En su más reciente libro, Guerra y democracia. Retrato, stasis, anonimia (Palinodia, 2025), el historiador chileno Miguel Valderrama se da a la tarea de dibujar los contornos de una escena de escritura crítica y filosófica que, tras la revuelta que se inició en Chile el 18 de octubre de 2019, busca volver a pensar desde la izquierda la relación entre violencia y política más allá de su interdicción por el consenso postdictatorial. Restitución que supone asimismo un cambio de escena, la señal de un desplazamiento, la puesta en juego de una lengua y un vocabulario otros. En el libro, que ha de leerse en serie con Prefacio a la postdictadura (Palinodia, 2018), se dan cita distintas voces y autorías, así como también distintas formas y medios –ensayo, fotografía, teatro, documental–, en un intento por capturar una “imagen de pensamiento” de interrupción y diferendo de un presente cuya reproducción mecánica no es otra que la del orden neoliberal.
1. Quisiera partir preguntándote por el título del libro: Guerra y democracia. Para cierto sentido común liberal pareciera que la relación entre ambos términos es la de una disyunción entre alternativas no compatibles: guerra o democracia. La democracia sería aquello que retornaría o vendría después de la guerra. El libro, por el contrario, hace hincapié en el carácter esencialmente agonístico de la democracia. Ahora bien, si es cierto que la guerra es la verdad última de la democracia, lo inverso no es cierto: la democracia no es la verdad última de la guerra. En la actualidad tampoco parece haber simetría en los términos, si pensamos en que existe una desafección cada vez mayor por la democracia realmente existente –por liberal, por formalista, por tutelada, por burguesa– mientras que la guerra y la confrontación bélica aparecen de manera cada vez más clara como el horizonte de la política contemporánea. ¿Qué te llevó a pensar esta relación en su conjunción? ¿Cómo explicar ese “y” en el que guerra y democracia se encuentran?
Efectivamente, el título se impone una tarea, o quizá apunta a un trabajo en curso de pensamiento que se ha dado por objetivo pensar juntas guerra y democracia. Al menos, desde el punto de vista de lo que estos vocablos entreven, de lo que se enseña en ellos como un orden de significación. Diría que pensar guerra y democracia obliga a reabrir un cúmulo de cuestiones propias a una determinada semántica política, a una figuración del lazo social que ha sido hegemónica en el sentido común dominante de la práctica y la teoría política de izquierda en postdictadura. De algún modo, la conjunción copulativa que nos permite hilar los vocablos guerra y democracia se enseña a la vez como una disyunción semántica que asegura que esa conjunción copulativa se exponga siempre en forma de una alternativa, de una separación, de una disyunción. La propia idea de una democracia agonística se instituye sobre una diferencia fundamental entre guerra y democracia, de manera que, si bien siempre es posible conjeturar que la guerra es la verdad última de la democracia, afirmar, de igual manera, en sentido inverso, que la democracia es la verdad última de la guerra pareciera un contrasentido, una especie de aberración conceptual. Y, sin embargo, habría que pensar esa no verdad, ese reverso de una política agonística que observa en la democracia la verdad última de la guerra. La lógica que hace posible este doble paso, esta especie de pasaje en que democracia y guerra se ven conminadas a un mismo movimiento de fusión y radicalización es la de una interrogación que vuelve sobre las categorías mismas de lo político y de la política, que observa que la distinción topológica arriesgada entre guerra y democracia depende de una arquitectura archiconceptual que remite a las nociones de la política y lo político, del genus y la polis, de la fundación, el archivo y la transmisión. Esta arquitectura constituida sobre una comprensión griega de la democracia y la guerra, constituida sobre una hipótesis griega que reúne y separa guerra y democracia, es la que hoy parece derrumbarse ante nuestros ojos, ante una conceptualidad que, curvándose sobre la paleonimia del vocablo stasis, se esfuerza en pensar cierta indiferenciación entre guerra y democracia.
Habría que advertir, por otro lado, que la propia semántica conceptual sobre la que se erigen los vocablos guerra y democracia se muestra en el presente disyunta, afectada por cierta indeterminación en aquellas experiencias que se identificaban con uno y otro concepto. Y no es solo que las propias figuraciones de la guerra no se identifiquen fácilmente en la actualidad con aquellas actividades que se asocian a la idea de duelo ínsita en el concepto clásico y moderno de guerra, sino que la idea misma de democracia, constituida modernamente a partir de la idea de revolución, es incapaz en el presente de acoplarse a un régimen de temporalidad que ya no es moderno. En este sentido, aquella idea que observaba en la democracia un mecanismo eficaz para dirimir la lucha por el poder en una sociedad, y que además reconocía en la ritualización de las elecciones un modelo adecuado de gestión de la temporalidad en un contexto postmoderno, ha terminado por mostrarse ineficaz al momento de tramitar las expectativas que las imágenes de la alternancia y del por turno proyectan en el imaginario político y social. La frase “guerra y democracia”, en su conjunción, en el discurso que exhibe juntos estos vocablos bajo la puntuación de la stasis, alude de igual manera a una especie de cambio en el orden de las razones en los debates de la izquierda chilena. Este cambio en verdad apunta a un cambio de paradigma, a una especie de ruptura epistemológica en curso, a una determinada intraducibilidad en acto al momento de pensar la cuestión de lo político, aquello que como causa o cosa determina cierta comprensión de la crítica y la política. Revisando un conjunto de posiciones que en el libro se identifican preferentemente con autorías que despliegan su trabajo en el contexto de la postdictadura, observo que aquello que ha sido desplazado es un sentido común que se constituyó en dictadura a partir de procesos intelectuales vinculados a la llamada renovación socialista.
En efecto, podría decirse que las ideas fuerzas de la renovación socialista, su crítica y comprensión de la democracia, su redefinición de la política y de los objetivos de la crítica emancipatoria, su revalorización del mercado y de ideales propios a un realismo capitalista, terminaron por liquidar no solo las ideas revolucionarias de las décadas anteriores, sino que instituyeron por vía de exclusión discursiva un determinado fin de la historia. En la postdictadura, la democracia y el capitalismo tienen una función termidoriana, acaban con la historia. La historia se muestra consumada desde el punto de vista de la realización de la razón. Esta idea, que Francis Fukuyama expuso inicialmente en las páginas del periódico The National Interest en el verano de 1988, y que a fines de los años ochenta generó gran revuelo y debate en la izquierda, al terminar la dictadura es asumida como propia por la intelectualidad crítica. La renovación socialista, en este sentido, no solo vuelve impensable la conjunción guerra y democracia, sino que al exponer ambas experiencias bajo semánticas disyuntas en verdad vuelve impensable toda realidad que no se reconcilie con el realismo capitalista, con un estado de liquidación de la disidencia y del radicalismo.
2. En Guerra y democracia piensas la anonimia y la desidentifiación, a propósito de la revuelta, como un modo en el que se pone en escena una cierta reposición de lo común más allá del individuo y su singularidad. Ahora bien, ¿crees que es posible una política de la anonimia más allá del momento puntual de la revuelta? Y de ser así, ¿qué articulaciones la harían posible?
La revuelta del año 2019 abre a una escena de pensamiento marcada por la experimentación, por el riesgo de una invención teórica y política. Ese riesgo se manifiesta en las calles, en el enfrentamiento con la policía, en las asambleas constituyentes autoconvocadas que se multiplican a lo largo del país, en el trabajo de la convención constitucional, en el mismo texto constitucional que evacuó la convención, en las intervenciones críticas que se multiplican sin contención en los primeros meses en medios impresos y digitales. Toda esa actividad, esa convulsión, testifica de una otra política, de un pensamiento otro de la política. La anonimia, esa extraña condición a partir de la cual los nombres propios activan un trabajo de lo negativo, escenifica una autocomprensión de la democracia que se erige en medio y por medio de una crítica del marco en que se inscribe la política. Ahora bien, esa crítica se constituye como una indagación que busca alterar una relación naturalizada entre medio, imagen y cuerpo. En este sentido, al poner los cuerpos en escena la revuelta no puede sino escenificarse como una crítica de la transparencia del medio.
Esta crítica interrumpe la eficacia de las imágenes secretadas por la mitológica del Chile actual, al tiempo que desplaza cierta razón crítica que en postdictadura obliteró tanto el problema de la imagen como el de la medialidad. Reabrir la cuestión de la democracia, reabrir la cuestión de la política, implica rebasar el marco naturalizado en que estas dos cuestiones han sido planteadas durante ya medio siglo. El trabajo de lo negativo no llega a su término, no se realiza en las ideas de la democracia liberal parlamentaria ni en las del capitalismo financiero. La revuelta abre otra escena de pensamiento, escenifica un posible que debe ser forzado, actuado en toda su radicalidad, en la extrema puntualidad del presente. En esa dirección se orienta un cuestionamiento de las lógicas de enmarcamiento de la imagen que la democracia espectacularizada promueve. La anonimia es así un nombre, un nombre entre varios, con que pensar una condición impropia de la imagen, una singularidad expuesta en la imagen, y con la que entrever otro orden de representación, otro modo de comparecer y aparecer en un sensible político. Las referencias a un común, a la anonimia propia de una condición que se sustrae al marco de representación de la democracia liberal es también una especie de instrucción, un llamado a pensar fuera del marco de las democracias liberal parlamentarias, a volver a reabrir la pregunta por la democracia.
En otras palabras, la revuelta impone esa tarea, la urgencia de esa necesidad. Contra la opinión dominante de cierta razón de izquierda que se orienta pragmáticamente, sostendría que la aplastante derrota de la propuesta constitucional de la Convención el 04 de septiembre del año 2022, donde la opción rechazo se impuso por casi un 62 por ciento de los votos, no debe ser leída como el mayor fracaso sufrido por la izquierda en los últimos cincuenta años. Al contrario, se debe ver en la revuelta, en el alzamiento sin parangón que suscitó, en la propuesta constitucional generada por la convención, incluso en los errores y forzamientos que dictaron su derrota, una escena revolucionaria que tuvo por efecto principal hacer saltar el continuo de la historia, desaherrojar un presente dictado por la razón política imperante. Como ya he indicado, esta razón, esta racionalidad política, es secretada por los procesos de renovación del socialismo chileno a partir de cierta denegación temática de la violencia política y de la guerra social como problema político que debe ser siempre abordado, siempre discutido, siempre reelaborado. Este problema, que aparece sintomáticamente puntuado por la atención cada vez mayor que en la filosofía chilena suscita Walter Benjamin y su texto sobre la violencia, se abre de par en par a la discusión en la revuelta. Y digo que se abre de par en par, en el sentido de que no solo se resquebrajan determinados límites, sino que se hacen visibles aquellas exclusiones, aquellos impensados que en forma de denegaciones dictaban todo discurso, toda crítica del presente. Taquigrafiando una fórmula o cartel de signo gramsciano, diría que la revuelta es el simple sinónimo de la vida misma.
3. ¿Cuál sería la relación entre la anonimia como política de la desidentificación y la anonimia como política de guerra, como una política de la violencia? Pienso en la caracterización de la violencia bélica contemporánea como “cool”, que es algo a lo que te refieres en el libro: naves no tripuladas, misiles de largo alcance, tecnologías de rastreo e identificación a distancia, aquello a lo que Harun Farocki se refiere cuando habla del “punto de vista de la guerra” contemporánea. Esta violencia “cool” convierte a la víctima en “daño colateral” o simplemente en una cifra. ¿Cómo pensar entonces esta faceta de la anonimia y la desidentificación en el marco de una violencia bélica que parece negar incluso el derecho a una vida llorada, a la inscripción simbólica de la muerte?
No hay violencia sin idealidad, de ahí que la pregunta por la violencia demanda necesariamente un trabajo de elaboración que piense conjuntamente violencia e idealidad. En esa conjunción todas las categorías que se movilizan para pensar la violencia entran en catástrofe, en la medida en que no es posible pensar la violencia sin recurrir por fuerza a una determinada idealidad. De igual modo, la violencia, la cuestión de la violencia, es una cuestión que está de parte a parte atravesada por la imagen, ya sea cómo representación, ya sea cómo significado. De manera que cuando se busca caracterizar la violencia, distinguirla de todo aquello que se considera no-violencia, ya se está en medio de la stasis, en medio de un juego que implica posicionamientos, alzamientos, detenciones, divisiones, particiones, bandos, identificaciones, desidentificaciones.
La violencia bélica, la violencia militar, comparte con la política moderna la lógica de la identificación. En su determinación primera es violencia soberana, unitaria. La desidentificación a que da lugar la anonimia es resultado de un proceso de subjetivación que no se da sin una alteración de la lógica soberana, sin cierto desanclaje de la identidad y de la identificación que la constituye. Siempre estamos entregados a la violencia, constituidos por ella, incluso en el modo en que contamos por uno, por dos, por tres, por un múltiple, un cuerpo y los modos en que este cuerpo se piensa y percibe. Nuevamente, en la relación medio, imagen y cuerpo se establece un compacto, una composición, de manera que no es posible pensar cada uno de estos términos separadamente, sin referencia al lazo que los constituye. La singularidad de una vida, de una vida llorada, está anclada a esta relación. ¿Por quién lloramos cuándo lloramos? ¿Qué lloramos? ¿Un pueblo por venir que se adelanta en una memoria de sufrimientos y opresiones? ¿La vida de un individuo que se recorta sobre la sombra de sus propias acciones? ¿La memoria de una imagen que se define a partir de un cuerpo? Pero, cómo se determina un cuerpo, cómo se piensa. Si se toma por referencia la historia de occidente, es sabido que aquello que hasta antes de ayer considerábamos propio de un cuerpo, que aquello que identificábamos con un cuerpo, es una representación que surge solo con la modernidad, con un tiempo que se enraíza en las nociones de individuo y propiedad, y más específicamente en la categoría de individuo propietario. En el medioevo, en cambio, el cuerpo no es común a todos, su representación, su idealidad, la violencia que lo conforma y singulariza, es la del cuerpo social, la del linaje, la del estamento, la de una memoria filial de rango. Hoy, nuevamente, la pregunta por el cuerpo, por lo que puede un cuerpo, es una pregunta que exige determinar aquello que la potencia pone en acto en tanto singularidad común, en tanto acrecentamiento de ser de una comunalidad determinada en acto.
La anonimia, en síntesis, no puede ser abordada sin abordar al mismo tiempo el compacto medio, imagen, cuerpo, pues en ese compacto se enseñan las reestructuraciones en curso de la topología social, las mutaciones de la arquitectura medial en que tiene lugar un modo de aparecer, de manifestación, de presentación y representación. Las resistencias que incuba el presente, las revueltas que a la manera de traumatopismos curvan sobre sí el presente, se despliegan puntuando estas mutaciones, perforando el compacto medio, imagen, cuerpo. Si la anonimia desata una política fuera de banda y bando que da lugar a anónimos, pseudónimos, alónimos, si en la fuerza de esa condición los nombres propios se difractan en sobrenombres, paranombres, antenombres, en una desviación de desidentificación, es solo porque en esas formas de desencadenamiento, en ese juego de máscaras y reinvenciones se activa un duelo, una stasis que perfora el compacto en que se instituye el lazo de toda relación social. Por supuesto, el duelo se abre al duelo, hace duelo del duelo, hace duelo en el duelo, la stasis se enseña aposicional, estallando sin banda y bando, encallándose en sí misma, cifrándose en una especie de stasis de la stasis. En este torbellino infernal unas violencias se oponen a otras violencias dando lugar al lugar, a lo que ha de advenir en medio de un trabajo de emancipación, de interrupción de todo aquello que hoy tenemos por más presente, por más propio y presente.
4. Guerra y democracia hace hincapié en la mediación técnica (aparatos, artefactos y dispositivos) que hace posible un sensorium con el fin de cuestionar “la absoluta inmediatez en la que se constituye un sensible político”. ¿Cómo crees que se imbrica esto con la cuestión de la propiedad de los medios de producción de los aparatos, dispositivos y artefactos, entendidos estos en un sentido material: cámaras portátiles, teléfonos móviles, computadoras? Me refiero a las megacorporaciones tecnológicas e informáticas –también a sus estrechos vínculos con el aparato industrial-militar global– y a la lógica de las plataformas de extracción de datos según la cual “si el servicio es gratuito, el producto eres tú”.
No hay una tematización de la propiedad de los medios de producción en Guerra y democracia, es cierto. Aún cuando quizás la disputa en torno a la propiedad de los medios de producción sea en lo inmediato una de las tareas más urgentes de la izquierda. Y no sólo porque en esa disputa se juega la propia producción y reproducción de un orden, sino porque en lo inmediato, y de modo inaparente, en esa disputa se juega la realidad, un orden de representación que identificamos con la realidad. Si esa realidad esta dominada por las imágenes, si se constituye por mediación de las imágenes, por una determinada “artefactualidad de las imágenes” —el término es de Alejandra Castillo—, es porque aquello que identificamos con un sensible político está mediado por aparatos, dispositivos y artefactos que sirven, efectivamente, a intereses privados que asociamos a megacorporaciones tecnológicas. Estos intereses, por supuesto, no son neutros, son funcionales a una nueva oligarquización del mundo que se sostiene en el espectáculo y la financiarización. En este sentido, la caracterización del momento actual a través de las tesis de la sociedad del espectáculo tiene la ventaja de pensar la imagen y la medialidad copulativamente con la producción y reproducción del capitalismo. Síntoma o no, observo en la intersección de situacionismo y economía política marxista la razón de un forzamiento, la ganancia de una ventaja posicional que adelanta en los motivos de la imagen política, de la reapropiación simbólica de la existencia común, un relanzamiento de viejas preguntas afines al derrumbe o agotamiento del capitalismo.
El debate en curso sobre tecnofeudalismo puede muy bien ejemplificar este forzamiento en el orden de las razones. Ahora bien, en Guerra y democracia mi preocupación es otra, es pesquisar la stasis de un pensamiento que se erige en el cruce de imágenes y aparatos. Este objetivo hace por momentos de la indagación historiográfica una filología, una paciente labor de lectura que se ejercita sobre mónadas de pensamiento. Aferrándose a autorías y textos, la indagación historiográfica se obliga a leer las figuras disyectas de la stasis en su singularidad y resonancia. De ahí la centralidad de la noción de escena, de una especie de máquina óptica que es también máquina política. De ahí la centralidad del retrato como categoría analítica con que describir una política que es tanto máquina de criminalización como de espectacularización. De ahí la función estratégica del concepto de anonimia al momento de aprehender una condición genérica de desidentificación y disfracción de la nominación. Lo inmemorial, el aparato, el dispositivo, lo artefactual son, por último, otros tantos términos y aproximaciones que se arriesgan con el fin de aprehender la revuelta, de pensarla en tanto máquina y acontecimiento, en tanto conjunción y disyunción de lo acontecimental y lo maquinal. He hablado de escena, autorías y textos. He afirmado que estas autorías despliegan una escritura, un pensamiento de la revuelta, aun cuando no formen bando, aun cuando no se enlisten en un cantón de reclutamiento, aun cuando no constituyan una orden, ni aseguren permanencia o fidelidad a la revuelta. Lo determinante es la escena que organizan, la máquina óptica que componen en su difracción, en esa opacidad y desviación que constituyen.
En medio de esa intermediación de autorías y textos lo que me interesa pensar bajo el auxilio de la noción benjaminiana de sensorium es una cierta formación de los sentidos que es al mismo tiempo formación de un entorno político. Superar la comprensión de la democracia realmente existente, pensar figuras de la alteridad en el presente requiere abordar con cierta urgencia las mutaciones en curso en el orden de la medialidad, así como describir las características singularísimas de una democracia que ya no se reconoce en los procesos que la constituyeron entre los siglos XVIII al XX. Esa labor, que por cierto comporta una teoría del sujeto, una teoría del sujeto articulada en la borradura de producción y consumo, de actividad y pasividad, es la que considero que se adelanta en las escrituras de la revuelta.
5. Más allá de su banalidad, y en el marco de la reflexión que haces sobre el retrato fotográfico como dispositivo singularizador, habilitador, autorizador, como dispositivo de identificación, ¿qué relación habría entre una teoría política del retrato y el dispositivo selfie (el autorretrato fotográfico)? Quizás se podría leer ahí un desplazamiento en esa interpelación, el paso del control estatal a una suerte de proliferación infinita y felizmente asumida de las imágenes. A propósito de esto, ¿cómo entender la producción de imágenes en y de la revuelta? ¿Crees que exista una relación no meramente incidental entre ambas?
La proliferación de las imágenes es signo del carácter artefactual de la realidad, de una realidad que siempre se encuentra ya sobredeterminada por aparatos, dispositivos y artefactos. Esta sobredeterminación que se enseña en una pluralidad de formas y prácticas no es exterior a la propia constitución de los individuos en sujetos. Se diría que todo aparato, dispositivo y artefacto secreta un sujeto, que cada captura de pantalla tiene por objetivo un sujeto. Y más aún, se diría que esa imagen, esa mirada, parcial o fragmentaria, que el dispositivo genera pone en acto un modo de ver que condiciona la mirada, que la ejercita en un encuadre, en una naturaleza secretada por el dispositivo. La selfie introduce en el retrato, en tanto el retrato es siempre el de un sujeto absoluto, una pose que es y no es natural, que indistingue la frontera entre ficcionalización y testificación, entre presentación y representación. No hay mimesis en la selfie, si por mimesis se comprende imitación, el reconocimiento derivado de un placer de conocimiento, de reconocer en la representación la misma cosa reproducida. Y no la hay porque el dispositivo hace de aquel o aquella que se ejercita en su propio reconocimiento un efecto otro de desconocimiento, la pura invención de un efecto singularizador autorizado por la identificación de un carácter, de una distinción que precede y conforma esa imagen parcial de subjetivización técnica. La selfie, en este sentido, constituiría una modulación interna a una historia política del retrato en tanto historia de la sobredeterminación medial de las imágenes políticas.
De igual manera, la producción de imágenes de la revuelta, ya sean imágenes de control o imágenes de resistencia, no se daría por fuera de este régimen artefactual de engendramiento del mundo. De otro modo, la atención que las imágenes demandan es la atención de un compacto que obliga a pensar las relaciones entre cuerpos, medialidad e imágenes en una especie de campo expandido. Si tomamos en cuenta la teoría de la hegemonía que validó, y aún valida, la orientación de la práctica política en las izquierdas renovadas latinoamericanas, si consideramos las actualizaciones populistas que aún advierten en la hegemonía la forma política ejemplar de la modernidad, se reconocerá en estas teorizaciones no solo la centralidad absoluta del lenguaje al momento de abordar las luchas sociales, sino que además se advertirá, asociada a esta lógica discursiva de lo social, la evidencia de una doble ceguera, de un doble vacío ubicado en el centro de la teorización. Sirviéndome de una cita de Ernesto Laclau, usándola contra él mismo, en una especie de tropismo crítico, diría que tanto la imagen como el medio constituyen el “impensado” localizable de la teoría hegemónica de la política, impensado que encierra esta teoría y los intentos en curso por rehabilitarla en la atmósfera intelectual del siglo pasado. Al menos, si es correcta la hipótesis que observa en la imagen y la medialidad los objetos privilegiados del saber en las primeras dos décadas de este siglo.
En una situación visiva marcada por revueltas y antagonismos que resisten la lógica discursiva de lo social, que se muestran indiferentes a una especie de reduccionismo discursivo de la política, el desarrollo de una teoría política del retrato tendría por una de sus tareas principales pensar el impensado de la teoría de la hegemonía, hacer de la imagen y el medio el centro de la teorización de la política. Este forzamiento en el objeto de tematización obligaría a revisar los vínculos entre hegemonía y visualidad, entre mimesis y hegemonía, entre imagen e interpelación, entre medialidad y reproducción social.

