19. Pensar, desenmascarar el fetiche
Hoy, como ayer, nos toca desfetichizar la «mercancía Trump», que es solo un icono para un largo listado de satélites nacionales como Milei, Meloni, Bolsonaro, Abascal, Orban…, nos toca neutralizar todo sentimiento, positivo o negativo, que quieren despertar en nosotros. En el mundo en red tiene poder lo que centra la atención de millones de espectadores. Las formas discursivas son decisivas, no tanto las promesas y los programas. Los discursos representan el sentir de un conjunto que los toma por propios, no basta con cambiar los discursos hay que plantearse la fuente de ese sentimiento, no basta con decirles que ese discurso es falso, eso es indiferente porque, para ellos, es verdad que ese discurso expresa lo que ellos sienten, y por lo tanto es verdad, verdad sentida, no proposición verdadera. Por eso de nada sirve que denunciemos que su discurso es metafórico, como metafórica es su guerra, su batalla, metafórico pero no poético. De nada sirve que denunciemos que su cientificismo es banal, que su apología de una nueva verdad oprimida o cancelada es solo la más vieja mentira. Pues ellos, los libertarios, defensores de una libertad que el Estado (social) tiene en peligro no tienen el menor problema en iniciar un plan organizado de censura estatal, sí, ese Estado que tanto deploran, es el que, cuando ellos lo ocupan, comienza suprimiendo y censurando todo aquello que la sociedad y sus individuos libremente producen. Y eso, digan lo que digan, los que lo dicen, eso es totalitario. Ahora no es un partido único como en los sistemas totalitarios, pero es una ideología única, la suya. Como el viejo judaísmo que se creyó el único pueblo elegido, o el nazi que creyó en la superioridad de su raza, ellos creen la mixtura y diversidad daña su concepción de la sexualidad, la familia, la nación…Ese es su peligroso totalitarismo.
Sin embargo, ellos, atentos a esa dimensión unidimensional de su credo, denuncian lo que ellos llaman un nuevo totalitarismo «progre», pero lo hacen confundiendo lo ético con lo político, pues la diversidad no es doctrinaria sino real, fáctica, nunca existió la uniformidad que ellos preconizan. A esta estrategia discursiva de los liberticidas deberíamos llamarla «falsa proyección», y no hay mejor ejemplo del alcance de la «falsa proyección», que como mecanismo ideológico nazi denuncian los autores de «Dialéctica de la Ilustración», que un partido político, gobernante en Argentina, llamado La Libertad Avanza, se convierta en el censor institucional de la pluralidad de opiniones y de credos. Y eso es lo que hacen sistemáticamente denunciando las novelas de Dolores Reyes o Gabriela Cabezón, o denunciando penalmente al Director de Cultura y Educación bonaerense por el uso de ciertos textos, o cancelando las actividades de Buenos Aires Affaire sobre la obra de Manuel Puig. Ellos, los libertarios, los denunciantes de la «dictadura» Woke, de las cancelaciones morales de la izquierda, son los verdaderos censores, pero no morales sino estatales, de la opinión pública. Impactante la prohibición del Consejo Educativo de Kansas, que se suma en 2017 a otros como Alabama, Nuevo México y Nebraska, de hacer mención a Darwin y a la teoría evolucionista en cualquier escuela, a la reciente prohibición de los libros infantiles de Julianne Moore en las escuelas de Defensa americanas, la prohibición de publicar artículos contra el «libre mercado» en The Washington Post. Esta Cruzada contra los «infieles» también se lidia en España con la eliminación de un sector de libros LGTBI en la Biblioteca pública por parte del concejal (vox) de Burriana (Castellón), o el «pin parental» de vox en Murcia. Suman ya miles de ejemplos de esta práctica represora totalitaria que, mientras ellos ven en los otros, la practican sin piedad. Es parecido lo que se llamó «Entartete Kunst», arte o cultura degenerada, suprimida, por el partido Nazi en Alemania.
20. El sentido político de la batalla cultural
Y hoy como ayer, cada vez mas similar a los programas totalitarios, el discurso está funcionando. El discurso neototalitario se está convirtiendo en la palabra de millones de individuos frustrados. Por eso es paradójico que los que promueven ese discurso sean los fabricantes de la frustración; sus productos prometen satisfacciones que no proporcionan, y entonces, cuando debería surgir la conciencia y la rebelión, de los alienados consumidores, los magnates les ofrecen el discurso de la indignación contra un espejismo, el de sus derechos, los conquistados por tantas luchas. El éxito viene de los nuevos medios tecnológicos, igual que para el totalitarismo de principios del siglo XX la radio fue decisiva, así como el cine, para nosotros la realidad virtual y la comunicación en red es la gran herramienta del nuevo movimiento totalitario.
En las redes se multiplican los francotiradores. En sus “contenidos” de cualquiera de las redes, pero especialmente de youtube, fabrican su discurso bélico donde cargan su munición con un léxico que crea la representación del enfrentamiento con el enemigo. Frases como “Escándalo…”, “…humilla a …” “Periodista progre intenta humillarlos y le meten el palizón de su vida”, “El vicepresidente humilla a Europa”, “Misera woke insulta…” “Se queda en shock ante la embestida…” “Trump destruye a presentador liberal…”, “Presentador de la sexta…y Olona lo Destroza”, “Cayetana destroza a Sanchez”, “Abascal destroza a Sánchez” “Aldama destroza a Sánchez” «.M Olona destroza a la feminista” “Trebuq destruye a los zurdos”, “El arbitro destroza…”, “Odio a los animalistas…”, “Bombazo brutal”, “Su peor pesadilla..”.
Ciertamente la motosierra de Milei es el emblema de esta actitud y el signo de estas figuras destructivas, que se verbalizan y se representan con gestos violentos en las redes. Se trata de un conjunto de verbos y de adjetivos cuya violencia destaca por encima de cualquier contenido informativo, es más, verdaderamente no hay información. Por eso estas figuras recurren a los modelos históricos más brutales, recuperan svasticas nazis, camisas negras y lemas fascistas. Y aunque hay más similitudes con el viejo totalitarismo, lo más importante es el desprecio y la violencia que impregna todo su discurso. Que sea o no verdad el contenido es indiferente, es verdad su deseo de insultar, humillar, pegar, destrozar, destruir, embestir…a toda la tropa de “zurdos”, animalistas, feministas, inmigrantes desprotegidos, lgtbi. Lentamente nos hemos acostumbrado a esta expresión del odio y del miedo. Pero por ahora las redes son solo el espejo público de los vicios privados. La tremenda irritación que expresan es síntoma de su marginalidad y de su intemporalidad.
O dicho ya de una vez, no existe ninguna teoría política para estos libertarios, lo suyo es pura praxis derivada de su salvaje competitividad capitalista y de su ultra conservadurismo moral. No tienen una teoría del Estado, el suyo no es el Estado garante de la seguridad y la propiedad de Locke ni de los austriacos, no es el Estado mínimo de Nozik. Su pensamiento respecto al Estado es acabar con toda la cobertura que mantiene y dignifica a las minorías históricamente oprimidas, ellos han llegado para consolidar esa opresión, y para ello deben restringir las curas que se han planteado institucionalmente en los últimos años. Ellos no han venido a crear mejores condiciones de vida laborales, ellos vienen a enriquecerse con los recursos de las mayorías. La política internacional es un juego que usan a su antojo, sin pensar en los perjuicios, su objetivo es maximizar sus beneficios y para ello quieren al Estado militarizado, reforzado. El Estado es su guardia personal, su escolta en el mundo de los negocios internacional. Estamos en tiempos oscuros, sin embargo, la Democracia, basada en el poder de la opinión pública, no perpetúa a estos personajes, y estos personajes no se van a querer ir a su casa cuando acabe su mandato, ya lo vimos con el asalto al Capitolio.
21. La creación del enemigo común
Una de las características más peligrosas de los movimientos totalitarios es la construcción de un «enemigo común». Este enemigo no solo es un adversario político, sino una figura que encarna todos los males del mundo. Puede ser un grupo étnico, una religión, una ideología o cualquier otra cosa que sirva para consolidar la unidad del grupo dominante y justificar su lucha.
Lo interesante de este fenómeno es que el enemigo no es algo real, sino una construcción ideológica que se va moldeando constantemente. La figura del «enemigo» puede cambiar según las necesidades del momento, pero siempre está presente, siempre es una amenaza inminente que justifica la violencia y el control. La creación de este enemigo común es fundamental para consolidar el poder de los líderes autoritarios y para mantener el control sobre las masas.
El uso de la propaganda es esencial en este proceso. Los medios de comunicación, en especial las redes sociales, juegan un papel crucial en la creación y difusión de esta imagen del enemigo. A través de la gestión de la información, se genera un clima de miedo y de odio que justifica las políticas autoritarias y la represión. Chul-Han o Sloterdij lo llamaron «Infoxicación»
22. La distinción amigo-enemigo en Carl Schmitt: política y violencia
La obra de Carl Schmitt ha dejado una huella profunda en la teoría política contemporánea, especialmente a través de su célebre distinción entre amigo y enemigo. Este concepto, central en su pensamiento, no solo estructura su libro más conocido, El concepto de lo político (1932), sino que también perméa otras obras como El Nomos de la Tierra (1950) y Teoría del partisano (1963). Esta pareja de conceptos es clave para entender el sentido de la violencia y fue uno de los ejes del pensamiento totalitario nazi.
En El concepto de lo político. Schmitt sostiene que la esencia de lo político no radica en una lógica de diferenciación que se expresa en el binomio amigo-enemigo. No queda lejos el concepto hegeliano de amo y esclavo, de donde surge la contraposición marxista de lucha de clases (Heitler, 2020). Muchos vieron en esta contraposición la más productiva aportación conceptual del pensamiento conservador como una alternativa al modelo marxista. Según el autor, “lo específico de la política estriba en la distinción entre amigo y enemigo” (Schmitt, 2009, p. 26), una afirmación que era la alternativa a la disyuntiva marxista entre proletariado y burguesía. Para Schmitt este criterio es autónomo respecto de otras esferas como la moral (bueno/malo) o la economía (rentable/no rentable), y se refiere al grado máximo de intensidad en la agrupación o separación de los seres humanos. El enemigo, en este contexto, no es un adversario privado, sino un “enemigo público” (hostis), es decir, un colectivo que representa una amenaza existencial para la propia comunidad (Schmitt, 2009).
La política, entonces, surge del conflicto y de la capacidad de identificar y enfrentar al enemigo. No se trata de un llamado a la violencia permanente, sino del reconocimiento de que la posibilidad de conflicto es inherente a lo político: “No toda enemistad implica necesariamente la guerra; basta con la posibilidad real de conflicto para que exista lo político” (Schmitt, 2009, p. 33). Así, la política se define por la posibilidad de decidir sobre la excepción, es decir, sobre quién es el enemigo y cómo debe ser enfrentado. Con Schmitt la burguesía se moviliza identificándose con un colectivo popular y fabricando un enemigo que debería ser convenientemente escogido, fue el judío, el marxista, el negro. Y hoy, la nueva derecha anarcocapitalista o anarcoliberal, ha convertido esta dicotomía conceptual en el eje de su discurso. El enemigo varia si estamos en Argentina, Brasil, Italia, o USA, pero casi siempre coincide con el inmigrante. Hoy no se emplean tanto categorías raciales, como hacían en la Alemania nazi, sino que se apela a la pertenencia al grupo. Arendt ya identificó el papel del advenedizo como uno de los rasgos del judío que era rechazado no tanto por su cultura sino por su carácter de permanente recién llegado, nunca perteneciente a la comunidad.
En El Nomos de la Tierra, Schmitt traslada la distinción amigo-enemigo al plano del derecho internacional y la geopolítica. En el orden europeo clásico, los Estados reconocían al enemigo como un “justus hostis” (enemigo legítimo), lo que permitía limitar la guerra y evitar su demonización (Schmitt, 2007). Sin embargo, con la crisis del orden moderno y el avance del universalismo, el enemigo deja de ser un igual soberano y pasa a ser tratado como un criminal, lo que conduce a guerras totales y sin límites: “La guerra justa se convierte en guerra absoluta, en la que el enemigo ya no es un igual, sino un criminal que debe ser eliminado” (Schmitt, 2007, p. 269). Schmitt también vincula la distinción amigo-enemigo con la territorialidad. Mientras que en el orden terrestre el enemigo tiene fronteras claras, en los espacios marítimos y aéreos el enemigo se vuelve difuso y menos controlable, lo que complica la identificación y el tratamiento jurídico del adversario (Schmitt, 2007). La enemistad, tal y como la entiende Schmitt en el Nomos de la Tierra, se puede llegar a convertir en el eje de las relaciones internacionales, y así aconteció con la Guerra Fría que sucedió a la Segunda Guerra Mundial. Hoy nos volvemos a encontrar activada esta categoría. Eso nos permite comprender tanto los discursos que los seguidores de Schmitt hacen a propósito de los enemigos internos (inmigrantes, feministas, ecologistas…) o de los enemigos externos. El problema surge cuando descubres que tus amigos de «partido» pueden llegar a ser enemigos de nación que es lo que ocurre cuando una administración como la americana de Trump decide gravar arancelariamente a los que considera «enemigos», incluyendo entre los castigados a los «amigos» como el argentino, italiano o húngaro. Precisamente lo que revela esta situación es que el totalitario no tiene «amigos» sino una serie de socios eventuales que cambian según las circunstancias.
23. El enemigo y la violencia: una distinción fundamental
Uno de los aportes más relevantes de Schmitt es la diferenciación entre el concepto de enemigo y la violencia. Para el autor, el enemigo es una figura existencial y colectiva, definida por la alteridad radical y la amenaza a la propia forma de vida: “El enemigo político no tiene por qué ser moralmente malo o estéticamente feo; basta con que sea existencialmente distinto y extraño” (Schmitt, 2009, p. 27). La enemistad política, por tanto, no implica necesariamente odio ni violencia activa; la mera posibilidad de conflicto ya constituye lo político. Lo más importante es que el enemigo es necesario, sin enemigo no hay política. Pero la existencia de este alter ego político, según Schmitt, no supone ninguna amenaza para ese colectivo, las acciones y los gestos hostiles, sin embargo, serán inevitables cuando se comienza la praxis política, porque el potencial del enemigo será explotado para lograr la cohesión de los amigos.
Y aunque la violencia es un instrumento, no la esencia de lo político, y ni siquiera lo define, es fácil que antes o después esa lógica excluyente acabe por salir del discurso y convertirse en violencia efectiva como sucedió con la Solución Final nazi. Ciertamente puede haber enemistad sin violencia (por ejemplo, en situaciones de guerra fría o tensiones diplomáticas) y violencia sin enemistad política (como en el caso del crimen común), pero la propia concepción, la propia lógica es ya violenta y será fuente de violencia. Schmitt, fiel lector de Hobbes, advierte sobre los peligros de despolitizar la violencia, especialmente cuando se justifica en nombre de la moralidad o el derecho internacional, ya que esto puede conducir a guerras ilimitadas y a la negación del enemigo como sujeto legítimo (Schmitt, 2007). Si lo político surge de la dialéctica amigo/enemigo la violencia debe ser exclusivamente controlada por el poder político y nunca fundamentarse en elementos ajenos al pacto político. Lo que Schmitt no supone es que incluso desde ahí, desde el Estado, la violencia, articulada desde la lógica del enemigo, ha venido a ser una praxis convencional durante todo el siglo XX donde los Estados han liquidado a su propia población en Turquía, Alemania, URSS, China, Argentina o Chile, la lista es interminable. La idea de la amenaza del enemigo es letal.
24. Alternativas a la lógica del amigo/enemigo
En tiempos marcados por la polarización y la imposición del discurso único, resulta urgente volver a pensar los sistemas de comunicación y el lenguaje mismo como espacio político de encuentro. Desde esta premisa, el pensamiento retórico de David Pujante ofrece una vía singular: la concordia no como ausencia de conflicto, sino como una forma compartida de construir sentido en medio del desacuerdo. La concordia, lejos de ser una noción sentimental o una paz superficial, aparece en este marco como una categoría epistemológica, ética y política. Epistemológicamente, porque pone en cuestión la idea de una verdad absoluta, externa e independiente del lenguaje. En lugar de una correspondencia objetiva entre palabra y cosa, Pujante —siguiendo una línea de pensamiento retórico que hunde sus raíces en los sofistas y en autores como Vico — propone una verdad consensuada, construida entre sujetos que se reconocen mutuamente en la palabra. La verdad, entonces, no es el punto de llegada de una razón universal, sino el fruto precario de un pacto de convivencia, de concordia, el pacto lingüístico. “La verdad no está al final del camino, como resultado de una investigación objetiva, sino que se construye en el camino, entre los hablantes, en una situación concreta” (Espejo Paredes, 2019, p. 112).
La concordia tiene también un valor ético ineludible. Implica reconocer al otro como interlocutor válido, no como enemigo a vencer ni como sujeto a corregir. El pacto retórico no se funda en la sumisión, sino en la escucha activa y la búsqueda de sentido compartido. Por ello, cuando este pacto se rompe —cuando se impone una sola visión como “la única verdad posible”—, nos encontramos ante el riesgo de formas simbólicas de violencia, que pueden desembocar en totalitarismos o exclusiones radicales. Desde una dimensión política, entonces, la concordia se revela como una forma concreta de resistencia: frente a la lógica de la guerra, del enfrentamiento binario, de la imposición tecnocrática o dogmática, la retórica deviene espacio para la negociación y la coexistencia. “La concordia no es una utopía ingenua,sino una forma de racionalidad retórica que busca la cooperación frente al enfrentamiento” (Espejo Paredes, 2019, p. 118). En este sentido, el pensamiento de Pujante no solo tiene un valor teórico, sino también profundamente práctico. Nos interpela a repensar nuestra forma de habitar el lenguaje, de construir saber y de relacionarnos con los demás. La concordia, entendida como horizonte del pacto lingüístico, es también una apuesta política por la pluralidad, la escucha y la reconstrucción constante de un mundo común.
25. El papel de la tecnología en el totalitarismo moderno
La tecnología juega un papel fundamental en el auge del totalitarismo moderno. Las redes sociales y los avances en la tecnología de la información han permitido a los movimientos autoritarios llegar a un público mucho más amplio y de manera mucho más eficiente que en el pasado. Estas tecnologías no solo permiten la difusión masiva de propaganda, sino que también facilitan la vigilancia, el control social y la manipulación de las emociones de las masas. En este nuevo escenario, la tecnología se convierte en un instrumento de poder, utilizado tanto por los gobiernos autoritarios como el Chino como por los movimientos anarcoliberales que se esfuerzan pordesmontar los Estados. Las redes sociales, por ejemplo, permiten crear burbujas informativas en las que los usuarios solo reciben información que refuerza sus creencias preexistentes, lo que contribuye a la polarización y a la radicalización de las opiniones. Además, la tecnología ha permitido la creación de nuevos mecanismos de control social, como los sistemas de vigilancia masiva, que permiten a los gobiernos monitorear cada movimiento de los ciudadanos. Esto convierte a las sociedades democráticas en sociedades de control, donde la libertad individual se ve constantemente amenazada por la presencia de estos sistemas de vigilancia.
Benjamin echaba de menos una relación entre lo técnico y lo vivo entendiendo que la tecnología ayudaría a emancipar al ser humano, pero no ha sido así. Lejos del viejo fetichismo del objeto manufacturado excepcional lo reproducido tecnológicamente aparecía para Benjamin como potencialmente revolucionario. Ya Adorno descubrió que también las producciones tecnológicas estaban siendo fetichizadas. Y ademas de eso, la tecnología, lejos de ser un simple conjunto de herramientas neutrales, se ha convertido en un factor central en la configuración de las sociedades contemporáneas. No es el hombre el que usa y se expresa en las tecnologías, sino que son las tecnologías las que configuran el imaginario humano y las formas de relación entre humanos. Tanto el totalitarismo moderno como las propuestas más críticas de la izquierda o del liberalismo tradicional han encontrado en la tecnología un campo de disputa fundamental: para unos, es un mecanismo de control y vigilancia; para otros, una oportunidad para la emancipación y la autogestión. Así fue tanto para Gobbels como para Benjamin durante los años treinta del pasado siglo. A esto hoy se le llama «batalla cultural».
26. Tecnología y totalitarismo digital: el nuevo Leviatán
El totalitarismo moderno se caracteriza por la integración de tecnologías digitales al servicio de la vigilancia, la manipulación y el control social. Autores como Byung-Chul Han (2022) advierten que vivimos en una “sociedad de la transparencia”, donde la vigilancia ya no es solo vertical (del Estado hacia el ciudadano), sino también horizontal, a través de redes sociales y dispositivos inteligentes. En este contexto, la tecnología se convierte en un “Leviatán digital”, capaz de predecir y modular comportamientos individuales y colectivos mediante algoritmos y big data (Han, 2022). Ejemplos concretos de este fenómeno son el uso de cámaras de reconocimiento facial en China para controlar el acceso a espacios públicos o la recolección masiva de datos por parte de empresas como Google y Meta. Según Zuboff (2019), estas corporaciones han instaurado un “capitalismo de la vigilancia”, donde “la extracción y análisis de datos personales se convierte en el principal motor de acumulación de poder y riqueza” (p. 15). Así, la tecnología deja de ser un instrumento neutral y pasa a ser un mecanismo central de dominación y control en manos de Estados y grandes empresas.
Ya nos hemos acostumbrado a trabajar para las redes ofreciendo nuestros materiales, nuestras conversaciones o nuestras colecciones de videos o fotografías. El control se ha convertido en verdadero disfrute para el usuario, verdadero siervo de la «Red».
27. Resistencia y reapropiación: diferenciar entre anarquismo capitalistas frente al anarquismo.
Frente al avance del totalitarismo digital, las corrientes anarquistas y libertarias han desarrollado una crítica radical a las tecnologías opresivas, pero también han apostado por su reapropiación emancipadora. Como señala Gordon (2008), “los anarquistas no rechazan la tecnología en sí misma, sino su uso jerárquico y centralizado” (p. 102). En este sentido, los movimientos anarquistas promueven el desarrollo de plataformas de código abierto, redes descentralizadas y herramientas tecnológicas que favorecen la autogestión y la horizontalidad. Ejemplos de esta reapropiación son los proyectos de software libre, las redes de comunicación independientes y las infraestructuras energéticas autogestionadas. De acuerdo con Srećko Horvat (2020), “la tecnología puede y debe ser liberada de los grilletes del capital para convertirse en un bien común al servicio de la emancipación colectiva” (p. 89). Así, estas posiciones criticas anarquistas o neomarxistas, proponen una tecnología al servicio de la comunidad, orientada a la cooperación y la justicia social.
28. Tensión entre control y libertad: el futuro en disputa
El debate sobre el papel de la tecnología en la sociedad contemporánea se resume en la pregunta por el control: ¿quién decide sobre el desarrollo y el uso de las tecnologías? Como advierte De Rivera (2021), “todo control técnicamente posible será realizado con vistas a su utilización futura” (p. 57), lo que obliga a pensar en mecanismos de democratización y soberanía tecnológica. Mientras el totalitarismo digital tiende a concentrar el poder en manos de elites políticas y económicas, la nueva izquierda apuesta por infraestructuras comunitarias y el acceso abierto al conocimiento. La tensión entre estos dos modelos no está resuelta. Sin embargo, la proliferación de alternativas tecnológicas autogestionadas demuestra que es posible resistir a la lógica del control total y construir espacios de libertad y cooperación en el ámbito digital.
Es sabido que la tecnología es un campo de batalla clave en el siglo XXI. En ella su papel y su relevancia instrumental revela que no es neutral: puede ser instrumento de dominación o de emancipación, según quién la controle y con qué fines. El desafío actual consiste en democratizar el acceso, el desarrollo y el uso de la tecnología, pero también que la mayoría tenga herramientas para protegerse, para evitar que siga siendo un instrumento al servicio de unos pocos y ponerla al servicio del bien común.
29. Análisis de los Anarcoliberales y su Relación con el Totalitarismo
Hoy asistimos a un deterioro gigantesco de la confianza de la gente respecto al Estado. Los viejos nacionalismos adoptan nuevos rostros, elevando por encima del significado mismo de la Nación, ajenos a la idea de Estado Nación. «America First» de Trump no es una forma convencional de nacionalismo, responde a sentimientos negativos más que positivos, de rechazo más que de inclusión, hace referencia a la tensión Schmittiana de amigo/enemigo. Por eso se presentan como desafíos frente al orden, a los que mandan, a las instituciones, a lo políticamente correcto. Ellos son los primeros enemigos. Así sucede con los nuevos nacionalismos antieuropeos como el francés, o el italiano, que están cada vez más cerca de conquistar los Parlamentos en Europa. Su fetichización del concepto nación se cumple en la negación de los ciudadanos reales y sus condiciones. Más allá del nihilismo de apariencia anarquista, de su estética destructiva, todo el resto de su constelación mental gira en torno a vagas abstracciones y a emociones de rechazo.
Estas formas políticas se basan en la lógica de la pertenencia y la del amigo/ enemigo, mapas mentales que construyen lo Arendt llamaba nacionalismo tribal, y que fue un factor clave en la radicalización política que desembocó en el totalitarismo, pues facilitó la justificación del racismo, la violencia estatal y la aniquilación de quienes eran considerados «extranjeros» o «inferiores». Hoy el complejo de inferioridad, la precariedad, la inestabilidad y el miedo movilizan a los modernos movimientos totalitarios. Todas las instituciones protectoras estatales han fracasado para ellos y por eso crean grupos alternativos que se comportan como bandas o grupos mafiosos.
El neonazi actual no surge de un ideario sino de un conjunto de pasiones contradictorias, basa su desprecio en la frustración surgida del intento de sociabilizarse, por eso se moviliza por la sola esperanza destructiva. El desprecio frente al Estado o frente a la política de partidos es un rasgo fundamental que después caracterizará los movimientos totalitarios que precisamente por eso se distinguen de las meras dictadoras fascistas mas cercanas al Estado. Según Arendt, se trata de movimientos no dirigidos por la ambición de la conquista del Estado sino encaminados a la destrucción del Estado. Ahí está la diferencia entre la simple dictadora y el totalitarismo. Por eso cuando hoy Agustin Lage dice que ellos, los anarco-liberales que gobiernan en Argentina, y que desde USA hasta Hungría engrosan las listas ultraconservadoras, no son dictatoriales, tiene razón, no son dictatoriales fascistas, son totalitarios. Las posiciones de los anacoliberales, como les gusta llamarse, no es la de una dictadura fascista sino la de un movimiento totalitario que no busca la conquista del Estado y la imposición de un partido, que en la práctica ha hecho, sino que busca la destrucción de los partidos y del Estado mismo, como hicieron el nazismo y el stalinismo. Llevado al fondo el liberalismo resulta anárquico, su irracional confianza en el mercado niega toda forma de pensar político y sospecha de cualquier intervención estatal, cuestiona finalmente toda forma de estado desde un nihilismo casi adolescente. No, Nietzsche no es el fundamento pensante de esta irresponsable falta de conciencia, aunque algunos lo sienten cercano en su individualismo nihilista.
Por eso, los anarcoliberales, al contrario de otros grupos políticos que buscan reformar o reforzar el sistema, optan por derribar las estructuras del poder político. Este rechazo profundo hacia el Estado es tan extremo que, en vez de ver al gobierno como un medio para establecer un orden, lo consideran una construcción innecesaria que debe desaparecer. Aquí, el anarcoliberalismo no se presenta como una alternativa política viable, sino como una postura radical de desconfianza hacia cualquier forma de organización estatal. La crítica que ofrecen es una respuesta absoluta contra lo que ven como la opresión estructural de la sociedad moderna.
A medida que el liberalismo se lleva a su máxima expresión, lo que encontramos es una forma de anarquía. Esta tendencia no está dirigida solo a cuestionar la autoridad política, sino que apunta a erradicar las jerarquías existentes, sumiendo a la sociedad en un estado de caos organizado únicamente por las dinámicas del mercado. A diferencia de los liberales tradicionales, que sostienen que el Estado debe ser un ente para proteger los derechos individuales, los anarcoliberales creen que la única libertad auténtica proviene de la desregulación total, de la capacidad de los individuos de operar en un mundo sin ningún control estatal. Y a diferencia de los anarquistas que son comunitarios estos son rabiosamente individualistas.
Ayer como hoy, muchas élites se confunden con estos movimientos que no pretenden conquistar el Estado, sino que, por su furioso desprecio al sistema de partidos y al viejo orden institucional, cuestionan tanto el juego político nacional como las entidades internacionales (ONU, OMS, etc.). Incluso su actitud respecto al ejército es distinta de la de los fascismos convencionales. Arendt recuerda que, tanto en Alemania como en la URSS, se convirtieron al ejército y al Estado en funciones subordinadas al movimiento (p. 333). Carl Schmitt, en Staat, Bewegung, Volk (1934), escribe que el Estado y el pueblo se funden en el movimiento, sacrificando tanto al Estado como al pueblo.
30. Totalitarismo neorrevolucionario y la tentación nihilista del siglo XXI
La motosierra de Javier Milei —como también la de Elon Musk en el terreno empresarial y cultural— no es sólo una imagen provocadora: es emblema de una violencia simbólica que promete erradicar el Estado. En su filo brilla una promesa de regeneración mediante la destrucción, una especie de revolución sin contenido, un vacío vestido de solución. No estamos ante una forma política cualquiera, sino ante un fenómeno transnacional que ha tomado cuerpo en panmovimientos ultraconservadores y nihilistas, cuyo alcance abarca desde la Europa oriental hasta el Cono Sur, pasando por Estados Unidos y partes del mundo hispánico. Todos pretenden, en sus formas más extremas, disolver las convenciones que sustentan la convivencia democrática —interna y externa— para imponer la voluntad del individuo, convertido en entidad sagrada.
A diferencia de los fascismos del siglo XX —centralizadores, estatalistas, basados en la consolidación del orden desde dentro del Estado— los nuevos movimientos no buscan garantizar el orden, sino dinamitarlo. Como advertía Arendt (1951), el totalitarismo no es solo una forma de gobierno, sino una ideología que necesita el caos para arraigar. Estos movimientos emergen en nombre de una “revolución” que, a diferencia de las socialistas o nacionalistas del pasado, no busca una nueva estructura, sino el colapso de toda estructura existente.
El totalitarismo moderno no fortalece el Estado: lo aborrece. No lo toma para controlarlo, sino para abolirlo y reemplazarlo por un nuevo orden vacío, un campo abierto a la voluntad individual y la competencia sin reglas. En esta lógica, los líderes no se presentan como salvadores de la patria, sino como destructores del sistema: empresarios devenidos en mesías políticos, influencers reconvertidos en tribunos de la ira colectiva. Como sugiere Nietzsche (1887/1999), se trata de una moral profundamente nihilista, donde las pulsiones destructivas de la burguesía afloran como virtud política.
A menudo, en el discurso mediático y académico, se califica a estos movimientos como «fascistas». Pero es un error analítico. Si seguimos a Arendt (1951), el fascismo de Mussolini, o las dictaduras de Franco y Salazar, no fueron totalitarias: fueron conservadoras, reaccionarias, militarizadas, pero orientadas a reforzar el Estado. Estas dictaduras, incluso en su violencia, eran funcionales a un orden; no pretendían destruirlo. Las actuales derechas radicales, por el contrario, actúan como si el Estado fuese el enemigo a eliminar. Su utopía no es un orden autoritario, sino la abolición de toda mediación política: un “partido sin partido”, como en los panmovimientos descritos por Arendt.
Esta nueva ola radical no busca restaurar una jerarquía, sino liberar las pulsiones individuales sin freno. Y en esa liberación está su trampa: porque no construye nada, sólo destruye. Por eso, a pesar de su retórica “revolucionaria”, su horizonte es vacío. La revolución que proponen no es un nuevo contrato social, sino un ajuste de cuentas con todo el sistema moderno: los derechos humanos, la representación política, el derecho internacional, los pactos ambientales o migratorios, e incluso la idea misma de comunidad.
El peligro es doble. Primero, porque estos movimientos canalizan un malestar legítimo —el descontento con las élites, con la globalización, con la desigualdad estructural— y lo pervierten en una voluntad de aniquilación. Segundo, porque su retórica “liberadora” disfraza su carácter profundamente autoritario. Como explica Arendt, ningún régimen puede sostenerse solo en la violencia: necesita, eventualmente, generar instituciones, crear un nuevo orden. Así, el totalitarismo acaba por estabilizarse en forma de dictadura. Lo vimos en el franquismo, en la URSS estalinista, incluso en el falangismo español, cuya capacidad destructiva —aunque menor que la del nazismo— tuvo consecuencias devastadoras para la sociedad.
Por tanto, no estamos simplemente ante una oscilación entre fascismo y democracia, sino ante una dinámica más compleja: la transición de una voluntad nihilista de destrucción hacia nuevas formas de dominación institucional. De ahí que muchos de estos movimientos comiencen como antipolíticos, pero terminen organizándose como nuevas estructuras de poder. La fase de caos da paso, tarde o temprano, a la necesidad de orden. En este tránsito, el totalitarismo muta en dictadura.
Las consecuencias ya se perciben. Desde Oregón hasta Tesalónica, pasando por Buenos Aires o Valencia, el malestar ha sido cultivado con esmero por redes sociales, líderes carismáticos y discursos de odio. La globalización, que desarraigó culturas y movilizó masas, ha creado un caldo de cultivo donde la fragmentación social se presenta como emancipación. Sin embargo, lo que emerge no es libertad, sino control: un control basado en la desconfianza, en la competencia salvaje, en la atomización del cuerpo social. Lo que la globalización desestructuró, lo intenta corregir el nuevo totalitarismo, no con instituciones ni comunidad, sino con identidades cerradas y violencia cultural.
Hoy, la amenaza totalitaria no se disfraza de orden, sino de caos regenerador. Es una revolución sin proyecto, que promete libertad a cambio de destruir toda forma de convivencia. El desafío para las democracias contemporáneas es doble: deben responder al malestar sin ceder al nihilismo; deben reformarse sin desaparecer. Porque si no lo hacen, las motosierra no sólo cortará ramas muertas: arrasará con el bosque entero.
31. La Concepción Fetichizada del Pueblo y la Negación de la Humanidad Común: La Retórica Excluyente del Totalitarismo
El nihilismo destructor neototalitario presupone una instancia ideal, comunitaria, que solo se encuentra en las iglesias, y seguramente de ahí surge su concepción fetichizada del pueblo. La idea que subyace en cualquier panmovimiento es la de un pueblo con un origen divino, único entre los demás pueblos de la tierra. Se trata de un mito que se emparenta con la antigua noción judía del pueblo elegido: una idea que infunde orgullo en los miembros de la propia comunidad y desprecio por los foráneos, considerados indignos. Esta concepción antiilustrada niega la idea de una humanidad común. En ella se advierte un sustrato hobbesiano: la insistencia en la violencia y la depravación humana, que les permitió y les permite evadir cualquier compromiso con la responsabilidad común.
Uno de los pilares de la ideología totalitaria es la exaltación del «pueblo». Este concepto se utiliza para crear una identidad colectiva que define a un grupo como superior y a otros como inferiores. Es este mito del pueblo, fundado en una identidad cerrada, el que justifica muchas de las políticas autoritarias y excluyentes de los movimientos totalitarios. Esta visión de la humanidad no ve a las personas como seres interconectados por derechos universales, sino como miembros de un grupo elegido, con un destino separado de aquellos considerados «ajenos» .Esta visión es similar a la noción del «pueblo elegido» en la tradición judía, y niega la idea de una humanidad común.
Este tipo de exclusión se refleja en políticas xenófobas y racistas que no solo buscan aislar al pueblo de las amenazas exteriores, sino también dividir a la sociedad internamente. El totalitarismo, al promover esta visión de un pueblo «superior», destruye los principios de igualdad y justicia que han sido la base de las democracias modernas. Al mismo tiempo, se promueve una visión del mundo en la que la cooperación internacional y los acuerdos globales son vistos como amenazas, no como herramientas de cooperación entre naciones. En su lugar, se promueve una visión aislacionista y proteccionista, que busca proteger los intereses de un pueblo que se considera único y superior.
32. La Transformación del Liberalismo
Paradójicamente, fue el propio liberalismo el que contribuyó a romper estos lazos comunitarios al afirmar la primacía del individuo. Esa misma individualidad, que solo confía en sus iguales, ha devenido en una conciencia tribal. El pueblo, al rechazar tanto al Estado como cualquier visión comunitaria solidaria, se repliega sobre sí mismo. El liberalismo, que alguna vez promovió la idea de la libertad individual y el mercado libre, ha tenido efectos destructivos en la sociedad. Su énfasis en la competencia y el individualismo ha llevado a la disolución de las comunidades y al fortalecimiento de los intereses corporativos. En lugar de promover una verdadera libertad, el liberalismo ha permitido que las grandes corporaciones y los oligarcas concentren el poder económico y político, socavando la capacidad del Estado para regular y proteger el bienestar común.
El liberalismo ha contribuido a la desintegración de la sociedad y la política, enfocándose exclusivamente en el individuo y la competencia. Este marco ha permitido que los intereses particulares se impongan sobre los colectivos, lo que facilita el ascenso de movimientos ultraconservadores que buscan destruir los avances sociales y los pactos internacionales que han protegido a las comunidades. Esta mercantilización de la sociedad ha facilitado la expansión de movimientos ultraconservadores que, en lugar de criticar las desigualdades estructurales, se enfocan en destruir las instituciones que intentan, aunque de manera imperfecta, mitigar esas desigualdades. De esta manera, el liberalismo y el totalitarismo se alimentan mutuamente, creando un círculo vicioso en el que la desconfianza en el Estado y las instituciones democráticas sólo acentúa la crisis social.
33. La Crisis de Occidente y el Colapso de la Modernidad
La crisis de las democracias occidentales es un fenómeno complejo que tiene sus raíces en la desconfianza creciente de la ciudadanía en sus gobiernos y en las instituciones internacionales. El liberalismo y el socialismo, que alguna vez prometieron una sociedad más justa y equitativa, han fracasado en cumplir sus promesas, lo que ha dado paso a un resurgimiento de ideas autoritarias y totalitarias. Las élites económicas han tomado el control de las instituciones políticas, utilizando el miedo y la inseguridad para consolidar su poder y su riqueza. Los oligarcas han tomado el control de los sistemas políticos, utilizando la idea de «reducción del Estado» como una herramienta para consolidar su poder y eliminar a los más vulnerables. A pesar de las promesas de libertad y prosperidad, estos movimientos solo buscan consolidar los intereses de las élites.
El colapso de la modernidad, al menos en su versión liberal-democrática, es una consecuencia directa de la incapacidad de los sistemas políticos actuales para enfrentar los desafíos globales, desde la crisis económica hasta el cambio climático. La respuesta a esta crisis no es el retorno al autoritarismo, sino una reflexión profunda sobre cómo rediseñar el contrato social para que sea más inclusivo y más equitativo.
Ni el Estado burgués ni su negación «revolucionaria» nos permiten esperar novedades a la altura de las necesidades de nuestro tiempo. En plena emergencia climática, la política retrocede y niega las evidencias. Como si de una moratoria se tratara, en lugar de interrumpir un capitalismo insostenible, las fuerzas reaccionarias se preparan para un último asalto depredador.
Después de Marx y Nietzsche, que denunciaron la hipocresía burguesa y nos recordaron que el capital—al igual que las grandes ideas como la libertad, la nación o Dios— «viene al mundo chorreando lodo y sangre», las imágenes que nos llegan hoy no hacen más que confirmarlo: la violencia simbólica de una motosierra, un bombardeo en Ucrania, el insulto del presidente ucraniano en la Casa Blanca, un hospital destruido en Gaza… Todo confirma lo peor.
34. El espectáculo del poder: nihilismo, barbarie y el colapso de lo político
Demasiadas imágenes nos recuerdan que, una vez más, los vicios privados de Mandeville se transforman en virtudes públicas con Trump y toda su corte internacional de mafiosos. Adorno y Horkheimer ya denunciaron que esto mismo sucedió con el totalitarismo de entreguerras. También ellos advirtieron cómo el público consume el espectáculo de su propia destrucción.Rápidamente surgen dudas: ¿son tan cretinos, analfabetos y deshumanizados como aparentan, o es solo marketing? ¿Todo es mercancía? Sí, Bauman nos lo recordó antes de morir: hasta el humanismo se ha convertido en un producto más, impreso en camisetas, banalizado en canciones pegajosas o reducido a frases en los sobrecillos de azúcar de cualquier cafetería.
La política ha dejado de ser una práctica del juicio y la deliberación para convertirse en un espectáculo de resonancias vacías. Como una maquinaria escénica de la decadencia, su trama ya no se articula en torno a los ideales democráticos, sino en torno a una lógica de la provocación, la violencia simbólica y la construcción artificial de enemigos. Hoy, la política es un teatro de sombras donde se simula la realidad mientras se desmantela la sustancia misma del contrato social.
En este escenario, los nuevos «seres olímpicos» —figuras como Musk, Bannon, Trump o Milei— no gobiernan, interpretan. No administran el Estado, lo utilizan como dispositivo performativo para exacerbar tensiones, eliminar matices y proyectar una imagen de salvación que encubre un programa de destrucción. Su retórica toma prestado lo peor del viejo fascismo, pero lo vacía de contenido histórico: lo convierte en marca, en slogan viral, en meme totalitario.
Su público no es una masa excluida, sino los mismos beneficiarios de los derechos que estos líderes intentan erosionar. La paradoja es cruel: los destinatarios de la protección estatal aplauden la demolición del Estado que los protege. La violencia espectacular que proponen se dirige precisamente contra los pilares que el mundo moderno había intentado consolidar tras el trauma de las guerras mundiales: la educación pública, los derechos humanos, la función reguladora del Estado, el conocimiento como bien común.
No estamos frente a una dictadura clásica. El totalitarismo contemporáneo no necesita tanques, sino algoritmos. No precisa campos de concentración, le basta con plataformas digitales capaces de segmentar, radicalizar, amplificar. La guerra ya no se libra con armas, sino con relatos, con ficciones polarizadas que borran los grises y colocan al otro en la categoría de enemigo esencial. Intelectuales, artistas, científicos, educadores: todos ellos son sospechosos si contradicen la narrativa hegemónica de los ultras. El crimen es el pensamiento.
Este nuevo orden no es una forma desviada de la democracia, sino su negación. Y sin embargo, opera desde dentro de ella, la parasita, la convierte en un cascarón vacío. La estructura totalitaria no necesita de un partido único; le basta con una guerra permanente contra el pluralismo. No hay centro, no hay ley, solo una revolución perpetua dirigida por una élite que se autoproclama portadora de la libertad absoluta: la libertad de los fuertes para aniquilar al débil sin rendir cuentas.
El odio funciona como cemento ideológico. La guerra civil simbólica es su forma más estable. Siempre hay un otro al que expulsar, humillar, criminalizar: el inmigrante, el indígena, el disidente, el feminista, el ecologista, el maestro, el científico, el artista. La lógica tribal sustituye a la lógica republicana. El lazo social se sustituye por la lealtad al líder, por una comunidad construida en negativo: no en torno a un proyecto común, sino en el rechazo visceral al otro.
El espectáculo del poder no es simplemente una banalización. Es, como advirtió Arendt, la banalidad del mal traducida al lenguaje de la era digital. El mal no se presenta con rostro grotesco; se viraliza, se disfraza de libertad, se impone con una sonrisa tecnocrática. En este nuevo orden, los líderes no prometen utopías, sino destrucciones: derribar lo viejo, arrasar con lo heredado, acabar con lo que «estorba». Pero nunca ofrecen una alternativa viable, más allá del goce cruel de ver caer instituciones que costaron siglos construir.
La política se ha convertido en una ficción selfiada. Lo que importa no es el argumento, sino la imagen. No el proyecto, sino el número de seguidores. El líder ya no representa a un colectivo, sino que lo sustituye. Su rostro se vuelve emblema, su retórica se simplifica hasta la caricatura. La verdad no tiene peso, solo lo tiene la viralidad. La decisión política no se basa en un análisis del bien común, sino en el rendimiento de un post, en el impacto emocional de una consigna.
Todo esto ocurre en un mundo donde la globalización ha descompuesto las bases materiales de la convivencia. La deslocalización, la precariedad, la disolución del Estado de bienestar, la soledad estructural: estos son los insumos del resentimiento. Y los nuevos totalitarismos, lejos de resolverlos, los explotan. Capitalizan el dolor, el abandono, la incertidumbre. Se presentan como antídotos contra el caos, pero son, en verdad, su forma más sofisticada.
El futuro de la democracia, entonces, no está amenazado solamente por los tiranos. Está en juego por la lógica del nihilismo que se ha instalado como sentido común. Un nihilismo que no cree en instituciones, ni en mediaciones, ni en palabras. Que solo cree en el impacto inmediato, en la excitación constante, en la eliminación del otro como forma de afirmación. Y que, con un cinismo brutal, se disfraza de revolución.
¿Estamos ante una regresión a la barbarie? ¿O ante la mutación de la política en una máquina neoliberal sin sujeto ni destino? Lo único cierto es que la confusión se ha vuelto norma y que la respuesta ya no puede ser solo teórica. Necesitamos reconstruir el tejido roto de la sociedad, rehacer la pregunta por el nosotros, imaginar formas de resistencia cultural, educativa, estética. Porque lo que está en juego no es un estilo de gobierno, ni una disputa electoral. Es la posibilidad misma de seguir existiendo como sujetos políticos en un mundo aún no completamente devorado por el espectáculo.
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