Aldo Bombardiere Castro / Genocidio

Filosofía, Política

Genocidio

Hace unos días se cumplió un año del genocidio que Israel perpetra en Gaza. Con plena complicidad de las grandes potencias coloniales y desoyendo las innumerables resoluciones emanadas tanto de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, así como de los mandatos del Tribunal Internacional de Justicia y de las sentencias de la Corte Penal Internacional, el genocidio continúa siendo transmitido en tiempo real.

Asimismo, y en pleno ajuste con los criterios del espectáculo informativo contemporáneo, durante los últimos meses el irrefrenable ímpetu genocida del sionismo ha desplegado su criminalidad a otras latitudes de la región de Asia occidental y central. Como si Israel devastadora consignase en su frente la advertencia de “lo peor siempre puede ser peor”, la sed expansiva de la ideología sionista poco a poco va desatando diversas intensidades de criminalidad contra los pueblos -y también los gobiernos- que solidarizan con la digna resistencia expresada por el pueblo palestino. Los territorios de Yemen, Líbano, Irán, Siria e Irak, hoy se encuentran asolados ya no sólo por los múltiples dispositivos imperiales ejecutados por y desde occidente, sino por la herrumbe militarista de un sionismo que cada vez se distingue menos y se mimetiza más con el término genocidio.

Lo peculiar -e insoportable- es que hoy esto lo sabemos todxs. No sólo lo vemos; lo sabemos. No se trata de una creencia o de una hipótesis que requieran ser justificadas. Al contrario, sabemos, ya sea con la certeza de la convicción o con la negadora y elusiva cobardía que sucede al sufriente terror despertado por la monstruosidad de lo real, lo implacable de la verdad: que mientras yo escribo y usted lee, el genocidio continúa. Palestinxs de todas las edades son desmembrados hasta su borramiento, desfigurados hasta lo irreconocible; palestinxs, niños, ancianos, mujeres, padres, arden en hogueras supremacistas donde hierve de orgullo el resentimiento sionista. Dese hace un año hemos venido sintiendo los horrores de esas latitudes, sabiendo que -ahora mismo, en este mismo instante- continúan acrecentándose, tomando forma y deformándose, trastocando los rostros palestinos (libaneses, yemeníes, persas, sirios, árabes, populares y, por eso mismo, palestinos) hasta lo inimaginable, hasta lo irrepresentable e irreconocible: hasta hacer que los pueblos del mundo se vuelvan (a) Palestina.

Pero no. No sólo estallan los cadáveres de niños sin dioses ni escuelas; no sólo se escombran las paredes de unas mezquitas cuya más divina naturaleza consiste en no refugiarse en la apacible eternidad de los cielos; tampoco se trata únicamente de hospitales que, haciendo carne la máxima de su espíritu, hoy hospedan incondicionalmente la dignidad palestina de la cual la humanidad carece. Todo eso lo hay, horrible e incuestionablemente. Insoportablemente. Pero no sólo hay eso: no sólo hay genocidio, y la lástima y las peticiones humanitarias asociadas. Además de genocidio hay resistencia. O mejor: sólo porque hay resistencia en dignidad existe, desde hace 76 años y con diversas modalidades e intensidades, genocidio sionista contra Palestina.

En cada mártir la resistencia palestina no transa su sufrimiento y determinación, su rabia y su amor por la vida, en el mercado equivalencial de las culpas, de los reconocimientos y del victimismo: lxs palestinxs, al contrario que muchos judíos devenidos sionistas, no son ni “buenas víctimas” ni han hipostasiado en “víctimas absolutas”. En cada mártir están todos los mártires, quienes hacen de la lucha y la justicia el crisol de un ethos, un habitar en camino a lo común de lo porvenir, una poética de la tierra enrizada a los pies de los desterrados. Por ello, en el mismo seno de invisibilidad que rodea sus muertes, al interior de aquel horror sin afuera en el cual agonizan los ojos volteados de cada niño, más acá de lo irremediable y de lo irremediablemente invisible, de lo insoportable e inabarcablemente invisible (Agüero Águila, 2024), también destella, cuan espejismo puesto en materializable tensión, su resistencia a la totalidad invisibilidad. En los mártires vibran las palpitaciones de una imaginación doliente e indignada, pero, por lo mismo, capaz de activar, desde la oscura aceptación de una muerte no buscada (nunca de una muerte yihadistamente utilizada) por los mártires, la potencia afectiva de la sublevación popular.

Hemos de imaginar lo inimaginable en cuanto, antes que todo, invisible.

Porque aquello que hoy emparenta y convoca a los pueblos no es más que la guerrilla de los afectos: al arsenal de fascismos se le ha de empezar a combatir por medio de la apertura a una imaginación sintiente.

Entonces, si todxs sabemos que el genocidio contra Palestina continúa su macabra marcha militarista, ¿por qué no hacemos nada contra el dolor de lo inimaginable? No nos referimos a no hacer nada para detener el genocidio, sino a un ámbito anterior: a la dimensión de docilidad desvitalizante que, anclada en las pasiones inoculadas por el fascismo y neofascismo, han hecho que lo invisible sólo se agote en el nihilismo de lo invisible, y que lo inimaginable no se pueda imaginar nunca más. Como ha dicho Mauricio Amar (2024), para empezar a imaginar la utopía habrá que empezar por sentir asombro: sentir que la utopía ya está aquí, agazapada entre las conversaciones y los afectos. La utopía ya está aquí, resistiendo en Gaza; entretejida en la piel de estos afectos que no dejan de reafirmar la vida, incluso bajo las reinas del portal donde el dios del fascismo hace tronar la muerte.

Fascismo

Los fascismos no se reduce los movimientos sociales o partidos políticos que, oficialmente, se catalogan o podrían ser encasillados con tal denominación. No se trata sólo de un culto instituido a la técnica, a la disciplina y al autoritarismo del orden, al modo de “valores” dictados por unos pocos jerarcas con derecho a hablar y seguido por muchos súbditos entregados al éxtasis de la obediencia y al deseo de la seguridad. Tampoco guarda un vínculo privilegiado con una administración estatal de carácter ultranacionalista, orgullosamente henchida por la verborrea de su discurso patrio. Sin duda, tiene que ver con todo esto, pero, a su vez, encuentra su esencia en una dimensión mucho más profunda: el odio a todo aquello que amenace con descentrar y des-gozar la asegurada certeza de la propia identidad, con aquello que interrumpa la retroalimentación entre identidad de goce y goce de la propia identidad. En suma, y dicho en términos opuestos, la esencia del fascismo reside en la afirmación a ultranza de sí mismo, en inherente satanización de lo otro de sí. En ese sentido, para los fascismos nunca existirá el problema de lo absolutamente otro: todo lo otro está constituido a partir de un estado respeccional, o sea, se halla relativizado, puesto en relación con respecto a la seguridad brindada por la propiedad de la identidad propiamente fascista.

De ahí que los fascismos históricos asimilen toda expresión de violencia en clave de poder propietario: la violencia, lejos de ser pensada, deviene fuerza de devastación siempre al servicio de una voluntad desatada a partir de la defensa asesina de una identidad que, en dicha misma defensa dominada por la pulsión de muerte, también encuentra su propio éxtasis. Porque para los fascismos -históricos o neofascistas- la defensa de lo propio se sostiene en la voluntad de la fuerza misma en cuanto valor, teniendo al belicismo (ya sea armamentístico como verbal) en calidad de elementos susceptibles de ser integrados en el plano esencial de su identidad. Se trata de un ethos sin imaginación (y, por lo tanto, no un verdadero ethos, sino un modo de existencia precario), donde el oleaje pulsional de la vida, queda reducido a los criterios de regocijo y salvación contenidos en el mismo acto de dominio sobre la naturaleza, la historia, el cuerpo, la imaginación y los afectos. En el caso de los fascismos históricos, ello precisa de un relato mítico, el cual otorga a la violencia de la acción la virtud de yacer al servicio de una narrativa heroica: la monumentalidad de nuestra propia historia. Efectivamente, con estos fascismos asistimos al ejercicio de una máquina cuya función consta de articular, por un lado, un imaginario insípido, pero culturalmente estridente, y, por otro, una voluntad exacerbada y siempre en acto.

A continuación, hagamos un brevísimo recuento histórico a propósito de todo esto.

Acerca de los fascismos históricos

El ámbito mítico que articuló a la forma fascista del nazismo profitó de las presuntas raíces griegas (y aquí habría que evaluar el uso de la figura, más que del pensamiento, de Heidegger) y medievales (en particular a través de la manipulación de las óperas de Wagner con su ideario de obra de arte total). En ellas, y en pos de una cierta mítica sagrada que combina elementos hermenéuticos nacionalistas y teleológicos, se mezclan, en una lectura con afanes totalizantes, cuestiones que viene tanto desde la filosofía de la historia de Hegel como del relato del Grial, elementos, a su vez, subsumidos en un concepto general propio del darwinismo social y del determinismo biológico-racial. Junto con ello, el discurso meramente romántico del nazismo -siempre limitado y distorsionante-, el cual quedaría definido por la primacía del territorio, del retorno a la vitalidad de la tierra y la voluntad expansiva del espacio vital (Villalobos-Ruminott, 2020), halla su contraparte en la corriente técnica, específicamente, en el desarrollo de la industria armamentística llevada a cabo por el Tercer Reich, cuyos niveles de productividad -nunca antes vistos- generaron las condiciones materiales y el reforzamiento de la convicción social capaces de comprometer a la población alemana con la empresa imperial del nazismo. Así, mito y técnica se muestran como dos elementos constitutivos de los fascismos históricos, en este caso, del nazismo: el primero brindado la arquitectura interna del imaginario culturalista, mientras que el segundo introduciendo un principio de realidad capaz de catalizar al anterior imaginario, impulsándolo motivacional y afectivamente en tanto promesa realizable.

En la forma histórica del fascismo italiano se pueden apreciar dos corrientes o tipos estéticos de captura afectiva. Por una parte, encontramos el elogio de una estilística tradicionalizante, plasmada, principalmente, en el arte escultórico dispuesto en espacios públicos. En efecto, se trata de monumentos que no dejan de remitir al imaginario antiquo: águilas imperiales, referencias a rigurosas y exigentes competencias olímpicas, ascendencia de una moral militar y el mesianismo histórico asociado al ideal de renacimiento del Imperio Romano. Tales motivos se encuentran insertos dentro de una estilística marcada por la sobriedad y sencillez lineal, pero, a la vez, exagerando de sobremanera la tensión corporal. El propósito consistía en resaltar, bajo una interpretación unívoca, tanto la presunta belleza del conjunto de cuerpos violentamente homogeneizados, como la fuerza de éstos, en cuanto fruto del ejercicio de una voluntad sometida al inquebrantable valor de la disciplina. Las esculturas, así, adoptan una mirada vacía e impertérrita, proyectada sobre un horizonte sin fin. Es en este mismo sentido donde la otra corriente afectiva del fascismo italiano podría ser leída en clave complementaria: el futurismo. Por cierto, dicha vanguardia estética aportaría una motivación afectiva eminentemente dinámica a aquel monumentalismo escultórico y pétreo que definía a la corriente del tradicionalismo fascista. La efervescencia técnica de la aceleración afincada en los grandes procesos industriales permite venir a llenar la promesa vacía de aquellas miradas escultóricas extraviadas más allá de este mundo. El futurismo, por ende, inocula a las masas fascistas no sólo la promesa de un futuro utópico, sino la garantía, el aval comprobatorio, capaz de asegurar que dicho futuro ya está aquí, constatado y justificado en el indesmentible vértigo que el auge de la técnica traía consigo como extensión ad infinitum de una producción antropológica, prioritariamente instintiva, del destino histórico, y al mismo tiempo natural, de la especie humana. Los afectos y la imaginación, así, quedan relegados a cumplir un mero rol operacional: el de un gran sistema operativo basado en distribuir las pulsiones dentro de una economía de estímulos y respuestas dadas de antemano.

Por su parte, en el caso del sionismo también vale recalcar el carácter imperial que lo marca desde sus orígenes. En efecto, su emergencia se suscita dentro de un contexto cristiano y de expansión colonial, propio del siglo XVIII y particularmente perteneciente a los movimientos anglosajones atlantistas. Así, la noción de “Tierra prometida para el pueblo de Dios” (Israel en un sentido hermenéutico cristiano del término) cumple un rol teológico, teleológico y salvífico, capaz tanto de encubrir, como de movilizar, las ambiciones imperiales transatlánticas por medio de un imaginario edénico marcado, al mismo tiempo, por el carácter extractivista y de asentamiento colonial inscrito en el proceso de expansión del sistema-mundo capitalista, tal cual lo ha estudiado Inmanuel Wallerstein. Sin embargo, a finales del siglo XIX, y cada vez con mayor notoriedad, el sionismo ha intentado utilizar como eje central de su afán imperialista, primero, a la religión judía (casi exclusivamente a partir de la Torá), y segundo, a la necesidad de constitución de un hogar nacional del pueblo judío, comprendido en clave étnica, principalmente tras el largo historial de antisemitismo europeo que halló su punto cenital con el Holocausto. Por ello, la narrativa sionista cuenta con una carga cultural de índole mesiánica (o mejor dicho escatológica), donde resalta el rol totalitario, destinal y supremacista de la supuesta identidad judía, ya no sólo a nivel religioso y/o étnico, sino sobre todo, ideológico (incluso en el sentido marxista del término). De esta manera, el sionismo se muestra inmune a todo tipo de contrastación epistémica o política, funcionando como máquina hermenéutica fundamentalista, la cual lee la historia y los sucesos presentes por medio de categorías míticas pronunciadas hace 4 mil años, en calidad de supuesta Palabra Revelada por un Dios que actúa contra amalequitas, cananeos, filisteos, y otros de manera tan genocida como, desde 1947 y antes, lo viene haciendo Israel contra palestinxs, libaneses y árabes en general. Pero el sionismo, al contrario del nazismo y del fascismo italiano, más que asentar su narrativa en un discurso de la sobreabundancia o de una voluntad exacerbada hasta el delirio técnico-cultural, hunde sus raíces en una noción totalmente opuesta: la de la víctima absoluta que, en su derecho a defensa, ha de poder destruirlo todo y a todos. Este elemento provoca que en el sionismo se torne explícito un rasgo esencialmente reaccionario, el cual quedaba recluido a la dimensión latente en los otros fascismos históricos: un terror originario con respecto a la proliferación de formas de vida singulares y de las potencias comunes con que ellas, siempre abiertas al devenir otro del mundo, son capaces de trastornar el orden de su gramática y la gramática de su orden. Es probable que este terror originario, en el caso de la utilización que el sionismo opera sobre la religión judía, ha de contener su semilla en la catastrófica inclemencia de la naturaleza representada por el Diluvio universal que se presenta en el Libro del Génesis. De ahí que los afectos, antes que disponerse al mundo, asuman una desconfianza originaria relativa a la inimaginable catástrofe con que la naturaleza amenaza a los hombres, lo cual decantaría en la hipertrofia sionista cuyo propósito entrañaría la conservación vital a través de medios securitarios.

En suma, la diversidad de fascismos, siempre bajo el eje central de la conservación de su supuesta identidad inmutable, interpretan la cultura en aras de destruir todo elemento exterior a la transformación de la misma, rearticulan la espiritualidad creadora en vistas a la defensa de su pureza y a los mandatos que ella dicta; y, por ende, los fascismos terminan fusionando, bajo el ritual de comunión sagrada, lo alto con lo bajo, la belleza con su imposibilidad, la totalidad con el vaciamiento del mundo, en medio de un océano de homogeneidad y unívoco dominio. En una palabra, los fascismos, inmunes a todo argumento, cuan degeneración in extremis de la autonomía kantiana y del principio de soberanía estatal, se bastan a sí mismo. El orgullo y el odio representan su pan y su vino afectivos.

Pues bien, tras este recorrido, podemos decir que la maquinaria de articulación con que operan los fascismos históricos cumple la labor de suturar hasta la disolución las antinomias entre imaginario y voluntad, entre ideal de cultura y sed de destrucción, entre origen y arbitraria refundación. Sin embargo, la sutura de dichas antinomias realizada por la máquina fascista sólo ha de poder pervivir en función de una clausura, ya no sólo de las diferencias internas, sino, sobre todo, externas a la comunidad fascista. En este último punto es donde emerge el supremacismo de un nosotros que logra cohesionarse sólo gracias a la amenazante presencia de un otro grupo humano, pero ahora deshumanizado, inferiorizado o barbarizado hasta poner en riesgo la cultura civilizatoria. Ese elemento otro, externo al mismo dispositivo fascista que conjuga idealismo cultural y voluntad de dominio, es, en el fondo, el que sostiene todo el aparato, asegurando la inmutabilidad valórica de la propia identidad fascistoide. El alter, el otro inferiorizado, se torna el dispositivo capaz de permitir, desde fuera de la misma maquinaria fascista, la cohesión de ésta, justamente debido a la amenaza de alteración que porta dicho alter. En ese sentido, cuando los comunitarismos adoptan una posición inmunitaria con el fin de evitar su propia alteración y, sobre todo, cuando cuentan con el poder para efectuar tal posición inmunitaria, no es extraño que desemboquen en fascismos.

Acerca de los neofascismos

Los neofascismos carecen casi por completo de las referencias a la alta cultura, realizadas por los fascismos históricos, como también a la narrativa mítico-religiosa, que estructura a la narrativa sionista. Aquellos, lejos de cualquier espiritualismo, y muy en sintonía con los procesos de acumulación (económica) por desposesión (de la vida) y devastación (de la naturaleza) que marcan nuestra época, parecen apostar exclusivamente por la mera gubernamentalidad y gestión de la vida en su mínima expresión: lo securitario. Se trata, por cierto, de la centralidad indiscutible de un mero discurso de sobrevivencia existencial; y de ahí que venga -si es que viene- todo lo demás. La esfera explotada por estos neofascismos guarda relación con el eje del individualismo: la primacía ontológica del individuo establecería, inmediata e irreflexivamente, su derecho a la preservación existencial y al libre desarrollo de sus facultades productivas, como componentes fundamentales de una sociedad derivada, no-originaria, y resultante a partir de los intereses del individuo. La exacerbación del prejuicio liberal, cuyo corte economicista -ya contenido en Hobbes y Locke, idealizado en Adam Smith y tematizado en la “insociable sociabilidad” de los textos histórico-políticos de Kant- torna a la arquitectura social, justamente debido a su carácter derivado, en una esfera susceptible de ser administrada ingenierilmente, esto es, a partir del presunto consenso entre la suma de deseos emanados de los intereses individuales. Como señalara Magaret Thatcher, “la sociedad no existe, sólo existen los individuos”, y, por lo tanto, la sociedad habrá de adecuarse a sus voluntades, las cuales, en tiempos de capitalismo tardío, poseerán el rasgo esencial del hiperproductivismo de tonalidad cibernética. Todo ello se inserta dentro de una gubernamentalidad bio y necropolítica, donde las potencias de la imaginación y el clamor de los afectos han de quedar sometidos a procedimientos algorítmicos, a datificaciones y cifras cuantificables, cuyos efectos, en último caso, producen un modo de existencia recortado, parcializado y precarizado de la vida: la vida concebida como vacuidad reaccionaria y sobrevivencia existencial atada a lo bológico y, a la vez, la libertad defendida como espacio de resguardo y de irreflexiva realización personal, principalmente gracias a las posibilidades de consumo que brinda el mercado.

Así, los neofascismos actuales, en lugar de exaltar la cultura, el espíritu o la patria se tornan aún más securitarios contra los migrantes, contra el delincuente extranjero, contra el usurpador de beneficios, quienes atentarían contra la generación de condiciones propicias para que cada uno de nosotros, la masa fascistizada, construyera su propio paraíso hipercapitalista. La patria o la cultura sólo dependen de las elecciones individuales. Basta con quien elija trabajar, obediente y ordenadamente, respetando las normas del sistema, para hacerse acreedor a la meritocrática posibilidad de poder cumplir sus sueños. Ya no se trata de cultura, de Dios o de raza superior de por sí, sino de autoritarismo securitario capaz, presuntamente, de sostener la libertad (de elección, de emprendimiento, de asociación, de consumo), en cuanto mejor de los mundos posibles. Ahora, a lo más, se trataría de poder pastoral: ciertos referentes angelicales que, ante la opinión pública, parecen encomendados para administrar el rebaño en vías a un progreso que se agota en la misma exaltación del presente securitario. En otras palabras, para los neofascismos, la cultura y la religión pasan a cumplir un mero rol derivado, dependiente de la gestión bio y necropolítica, a modo de resabio contingente (que puede o no existir) en la promesa y primacía gubernamental: securitarismo para asegurar al individuo, no tanto para realizar los valores de Europa; más bien, con miras a que, en infame nombre de dichos valores, se detenga la migración y pueda realizarse la -así llamada- libertad individual.

Así, para condensar el tránsito de los fascismos históricos a los neofascismos en la simpleza -siempre equívoca- de una imagen, podríamos afirmar lo siguiente. La imperturbabilidad que imperaba en los rostros de las monumentales esculturas fascista, cuya mirada se vaciaba en un en un infinito horizonte totalitario, hoy, con los neofascismos, ha sido trastocada por un terror y una gozosa sed de espectáculo, absolutamente hermanada con los vértigos futuristas. He ahí que vivimos ya no sólo de una promesa, que bien podría ser estimada bajo la figura de la esperanza, sino que vivimos “en” la promesa: la futuridad de una promesa técnica cuyo cumplimiento avanza más rápido de lo que nos esposible sopesar, sentir, imaginar. De ahí que nada tenga de extraño la llana tiranía del instinto que hoy nos asola: afecto sin imaginación, afecto apropiado en la clausura de la individualidad, afecto neofascista; pulsión devastadora de todo aquello que obstruya el fuego de su marcha. Promesa sobre la promesa, y más abajo sólo la verdad del individuo con sus goces y orgullos xenófobos como antídotos contra el horror que le ha de despertar cualquier mínimo indicio de devenir otro de sí. He ahí la máxima herencia fascista, ahora asumida en perspectiva gubernamental, de los neofascismos: la espectacularización del habitar, la diversión de sí y la destrucción securitaria de lo otro que anida en el aquí mismo. De esta forma, los neofascismos logran reconvertir los principios identitarios de carácter mítico-comunitarios que dotaban de sentido narrativo a los fascismos históricos, en simples dispositivos gubernamentales o pastorales, centrados y cerrados en los contornos de individuo y de sus emprendimientos personales. Por lo mismo, día a día, somos presa y a la vez reproductores, de una inmunidad afectiva que sólo suele responder a la agresión y al estímulo de goce. Desde las fotos de Instagram hasta los currículos académicos, desde el deseo de consumo hasta la defensa de nuestra propiedad privada, la simpleza de afectos precarizados, parece limitarse a un movimiento oscilatorio entre dos contracaras igualmente lacerantes: el orgullo y el odio; el hambre de orgullo de sí y la aniquilación de todo aquello que, en calidad de irremediable otro, amenaza la certeza de nuestra identidad siempre mía. El eje de tal articulatoria neofascista, por ende, opera a partir de una consciencia apegada a sí misma, condenada al vertiginoso, fugaz y cansador goce de sobrevivir una vida en función (siempre funcional, por cierto) de la forma propietaria del “yo y los míos”.

Esta es la inercia (neo)fascista ante la cual hemos de resistir.

¿Qué hacer?

Volvamos al comienzo.

Hoy todxs sabemos que, desde hace un año, asistimos a un genocidio transmitido en vivo y hasta la saturación. Lo sabemos y, aunque hemos hecho muchas cosas, podríamos ceder a la idea de que, en el fondo, no hemos podido hacer nada para detenerlo. De alguna manera es cierto. Y ello, más que significar un indicador del racismo, nos habla de nuestra impotencia. Porque los pueblos del mundo, más allá de delatar vía redes sociales todo el aparataje desinformativo de los grandes medios que, en negativo, muestran el genocidio cada vez que lo oculta, nada pueden hacer con tal saber: se trata de un saber oscuro, cuyo peso transfigura en un no-saber-hacer. Así, lo nocivo de los medios no está en ocultar la información o en desinformar, sino en hacer de tal ocultamiento una anestesia vital, una alquimia de conformismo e ineficacia, un simple pasar de la mirada por la existencia. Los dispositivos tecnológicos muestran aquello que ocultan los medios, y todxs lo sabemos. Y los medios, como si al jactarse de su acto de ocultismo informativo desatarán la consecuente maldición de los afectos, difunden por la pantalla la impotencia de quienes nos sentamos frente a ella. Se trata, ciertamente, de un mecanismo de disciplinamiento de los sentidos y de las palabras, de cercenamiento de la imaginación y, sobre todo, de fatalismo por saturación de tragedia. Pero, no lo olvidemos, aunque se nos imponga a proseguir en la inercia fascista y neofascista, aunque durante la mañana nos levante de la cama un triste orgullo y por la noche nos carcoma las muelas el más fatigante de los odios, todxs sabemos que nos hallamos -ahora mismo- frente a un genocidio. Y casi nada hemos podido hacer con tal saber.

¿Qué hacer con tal saber? ¿Qué sabemos hacer con tal saber? Nada. Con el saber de la impotencia no sabemos hacer nada. El saber de la impotencia es un saber, hasta ahora, impotente. Pero si el fascismo es poder y goce, voluntad, orgullo y paranoia securitaria, si el fascismo es intrínsecamente genocidio, entonces algo nos quiere decir este saber de impotencia.

Quizás, de por sí, la insinuación de este algo por decir, el presentimiento de aquella voz aún ausente, pero, al mismo tiempo, inminente en su (nunca del todo) tardía e inexorable llegada, ya sea un vaticinio suficiente para mantener la esperanza en medio del horror genocida de nuestra época. Pues, saber que, pese a toda la gama de fascismos y neofascismos que nos acechan, aún podemos dolernos por Palestina, nos dice, inmediatamente, que nos estamos doliendo “en” Palestina, tocados por su misma desgracia que es la nuestra, Saber y asumir eso, acto seguido, implica empezar a resistir contra eso, empezar a leer, a conversar, a soñar y cuidar, a amar, jugar y abrazar. Empezar a vivir en medio de un florido campo de muertos. Parece algo poco, algo mínimo. Lo es. Pero todo lo verdaderamente grande es mínimo en su forma de vivirse. Tal vez eso sea la dignidad: algo grande e indestructible, algo eterno, vivido en lo mínimo del instante, en las fauces de la muerte, en la impotencia frente al genocidio llorado en solitarias hermandades. Sin embargo, cuando lo apreciamos así empezamos a entrever que un murmullo se despliega bajo nuestro pecho. Un murmullo indescifrable pero que, pese a su inutilidad, parece anunciar los sones de otro anuncio, aún más invisible e inaudible. Por hoy, resistir a los fascismos significa imaginar lo inimaginable al tacto en tales sones. Como si imaginar aquello que trae consigo la música también fuese un milagro de la música, hoy los afectos también han de afectar, de remecer la inercia neofascista que pretende capturar el mundo. Y sí, hablamos de un saber impotente, pero, incluso aún sin llegar a saberlo, en digna espera de su inminente acción. Hablamos de lo único que existe en cada instante de la vida: hablamos de una utopía que, desde antes, ya nos empezó a cuidar, y la cual, desde aquí mismo, ya nos empezará a mover.

Afectar implica dejarse afectar; imaginar significa poner en jovial movimiento el pesado eco de las imágenes.

Referencias:

Agüero Águila, Javier (2024): “Gaza (que llegue lo otro)” en Ficción de la Razón, 30 de septiembre, 2024. Disponible en: https://atomic-temporary-79642232.wpcomstaging.com/2024/09/30/javier-aguero-aguila-gaza-que-llegue-lo-otro/#more-12184

Amar, Mauricio (2024): “Utopía” en Ficción de la Razón, 10 de octubre, 2024. Disponible en: https://atomic-temporary-79642232.wpcomstaging.com/2024/10/02/mauricio-amar-utopia/

Karmy, Rodrigo (2024): “Lo que Palestina enseña a las izquierdas” en La voz de los que sobran, 08 de octubre, 2024. Disponible en: https://lavozdelosquesobran.cl/opinion/lo-que-palestina-ensena-a-las-izquierdas/08102024

Villalobos-Ruminott, Sergio (2020): Asedios al fascismo. Del gobierno neoliberal a la revuelta popular. DobleAEditores: Santiago de Chile.

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