecuencias históricas (la ocupación, la limpieza étnica) estén a la vista.
En cualquier caso, con esta reflexión nos aproximamos al núcleo del orientalismo contemporáneo y su fantasma—el goce árabe o islámico, despótico y erótico, cruel y poligámico, esotérico y oriental. Por más que los judíos jasídicos de Mea She’arim sean una minoría ultraortodoxa dentro del amplio mundo del judaísmo, la violenta represión de la que son objeto contiene una imagen escabrosa: la de un pliegue antisemita del sionismo. Una vez más, este pliegue y sus rendimientos sádicos tiene como resultado la reafirmación narcisista del monstruo súpereuropeo, en términos de Immanuel Wallerstein. El castigo colectivo a la población palestina, convertida hoy en un número mortuorio aritmético en ascenso, dan cuenta de la persistencia de lo que Stuart Hall, siguiendo a Lacan, llamó sliding signifier, “significante escurridizo” (2017). Es decir que el color, pese a estar fundado en la ficción y en la fantasía, incluso si determinado por factores ideológicos, expresa un núcleo traumático del capitalismo racializado. Cuando la muerte pretende constituirse en una cuenta burocrática de los cuerpos masacrados, el color retorna “subrepticiamente a casa, ahí donde ha sido expulsado” (2017, 73). Palestina, en este sentido, es un nombre para una muerte incontable, no en el sentido de lo que no se puede nombrar, sino de la adición aritmética—como en aquella famosa ironía del cardenal Raúl Silva Henríquez durante la dictadura chilena, cuando al borde de las lágrimas dijo “qué importa que muera uno más, uno, dos, tres, mil, ya da lo mismo”.
Nunca la filosofía había sido más irreflexiva, más abierta a los servicios obstaculizantes de las condenas irrestrictas y humanitaristas a toda violencia, más ceñida a un abandono abstracto de la historia y del análisis mínimamente materialista de las coyunturas. Indudablemente, la obliteración del marxismo ha contribuido a esta situación, desplazando términos cruciales para entender el genocidio en curso. En todo caso, si esta aritmética de la muerte y el apilamiento de muertos en Palestina produce menos conmoción que los ataques de Hamas, es porque el orientalismo contiene un rasgo sádico, porque mantiene una conexión demasiado íntima con la pulsión de muerte. La pregunta es si los intelectuales europeos y estadounidenses que garantizan a Israel su derecho a ‘defenderse’, teniendo en cuenta la serie de condiciones que esa ‘defensa’ conlleva, que están a la vista, y que es innecesario enumerar, tendrán alguna vez el pudor de explicar su rendición vigilante, en el sentido de la plena consciencia, al dispositivo ideológico que posibilita la masacre.
Bibliografía utilizada
Badiou, Alan. Ethics. Verso, 2002.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. Mil mesetas. Pre-textos, 2004.
Grosrichard, Alan. The Sultan’s Court. Verso, 2022.
Hall, Stuart. The Fateful Triangle. Harvard University Press, 2017.
Jardine, Alice. “Woman in Limbo: Deleuze and his (Br)others”. SubStance, Vol 13, 1984
Said, Edward. Orientalismo. Pantheon Books, 1979.
Zizek, Slavoj. Iraq: The Borrowed Kettle. Verso, 2003.