Chiara Mammarella / Tenemos de pensamiento sólo lo que hemos imaginado y amado. Una perspectiva sobre el concepto de «imagen» entre Cavalcanti y Agamben

Estética, Filosofía

Dondequiera que se dirija la mirada hoy en día, el dominio de las imágenes parece imponerse.

Es a ellos a quienes uno mira para orientarse, para entender las cosas de un modo más inmediato y sencillo, para rescatar lugares y rostros del agujero negro del olvido, para encontrar un reflejo en el que espejarse, cristalización final de un yo que, altivo, desea verse tanto como ser visto.

La gente recurre a las imágenes hasta tal punto que acaba por adorarlas, a veces hasta el punto de confundirlas con la realidad -la pesadilla de la sociedad del espectáculo actual- o, en sentido contrario, odiarlas, encontrando en ellas la contrapartida figurada de las palabras «engaño» y «ficción».

Pero, ¿es éste realmente el estatus que podemos y debemos reconocer a las imágenes? ¿Son éstas su verdadera historia, su función, su destino?

Tal vez, en este caso como en muchos otros, apuntar a lo esencial equivalga a traspasar el espeso y estratificado manto de lo superfluo, más allá del cual lo auténtico corre el riesgo de quedar inexplorado. Así, más allá de las formas habituales de entender la imagen, se encuentra una perspectiva original en Intelletto d’amore (Quodlibet, 2020), un breve pero denso cuaderno que recoge el diálogo, en forma de dos ensayos, entre Giorgio Agamben y Jean-Baptiste Brenet en el Collège de France en 2015, cuyo tema central fue la relación entre el poeta Guido Cavalcanti y el averroísmo.

Por «averroísmo» se entiende el sistema de pensamiento elaborado a partir de los escritos del filósofo árabe Averroes (1126-1198), para quien «imagen» o «fantasma» es aquello que permite al intelecto potencial -potencia eterna y separada, contenedor de todas las posibilidades pensables- acercarse al mundo sensible; aquello, por tanto, que garantiza que la separación de este intelecto de la dimensión material no sea total. Por medio de las imágenes producidas por el hombre, el intelecto potencial puede informarse momentáneamente de ellas y pensarlas. Así pues, el pensamiento del mundo es siempre, ante todo, pensamiento de la imagen del mundo. Dado que el intelecto por sí solo no puede acercarse directamente a los objetos sensibles, es necesaria la existencia de un intermediario material que permita unir las dos dimensiones: una sensible y otra ultrasensible.

Pero, superando el plano meramente gnoseológico, la imagen puede servir también como motor de la amada, dando forma a esa famosa forma de amor de la que se dice «que mueve los cielos y las demás estrellas»[1].

A lo largo del tiempo se han elaborado diversos estudios sobre la relación entre el averroísmo y los poetas stilnovistas; como era de prever, es en Guido Cavalcanti en quien se centran los de Agamben y Brenet. A partir de un pasaje particularmente críptico de su canción Donna me prega, sobre el que se ha escrito y discutido mucho, surge una original reflexión sobre el papel desempeñado por la imagen en la poética stilnovista, que la identificaría con aquello a lo que recurre el amante en el acto de traer a la memoria a su amada, permitiéndole así pensar en ella.

Es en este punto donde se abre la tesis central del ensayo, que por un lado reconfirma y corrobora la hipótesis relativa a la influencia de las teorías averroístas en una parte del lirismo cortesano de los siglos XIII y XIII, y por otro arroja una nueva luz sobre el mismo en lo que se refiere a la consideración del lugar debido al amor.

Superando los estudios fundamentales de Bruno Nardi sobre el tema, que situaban la sede del sentimiento amoroso en el interior del alma psíquica, subrayando así su inevitable conexión con la dimensión de la materia, Agamben propone leer en la conocida lírica de Cavalcante una original interpretación del concepto de coniuctio o adeptio, que debe entenderse como la conjunción entre el hombre y el intelecto potencial, que lograría realizarse precisamente -y exclusivamente- en el amor.

Es en este «haber hecho del amor el lugar por excelencia de la adeptio del pensamiento por parte del individuo» que residiría, según el filósofo, la gran invención de Cavalcanti y de los otros poetas del amor[2].

Víctima de las ilusiones del mago Atlas, el sujeto deseante no se vería así tan impulsado, en su anhelo, por el objeto real y concreto del amor, como por la imagen de éste, capaz de superponerse gradualmente al elemento que lo originó, hasta sustituirlo totalmente.

«Lo que me duele son las formas de la relación, sus imágenes», escribe Roland Barthes, en sus célebres Fragmentos de un discurso amoroso; «o mejor dicho, lo que otros llaman forma, yo lo siento como fuerza. La imagen -como el ejemplo para el sujeto obsesivo- es la cosa misma. El enamorado es así un artista y su mundo es, en efecto, un mundo al revés, puesto que toda imagen tiene en ella su propio fin (nada más allá de la imagen).»[3].

Y si nada va más allá de la imagen, es quizá porque ésta puede convertirse en la bisagra, en la base de todo proceso cognitivo-amoroso.

Es precisamente en esta «situación sin reservas del amor en el intelecto posible».[4] que se juega para Agamben la originalidad especulativa de Cavalcanti, pero también de Dante y otros poetas del amor. Desde esta perspectiva, si efectivamente «no tenemos de pensamiento más que lo que hemos imaginado y amado».[5], es porque sólo a través de lo que hemos amado y de lo que queda en nosotros una huella indeleble podemos aspirar a la conjunción con ese lugar de lo infinito pensable llamado «intelecto potencial». Una visión, ésta, que rompía toda distinción entre amor y pensamiento, experiencia sensible y actividad intelectual. El amor, como punto de encuentro y vínculo entre las esferas física y metafísica, es el «dónde», el lugar donde la imagen se convierte en pensamiento, conservando algo de una dimensión y de la otra. Por tanto, ya no es la simple superficie plana, más o menos expresiva, capaz de referirse a otra cosa. Más allá de la referencia, de la cita, es lo que del objeto, a través del filtro del intelecto, es capaz de alcanzar una dimensión superior a la meramente terrenal. Al mismo tiempo, «[la imaginación] es también, para Cavalcanti, el objeto y, al mismo tiempo, el sujeto de la pasión amorosa. En la frontera entre lo corpóreo y lo incorpóreo, los fantasmas de la imaginación son la escoria extrema que la combustión de la existencia individual abandona en el umbral de lo eterno y lo separado, y es en esta conjunción ardua y decisiva donde la experiencia del amor se consuma integralmente.»[6]

Es pues, al menos parcialmente, en este terreno donde parece jugarse la brecha entre la imagen y la palabra, que, precisamente en su relación con el mundo, en su ineludible no coincidencia con las cosas que lo habitan, revela a la vez su poder y su límite. Porque si sólo complaciéndose en la imposibilidad de alcanzar la raíz de lo existente puede la palabra crear su danza sobre la superficie de las cosas, dando vida a lo que llamamos poesía, por otra parte, el vértigo que puede derivarse del continuo deslizamiento de la cosa respecto al asidero de la palabra sigue siendo un firme indicio de fragilidad; de modo que, con Anedda, «la palabra bosque // tiembla más frágil que el bosque, sin ramas ni pájaros».[7].

No ocurre lo mismo con la imagen, cuya capacidad para rebasar el concepto mismo de representación parece ser tal que se convierte en el vínculo definitivo entre lo finito y lo infinito, lo material y lo inmaterial, lo potencial y lo real.

NOTAS

[1] Paradiso, xxxiii, v. 145.

[2] G. Agamben, J.-B. Brenet, Intelletto d’amore, Quodlibet, Macerata, 2020, p. 43.

[3] R. Barthes, Frammenti di un discorso amoroso, Einaudi, Torino, 2014, p. 106.

[4] G. Agamben, J.-B. Brenet, cit., p. 33.

[5] Ivi, p. 44.

[6] Ivi, p. 36.

[7] A. Anedda, Notti di pace occidentale, Donzelli, Roma, 1999, p. 31.

Fuente: Le parole e le cose

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