Mauro Salazar J. / Devenir. Vida, escritura y potencia.

Estética, Filosofía, Política

Sí, hoy te escribo querida, y no sólo porque tengo algo que contar, sino, y sobre todo, porque aquello que tengo que decir ya es de alguien. De alguien que no está presente ni aquí ni ahora y, sin embargo, yo te escribo.

Escribo sin saber siquiera quién es él y dónde estás. Aquí, en este pequeño lugar, para mí, mientras escribo, mientras dedico esta ficción abismal que nunca llegaré a precisar. M.S

Todo texto es un fragmento por cuya cubierta transitan distintos significados. Una polifonía enunciativa, donde el vigor consiste en agrupar enunciados contrariados que nos permiten habitar una totalidad abierta, descentrada y fragmentaria. La máquina del deseo (escritural) es siempre desmontaje. Ya lo sabía el pensador de Tréveris el año 1848.

Por ello un fragmento puede ser catalogado, en sentido estricto, como un lugar donde litigan raíces múltiples que destilan distintos parajes. La desposesión del autor se juega en un texto heterogéneo, de infinitos reenvíos y perífrasis. Una coexistencia, y no una exégesis, de habitares que eluden la conciencia hermenéutica, mediante velocidades, movimientos de desterritorialización y des-estratificación en espera de un agenciamiento sin paradero autobiográfico. Para Barthes la escritura compromete figuras, “el gesto del cuerpo sorprendido en acción, y no contemplado en reposo” (199, 13).

La escritura en curso -dice Deleuze- es inacabada y escribiendo se deviene esto y aquello hasta devenir-imperceptibles. Devenir en el mundo cumpliendo una escritura atiende a un régimen de lo múltiple que no responde a ningún diseño preexistente, salvo potencias de afectos y perceptos. En la escritura, la vida deviene en la forma de una fuga, sintaxis no positivista del escritor. Sí, la vida agrietada y sin fondo como un flujo -insiste Deleuze- en relación con otros flujos “fuera y dentro del propio ser”1.

Su imprevisibilidad es, también, el indecible que concierne a la lectura, así, cuando un texto es reorganizado por nuevas opciones de lectura escritural, esto delata su “trascendencia coyuntural”. Las diversas operaciones de lectura que un escrito entrañan pueden ser caracterizadas a partir del “régimen de lo múltiple”. A través de tal designación reconocemos al complejo intertextual que circunda todo acto de lectura. Digamos, en su forma menos matizada, que hay múltiples obsesiones tras un ejercicio de lectura, como a sí mismo, en las interpelaciones que se producen entre la obra y el lector. El libro en cuanto régimen de multiplicidad señala la ausencia de una escritura monádica. Múltiples son las posibilidades que la lectura busca ensayar, orientadas por una heurística “abierta”. Mientras que, en otras, responden a un número acotado de operaciones. Múltiples son, además, las formas a través de las cuales un texto se brinda a un lector desconocido, a los requerimientos del lego o el erudito, como explicitación o ciframiento de sus motivaciones sensibles. Por todo, afirmamos que un texto debe ser asimilado a una multiplicidad de significados, cuya enunciación corresponde a la lectura. Dentro de este magma de sentidos, las claves de interrogación entre texto y lector vienen dadas por materias significantes (imágenes, sonidos, objetos virtuales) que, por fragmentos textuales, es decir, por libros, periódicos y discursos políticos, a nombre de los cuales el orden establece un consenso de imágenes.

Habitar la desterritorialización de la escritura es cultivar la práctica del fragmento. Una línea de fuga lejos de suponer una huida fuera de lo social, lejos de ser utópicos o incluso ideológicos, “es constitutiva del campo social, puesto que traza su pendiente y sus fronteras, es decir, todo el devenir”. (Deleuze y Parnet, 2004, 153).

He aquí el devenir disruptivo de toda escritura. La sedimentación de una técnica y sus efectos de normalización dan lugar a una economía de las diferencias cuya expresión más palmaria descansa en la noción de formato. Por ello el formato, rutinización de nuestra prosa, curvilíneo y del cuadrante, es un connotado exponente del pensamiento de la serialidad, a saber, de una concepción que asfixia a la escritura a partir de un recorrido trazado, desde unos segmentos sintácticos que, nos niegan todo agenciamiento, y no tardan en institucionalizarse. En perpetuar recorridos molares, entradas corporativas y límites soberanos.

El formato es la imposibilidad de una escritura resbaladiza, pues reenvía nuestra grafía a un campo de visibilidad, a modos de producción (seriales) que el poder ha instruido. Prontamente la escritura deviene técnica; por ello nuestro ejercicio se querría no hegemónico, a saber, frente a las petrificaciones de nuestra prosa, debemos descuajar una y otra vez en un momento libidinal. De lo contrario, el formato no será como pretendemos que sea el problema que nos constituye sino, el presupuesto de todo acto escritural; el formato, aquella grafía del contrato social, será la condena que recae sobre nuestra prosa. Y así, el libro provee la desterritorialización del mundo, y el mundo efectúa una reterritorialización del libro, que a su vez se desterritorializa en sí mismo en el mundo.

Convengamos en que, una vez consumada esta relación, el lector puede hilvanar mensajes que el texto no estaba en condiciones de explicitar por sí solo, al mismo tiempo, el texto es capaz de narrar al lector significados que este último es incapaz de reconocer antes de este encuentro. Pero ello no quiere decir que ambos (como unidades pre- constituidas) tengan como tarea descifrar sus significados ocultos, hacer hablar lo que la obra o lector esconden, sino, testimoniar el momento de una falta. La incompletitud de cada unidad de sentido, es al mismo tiempo, su imposibilidad de decirlo todo. En suma, se trata, de una imposibilidad ineludible; es porque el lector y el texto no agotan sus significados que cabe la posibilidad del enunciado.

En el plano del discurso, la producción que resulta de un escrito y el lector está lejos de equiparar el universo de sentidos qué hace posible el juego de enunciados. De este modo, la lectura comporta una arbitrariedad, un decisionismo que se hace notar a la hora de reconstruir un régimen de signos, pues se rescatan algunas ideas mientras que otras son silenciadas. Por ello la lectura (en su dimensión reconstructiva) es, también, un momento de represión en el corazón de lo múltiple, que insiste en domesticar el sentido mediante “campos de presencia”.

Cuál sería su privilegio de las “retóricas del nombre”, que deshinbidamente tipifican, normalizan, afirman. De otro modo, cuál sería la eficacia política de estas notas sin litigar con aquella positividad; políticas del nombre propio. Entonces, celebrar el cometido político de la crítica, significa abrazar su relación monumental con el silencio. Nada se puede oponer más al sentido de estas notas. Bien sabemos que estas fricciones (que la crítica suponecomo privativas de su experiencia estética) atraviesan el campo de las humanidades. Ello es magistralmente enunciado por Foucault, cuando nos señala que, “así que todo lo que al discurso le ocurre formular se encuentra ya articulado en ese semi-silencio que le es previo, que continúa corriendo obstinadamente por bajo él, pero al que recubre y hace callar. (1982, 86).

La minoridad -el fragmento- puede ser catalogado desde la constante demarcación respecto de algunos dispositivos de largo alcance; como distanciamiento de la hermenéutica que se opone lo latente a lo manifiesto, como ruptura de un paradigma del sujeto que cancela el sentido y lo remite a un significante maestro. Todo ello representa un vasto horizonte de reflexión. La escena francesa de los últimos 30 años constituye uno de los lugares más atractivos para pensar la des-sustancialización que ha experimentado el texto en su sentido más normativo, a saber, como objeto-unitario. Ello lleva a lo siguiente,

“Un libro es una multiplicidad. Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y velocidades muy diferentes, cuando se atribuye un libro a un sujeto se está descuidando ese trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones, Se está fabricando un buen Dios para movimientos geológicos”. (Introducción, Rizoma, 1988, 10)

En su enunciación, la lectura oculta un no dicho, a saber, oculta el silencio en que se deja ver ella misma. Con todo, el silencio se debe ausentar de su mutismo, cuando la lectura decide reprimir lo que ha sido ocultado. El silencio, entonces, se relaciona con la lectura como la presencia de una ausencia. Con todo, se despliegan nuevos campos de sentido, que, al mismo tiempo de estar inscritos en un conjunto de notas, desbordan con creces las posibilidades de las mismas. Es esta dialéctica del desdoblamiento, de lo que está y no está en un texto, de lo que se sigue y se lee en el mismo, la figura espectral que concierne a la lectura. Su singularidad, si se nos permite tal designación, es la de una ambigüedad constitutiva, no en el sentido coloquial de “algo” que no se pronuncia entre lo uno y lo otro, sino, como otra forma de comprender las posibilidades de un texto, en este sentido la ambigüedad está del lado de una decisión que desestabiliza todo razonamiento nodal.

Entonces, hablamos de una relación (la del texto y el lector) de complementariedades inconclusas, no en el entendido de colmar “algo” que estaba vacío, sino en él comercio de sentidos que una comunicación involucra, en el campo de recursividades que en ella tiene lugar. De pronto, desde la perspectiva del lector podemos consignar dos gramáticas de interlocución: el reconocimiento de los significados menos rutinarios que el texto aporta, como también, la producción que el lector es capaz de desarrollar a partir del mismo. Sin embargo, el lector nunca enfrenta un texto desprovisto de significados, de interrogaciones, de algún propósito sumarial. Es por ello que el acto de identificación de un texto en particular es, a su vez, el reconocimiento global del mismo al interior de un tejido intertextual. En general un fragmento textual debe ser considerado como el producto complejo de la articulación de dos o más escrituras. Y en esta perspectiva habría que insistir en la condición espectral del silencio, pues lo que dice el libro viene de cierto silencio, su aparición implica la no aparición de un no dicho. De este modo el libro no se basta a sí mismo, lo acompaña una cierta ausencia sin la cual no sería.

Es debido a ello, que, desde la perspectiva de los discursos sociales, el texto no puede reclamar inmanencia alguna en su significación, por el contrario, debe ser puesto en relación con otras gramáticas de producción. Tampoco podemos afirmar un contextualismo radical, pues esto significaría remitir al texto, al sistema de citas que está en su entorno, agotando allí sus posibilidades. Ello, en términos prácticos, nos conduciría a un trascendentalismo del discurso, esto es; postular que un libro está contenido en otros que, ineludiblemente, forman parte de sus condiciones de producción, es al mismo tiempo sentenciar su carácter preconstituido al discurso. Digamos que entre la recepción y la elaboración de un discurso debe haber un desfase necesario, de otro modo el discurso deviene agregación; deja de ser producción de sentido.

En lo que respecta al “fragmento plural” que entraña todo texto, este no solo concierne al “tipo” de interpelaciones que amerita un acto de lectura, sino también, a la idea de objeto propiamente tal, Una idea que, de una u otra forma, restablece la homogeneidad de un corpus categorial, su estabilidad objetual, o si se quiere, sus lealtades con un problema de base. Cuando se dice “verdad”, en cada operación de lectura se erige un texto o más bien, en cada escrito están expuestos múltiples textos. De modo que la lectura, es más, la experiencia de un descentramiento radical, de una alteridad inagotable, que la búsqueda de unas reglas que estructuran el régimen de veridicción que las ciencias sociales reproducen. Para las ciencias institucionales, la multiplicidad de tiempos escriturales, resulta una amenaza en la elaboración final del texto (petición de pulcritud, métrica y sutura), ello es visto como una cuestión de mal gusto que debe ser decantada a partir de un mismo registro tonal.

Tal coexistencia, es remitida a un asunto de estilo, a lo sumo, de mayor plasticidad en la presentación del problema; así los tiempos, umbrales y centelleos de una escritura son tomados en cuenta sólo una vez que el texto ha sido terminado en cuanto a sus ideas fundamentales, o si se quiere, entonado bajo un mismo padrón argumental. Tal forma de concebir un texto, y en particular la escritura, no presta atención a que los tiempos escriturales constituyen un momento consustancial del argumento y no un residuo restringido a una fachada (exterior). Si ello es así, quiere decir que la escritura no ha sido pensada en su espesor argumental, por el contrario, el argumento reposaría en la base de todo razonamiento (contenido) y la escritura sería una fachada residual (forma). Esto nos lleva a un segundo problema; cuando se insiste en la relación aritmética de un texto igual a un tiempo escritural, se presume que el estilo estriba en mantener una misma entonación a través de todo el trazado textual. Sin embargo, a diferencia de su comprensión moderna, tener estilo sería una cuestión muy distinta que, en muchos aspectos, refrenda lo anterior. Concitemos nuevamente a Deleuze: “tener estilo es llegar a tartamudear en su propia lengua…no se trata de tartamudear al hablar, sino de tartamudear en el propio lenguaje ser como un extranjero en su propia lengua” (1996, 25).

En una aproximación preliminar, sabemos que la lectura sometida a un contexto, no tiene posibilidades infinitas de interpretación, no podemos entender cualquier cosa, no podemos decir cualquier cosa, ergo, la lectura se encuentra soportada en un campo de significados, que en última instancia gobierna sus posibilidades de enunciación. Entonces, aún nos resta precisar su locus teórico, esto es, situar teóricamente a la lectura con relación a sus límites estructurales, a los juegos de lenguaje en que se encuentra inscrita. Esta operación resulta indispensable si pretendemos construir una caracterización de la misma al nivel de los conceptos. En nuestra opinión, ello entraña una paradoja que se puede resumir mediante la noción de contexto; a saber, la lectura al tiempo que es un acto de producción teórica indeterminada es, también, el efecto estructural que el contexto impone a tal indeterminación. Ello nos indica que hay coordenadas de las cuales la lectura no se puede evadir, esta última, definitivamente, se ejerce dentro de ciertos límites estructurales. En nuestro caso, la comprensión de esta noción no se ubica ni en una dicotomía, (contexto, delimitación, o indeterminación), ni en una lectura salomónica de tal noción, (contexto que es a la vez determinación e indeterminación) sino, en pensar al contexto mismo, no así a sus efectos, bajo una negatividad constitutiva. En principio ello significa que el contexto produce significados capaces de subvertir sus límites estructurales, el contexto aquí es una experiencia del límite, este se ve arrasado por los sentidos (lecturas, interpretaciones) que es capaz de producir. Solo así podemos articular la lectura en tanto descentramiento radical con una noción de contexto que supere los vicios estructuralistas de la determinación simple. Así, el contexto mismo es quien produce las condiciones de su auto-cancelación, o si se quiere, el desbordamiento de sus límites estructurales, es él quién se levanta sobre su propia imposibilidad, a saber, no poder fijarlo todo.

Así, un texto lejos de ser concebido bajo un principio unitario de comprensión, (objeto de una hermenéutica), puede ser catalogado bajo otros recursos performativos, tales como, el descentramiento de su objeto, la heterogeneidad de sus orientaciones teóricas y la desestabilización de su escritura. Todos estos elementos forman parte de la performance de sus contenidos, como a su vez de las motivaciones políticas que el texto procura alcanzar. Si esto es así, la noción de objeto no se sustenta en términos normativos: no es posible sostener que un texto es homologable a su objeto. Persistir en tal aseveración implica desconocer el remanente de intertextualidad que acompaña al libro. Por ello, cuando el objeto reclama la univocidad de sus mecanismos, o el privilegio compartimental de su problema, cabe oponer una pluralidad de significados irreductibles a una misma comunidad de sentido, es decir, a un mismo principio de interrogación. La irreductibilidad del intertexto, su densidad escritural, es lo que se resiste a los designios de un autómata organizador.

Por lo tanto, no es plausible argüir que un texto se distancie o desvíe de su objeto original, toda vez que el mismo no se estabiliza en tomo a un punto de inteligibilidad, de otro modo, no podemos establecer relaciones de lejanía o acercamiento entre un escrito y la “obsesión” que lo anima, ello supondría una transparencia comunicativa entre ambos, (texto y objeto).

En nuestra opinión, otra forma de discurrir sobre la “arquitectura” de un libro es bajo un conjunto de regularidades discursivas en estado de dispersión “. Pero ya lo hemos adelantamos. No se trata de una dispersión respecto de una unidad pretérita, tampoco de una univocidad que, a modo de un código binario excluya a lo disperso (lo múltiple que deriva de lo uno, el descentramiento respecto de un centro), sino, del agrupamiento de algunas regularidades enunciativas en distintos contextos discursivos. De modo que cuando hablamos de un objeto con ello aludimos al conjunto de problemas que mantienen una regularidad en el dominio de lo múltiple; sabemos que tal regularidad dista mucho de un punto de estructuración, las regularidades son condensaciones que se ejercen en medio de una dispersión, es a ello a lo que denominamos objeto múltiple.

Sin embargo, esta dispersión del sentido dista mucho de una mera entelequia, esto es, de un escrito sin tensiones, encuentros o acumulados. Otro modo de concebir él “parecido de familia” de un texto (como unidad material) es mediante sus desvaríos internos, sean estos de escritura o contenidos, sus contratiempos argumentales, sea en la afinidad o desencuentro de sus premisas, en definitiva, desde su atribulada arquitectura. Si un libro es capaz de agrupar estos “elementos”, ello se debe a una red de significados que resuenan unos a otros, un paquete textual que produce sentidos muchas veces contrapuestos. Así, cuando un artículo desliza sus contenidos por denegación de otros, ello quiere decir que en tal fricción existe algún verosímil que golpea contra una roca de significados.

Tras estas disgresiones, conviene poner de relieve dos cuestiones que nos interesa impugnar por medio de este escrito. En primer término, la interpretación del texto como unidad homogénea en su acepción más tradicional, como particularidad referida a un objeto-problema por el cual se explica, a ello le llamamos matriz de comprensión. En segundo lugar, una comprensión (más compleja) que, al mismo tiempo de reconocer la multiplicidad de sentidos que la lectura inaugura, aún se aferra a un objeto centrado, inmune al descentramiento de los significados, a ello le llamamos principio de autonomía.

En su enunciación, la lectura oculta un no dicho, a saber, oculta el silencio en que se deja ver ella misma. Empero, el silencio se debe ausentar de su mutismo, cuando la lectura decide reprimir lo que ha sido ocultado. El silencio, entonces, se relaciona con la lectura como la presencia de una ausencia. Con todo, a través de ella se despliegan nuevos campos de sentido, que, al mismo tiempo de estar inscritos en un conjunto de notas, desbordan con creces las posibilidades de las mismas. Es esta dialéctica del desdoblamiento, de lo que está y no está en un texto, de lo que se sigue y se lee en el mismo, la figura espectral que concierne a la lectura. Su singularidad, si se nos permite tal designación, es la de una ambigüedad constitutiva, no en el sentido coloquial de “algo” que no se pronuncia entre lo uno y lo otro, sino, como otra forma de comprender las posibilidades de un texto, en este sentido la ambigüedad está del lado de una decisión que desestabiliza todo razonamiento nodal.

Se trata, entonces, de una relación (la del texto y el lector) de complementariedades inconclusas, no en el entendido de colmar “algo” que estaba vacío, sino en él comercio de sentidos que una comunicación involucra, en el campo de recursividades que en ella tiene lugar. De pronto, desde la perspectiva del lector podemos consignar dos gramáticas de interlocución: el reconocimiento de los significados menos rutinarios que el texto aporta, como también, la producción que el lector es capaz de desarrollar a partir del mismo. Sin embargo, el lector nunca enfrenta un texto desprovisto de significados, de interrogaciones, de algún propósito. De otro modo, las cláusulas gramaticales nos llevan a reconstruir lo que allí está soterrado arbitrariamente. Por ello, en un lugar concordamos la sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas, que es, también, producción categorial para cada ocasión se comporta como un aparato de captura frente al sentido, como búsqueda incesante de su propia obsesión de escribir.

La escritura normada procura poner fin a su existencia. Al reducir la distancia entre pensar y escribir se dispone de modo profesional a diluir todo excedente de sentido, a cancelar-se (a sí misma) capturando la sustancia de un problema. Queda develada como un obseso. Pulsión tanática que se obstina en traducir el pensamiento al texto, trasvasijar el pensar al papel es el malogrado sueño de escribir. Para nuestro pesar, no sabemos en qué medida tal pretensión encierra un fascismo larvado, esto es, un deseo cuyo devenir esconde la consumación de la práctica del fragmento escritural. De confirmarse tal sospecha, el devenir no sólo consignaría un descentramiento del significado, que se ahorraría toda coordenada de sentido a nombre de los devenires imprevistos (animal, vegetal, hombre) sería también, una puesta a punto que mediante nuevas exploraciones pretende acabar con el sentido. De otro modo, el devenir Deleuziano es, precisamente, la obsesión que concierne a todo agenciamiento, siempre escribimos a propósito de una actualización del sentido, siempre estamos en medio de potencias. Digamos que todos los devenires están habilitados por un excedente imposible de literalizar. Si ello resulta así, si nuestra grafía pretende delinear la entonación de su problema más allá de una temporalidad definida, deja de ser una descripción metafórica del mundo, ahora pretende perpetuarse como mano de Dios y arrogarse la eternidad de un significado.

Por ello, es tarea de estas notas inaugurar su propia destitución, a saber; no se escribe sin antes preparar el terreno movedizo donde nuestra grafía nos recuerda su condición no segura ni saturada. Ante todo, se trata de un devenir. Y en post-hegemonía.

Mauro Salazar Jaque, Doctorado en Comunicación, Universidad de la Frontera-Universidad Austral de Chile

NOTAS

1 La pretensión de Deleuze que aquí no entramos a discutir frontalmente, nos habla de una divagación, de una recreación permanente de la escritura mediante la noción de devenir. Nuestra sospecha frente a tal noción concierne a este abecedario Rizomático y sus privilegios frente al sentido, a saber, un léxico siempre inestable, destituible que, sin embargo, mantiene una filiación secreta con el sentido, con una mayor cercanía frente a este: allí permanece soterrada la filosofía Deleuziana

Bibliografía

Blanchot, Maurice. 1973. Nietzsche y la escritura fragmentaria. del Barco, Oscar (pról.). Revista Eco (trad.), de Bogotá. Buenos Aires, Caldén

Foucault, M. La Arqueología del Saber. Siglo XXI España,

Macherey, Pierre: Para una crítica de la producción literaria

Deleuze, G. El Clamor del Ser, Especialmente el capítulo ¿Qué Deleuze?

Ediciones Manantial. Argentina, 1997.

Deleuze, G & Guattari, F. Mil Mesetas. Capitalismo y Esquizofrenia. Pre-textos, 1980. P.25.

Deleuze, G &. Crítica y clínica. Trad. de Thomas Kauf. Barcelona, Anagrama, 1996.

Deleuze, G. & Parnet, C. 2004. Diálogos Gilles Deleuze-Claire Parnet. Vázquez Pérez, José (trad.). Deleuze, G. & Guattari, F. 2006a. Kafka. Por una literatura menor. Aguilar Mora, Jorge (trad.). México, Era.

Derrida, Jacques. Ese peligroso suplemento. De la Gramatología. Siglo XXI Editores. España, 1980.

Derrida, J. & Bennington. Jacques Derrida. G. Cátedra, colección teorema. P.73, Madrid 1994.

Descarga este artículo como un e-book

Print Friendly, PDF & Email

Deja un comentario