J. Dionisio Espejo Paredes / La destrucción de los consensos. Motosierras parlamentarias y otras figuras del Anarco-liberalismo totalitario del siglo XXI (I)

Filosofía, Política

El texto critica la transformación del poder político en un espectáculo y la fusión del Estado con intereses empresariales, representados por figuras como Elon Musk. Destaca la crisis del Estado-nación, la pérdida de representatividad democrática y el auge de movimientos populistas fuera del sistema partidista. Se aborda el nacionalismo tribal, que sustituye la ciudadanía por identidades étnicas, y cómo estos movimientos, impulsados por miedo y frustración, buscan destruir el Estado, acercándose al totalitarismo. Además, analiza los movimientos ultraliberales y neototalitarios, como los de Trump o Milei, que no buscan fortalecer el Estado, sino desmantelarlo desde dentro, promoviendo valores regresivos bajo la apariencia de libertad y socavando la democracia, los derechos humanos y el bien común.

1. La espectacularización del poder y su giro en el contexto actual

Un seductor aroma nihilista embriaga a viejos y a jóvenes hastiados y atemorizados. Pero la moto-sierra destructora de Javier Milei no es sino una imagen renovada del viejo totalitarismo que se empezó a desarrollar en Europa hace exactamente cien años. Como valientes matadragones con espada, hoy con motosierra, los modernos líderes ultras se enfrentan a la corrupción sistemática que envuelve el planeta como si un plan maligno lo hubiera poseído. Ellos, los puros, los Elegidos, deberán gobernar el mundo. Ya sabemos que pasó después, vino Don Quijote y en las tabernas se rieron de tales caballerías.

En nuestro «mundo consumo» todo debe renovarse para renovar así el interés del consumidor. No hay mayor producto, ni más apreciada mercancía que el poder. Por eso la espectacularización del poder ha dado un nuevo giro. El centro del imperio americano, The White House, ha transformado sus protocolos, o mejor dicho, los ha destrozado. Parece que el viejo nihilismo capitalista, aunque también podría ser un infantilismo narcisista, se muestra sin tapujos. Las imágenes que nos llegan del mítico Despacho Oval con el empresario Elon Musk y su pequeño, o la sala convertida en una suerte de guardería infantil con un grupo de niños, o con una estrella de rock, sin olvidar los jardines transformados en un concesionario de coches, nos revelan que nada queda de los protocolos de la antigua representatividad política. Esta renovación podría ser expresión renovada del viejo totalitarismo enfrentado a un Estado, así desmitificado, o una nueva mercancía espectacular.

Tras la denuncia sistemática de corrupción imputada a los acuerdos políticos, a las estructuras e instituciones y a los representantes electos, nada queda sino orquestar la destrucción de todo. Y esa destrucción debe ser una fiesta, se celebra, se espectaculariza. La libertad, por eso los liberales se entusiasman, parece que emerge de la destrucción de los principios y los saberes alcanzados por nuestra comunidad. Pero, no habrá libertad si se destruyen las condiciones que la convirtieron en un derecho. Nadie se plantea que esos acuerdos eran «verdad» y fueron institucionalizados porque son el resultado de años de trabajo e investigación, y que los derechos y las instituciones son consecuencia de conquistas de las mayorías a lo largo de casi un siglo. Eso lo ha obviado el espectáculo anarcoliberal. Los mismos que han impedido que esos beneficios se extiendan, los escénicos multimillonarios, ahora se presentan como la promesa del triunfo de los que no lograron «el sueño americano». Y el sueño comienza a parecerse a una pesadilla en muchos lugares del mundo.

Los hombres más exitosos, los más ricos, se han convertido en la última esperanza de millones de obscenos espectadores, en su oscuro objeto de deseo, los avala su meteórico ascenso. Es el último gesto del circo social. El centro del poder se convierte así en una extensión de la empresa privada del magnate, e irradia como un talismán hacia sus periféricos adoradores. Para ellos, ya no queda rastro del Estado como expresión de la representación de toda la Nación, no existe ya ese sentimiento en la comunidad que, sin embargo, regresa complaciente a la condición pre moderna de súbdito más que de ciudadano. Y esto ha ido sucediendo de una forma o de otra en buena parte de las viejas democracias. Y en ese proceso nos encontramos. Los nuevos medios espectaculares digitales trabajan para restaurar un orden medieval, una servidumbre digital voluntaria y gozosa, «tecnofeudalismo» le llamó recientemente Varoufakis (2024).

Nada importa que estos líderes sean ridículos y sus prácticas sean arbitrarias, el medio les otorga, incluso en sus más absurdos y arrogantes gestos, una legitimidad incuestionable. Mas que modelos económicos parece que defienden credos religiosos. El mundo virtual, la organización del discurso en red, parece estar hecho para ellos. Las pasiones más brutales florecen en el medio, es el paraíso de la pornografía para los que buscan realidad o el cielo del fake para los que disfrutan de la distancia espectacular, no hay pasiones ni virtudes que cultiven el término medio aristotélico, aquí hay excitación extrema, de una intensidad que jamás logró el cine o la televisión. Todo es visceral, como no se tocan los cuerpos, ni siquiera con las miradas, se penetran las psiques con pasiones extremas. La visceralidad en red es pura violación.

2. Cibermundos, racionalidad e irracionalidad.

Las redes son hoy la expresión de los viejos pan-movimientos del siglo XIX y XX, y como aquellos se encuentran también hoy enfrentados a los Estados, pero bajo una forma nueva dentro del cibermundo. Los problemas que han generado los usos y costumbres del orden capitalista, el desarrollo y la super explotación, la frustración que generan las redes que prometen restituir a los individuos los lazos sociales y familiares que han perdido, contemplan la regulación de los medios globalizados como una amenaza a esa promesa. Pero es ese orden, la masificación y las tecnologías de masas, la ética utilitarista y hedonista, la búsqueda del beneficios cada vez más elevados, lo que aísla al individuo y rompe los lazos comunitarios.

En los últimos años parece que todos los análisis se han dirigido a la expresión del deseo y a su control por los diversos mecanismos estatales o comerciales. Pero lo que aquí venimos a destacar es que hay una dimensión que no es simplemente reducible al deseo y es la de nuestra conciencia. Eso quiere decir que la servidumbre no solo se dirige al deseo sino que se dirige a nuestras construcciones conceptuales, a nuestra imagen del mundo. Por lo tanto cualquier forma de resistencia debe dirigirse a esas instancias «racionales» donde se aprenden los mapas del mundo, los estereotipos, los clichés, con los que nos comunicamos, y deben contar con una voluntad o deseo de vida, no de destrucción, de realidad, no de virtualidad. No podemos olvidar que no solo somos irracional deseo, también somos voluntad consciente y racional. No solo somos instinto también somos seres simbólicos. Nuestra capacidad de comprender nuestra experiencia, de estar abiertos a ella, nos permitirá crear nuevos mapas del mundo en los que podamos convivir con los otros y con la tierra que ocupamos provisionalmente.

Tanto los medios tecnológicos que dan forma a nuestras vidas como los nuevos «mesías» que se anuncian constantemente descubriendo enemigos por doquier apelan a la misma irracionalidad. Nuestro nuevo medievalismo globalizado también se identifica en ese sometimiento de la razón a la fe. Los defensores de la racionalidad del progreso despiertan las pasiones más irracionales para mantener viva su mitología del crecimiento infinito. Hoy que las ciencias físicas, con sus descubrimientos sobre los límites del planeta, con la exposición del deterioro de nuestro entorno natural, ya no son las aliadas del progreso comercial como sí lo fueron en los inicios de la revolución científica moderna, es mas preciso que nunca pensar la comunidad desde los saberes. El problema es que las ciencias han avanzado en sus investigaciones, prometen una mayor esperanza de vida pero anuncian unas precarias condiciones de subsistencia en el planeta, mientras que el sistema económico pretende funcionar igual que en la Revolución Industrial. Aunque las tecnologías son absolutamente nuevas, aunque la revolución digital ha aportado condiciones desconocidas para el antiguo capitalismo, sin embargo, las formas de expansión y conquista repiten los mismos patrones de antaño. Todo ha cambiado pero las exigencias de rentabilidad no son capaces de comprender esos cambios.

3. La transformación del Estado y el fin del sistema bipartidista

Solo somos individuos con nuestra muerte, mientras tanto como seres sociales, no meros individuos aislados. No solo somos deseo, mientras vivimos nos comunicamos y la palabra es una poderosa mixtura entre razón y deseo, entre voluntad y conciencia. No podemos renunciar a nuestro carácter político si queremos seguir siendo terrícolas. Y aunque las formas de poder político están en una constante mutación, debemos estaratentos a no olvidar que lo político es nuestra forma de vida, incluso cuando expresamos nuestra voluntad de poder, de dominación, que lo político no es ajeno a nosotros, sino que más bien es lo que nos ha hecho humanos. No se trata de Estados ni de partidos, no se trata de poderes, se trata de nuestra esencia social, cooperativa. Muchas cosas están en proceso de transformación, sin embargo ninguna propuesta política nueva, ningún sistema organizativo nuevo se presenta como un logro que sustituya las supuestas miserias de las formas de organización políticas conocidas. Los partidos nuevos de esa ultraderecha que se crean como «fuera de la política» son más corruptos que los viejos. Su única novedad, al negar la política compulsivamente, es la negación de nuestra capacidad corporativa y cooperativa. Su nihilismo es tan peligroso como el que denunciaba Nietzsche a propósito de la moral burguesa y cristiana del siglo XIX.

Las formas del bipartidismo han estallado junto con la apariencia de representación que tuvieron los partidos políticos. Mientras tanto, el Estado se desmembra a pasos agigantados en nombre de una supuesta «eficacia», así le han llamado en USA, que anuncia la destrucción de muchos de los logros alcanzados con esfuerzo durante años. Se trata de servicios y organismos estatales, pero afecta al poder legislativo y judicial, garantes de la estabilidad del orden, que podrían entrar en conflicto con el ejecutivo, por ahora nada nuevo. Lo que está siendo cuestionado es el fundamento de la democracia moderna: la división de poderes. La concentración del poder es el motor del totalitarismo, pero esa concentración totalitaria no se produce sin la frustración, real o simbólica, de miles de ciudadanos. Y la masa culpa al poder político de su descontento, por eso confía en los que se muestran desafiantes a las formas convencionales del poder. Pero la masa no se moviliza solo aplasta o aplaude, es solo deseo no tiene conciencia. Por eso cuando no respeta a los líderes de los partidos jalea a los multimillonarios exitosos y provocadores. El populacho al que aludía Arendt, tanto ayer como hoy, no ha comprendido que sus mesías políticos, los que renovaran la vieja política serán sus liquidadores pues no pueden mantener su poder político mientras no controlen el resto de los poderes, y es en ese momento cuando el poder «total» convierte a «todos» en enemigos.

No sabemos qué quedará de la democracia y del sistema de partidos. No sabemos hasta cuando resistirá la frágil división de poderes. Emergen fuerzas populares que no están representadas por partidos, sino por movimientos que recuerdan los pan-movimientos que surgieron en Europa en el siglo XIX. En la memoria, como evocación de lo que pueden llegar a ser los nuevos movimientos, quedan los asaltantes del Capitolio tras la derrota de Trump frente a Biden. Y decimos pan-movimientos, no movimiento obrero, feminista o ecologistas, el pan-movimiento es total, globalizante y abstracto, mientras que esos movimientos son parciales, sectoriales. Frente a los movimientos que reivindican ciertas posiciones públicas, que afectan a colectivos determinados, hay otros que solo se movilizan regresivamente, que solo niegan a feministas, homosexuales, trans…Mientras unos movimientos defienden los derechos de unos pocos, o muchos, sin pretensiones de universalidad, otros quieren que sus particularidades morales o religiosas, étnicas o culturales se conviertan en universales.

Es evidente que la destrucción del viejo orden que anuncian a toda prisa los tecno-líderes con sus moto-sierras se ha vuelto urgente y tiene diversas vertientes, una regresiva y otra pragmática. La destrucción que preconizan algunos mira con nostalgia a un pasado donde sus particularidades morales y culturales eran dominantes, añoran la vieja cultura burguesa, los tiempos donde ciertas formas étnicas, religiosas, culturales eran canon. Los mismos, europeos, blancos y cristianos, que se han beneficiado de la globalización, que la monitorizaron obteniendo suculentos beneficios, ahora niegan sus efectos, pretenden combatirlos encerrándose en los límites, creando fronteras; los mismos que explotan a los trabajadores o inmigrantes, quieren que estos se escondan. Pues la frontera es sobre todo simbólica, y un nuevo fetichismo del liderazgo de ciertos sectores elegidos, contribuirá a esconder a los invisibles, los nuevos parias. El apartheid es una vieja ideología que en tiempos virtuales se convierte en ley, en ella se percibe que la distancia virtual propia de las redes, que ahora se quiere física, la «realidad» del elegido como una construcción ajena a la realidad, de de los millones de advenedizos o parias. Por eso los cuerpos virtualizados son solo deseo ciego, y sus objetos de deseo puras abstracciones.

Y mientras el occidental organiza su espacio de explotación el resto del mundo se sigue moviendo. Pues todo ya no se juega en la liga Europa-USA, por otra parte parece que la competencia entre Occidente y China no es meramente comercial. El meteórico ascenso de China se presenta como un modelo no solo comercial sino político. Los viejos amos de Occidente han descubierto que sus viejas democracias con todos sus planificaciones y exigencias humanitarias se muestran como obstáculos en la nueva carrera por la hegemonía. Hay que elegir, y la decisión está ya tomada, el bienestar y los derechos democráticos de los consumidores ya no es necesario frente a unas plusvalías gigantescas como las que se obtienen en Oriente. La dictadura China deja de ser un impedimento para la expansión económica y se convierte en una ventaja. El imperio del siglo XX, USA, victorioso y sin competencia, parece encontrar un nuevo y amenazante adversario en el siglo XXI. La fascinación por el crecimiento que ha protagonizado China corre pareja de una tolerancia cada vez mayor de su modelo político, ya lo decía Bush: «Si esto fuera una dictadura, sería muchísimo más fácil…»

4. La crisis de la modernidad y las advertencias de Walter Benjamin

No todos estamos convencidos de que el moderno espectáculo sea capaz de construir unas nuevas condiciones de habitabilidad, ni siquiera que lo desee o lo busque. No creemos que la riqueza sea garantía de la justicia. Hoy recordamos que, antes de la gran catástrofe perpetrada por fascismos y totalitarismos en la primera mitad del siglo, Walter Benjamin, atinado historiador de la modernidad, indicaba, a propósito de Karl Kraus (Karl Kraus, Obras II, 1, p. 376), que era preciso no olvidar que «la humanidad se acredita en la destrucción». Él derivaba esa experiencia de la incapacidad que detectaba en el europeo medio de unificar la vida y la técnica. Dependientes de la técnica y enfrentados a ella, separados de la naturaleza y faltos de sentido histórico, negadores de la memoria que protege nuestras impresiones y anhelantes de un recuerdo que las destruye, todo a una. Es como si se mantuviera una tensión entre los medios y los fines que lejos de articularse dialécticamente se contraponen. Mientras la técnica no sea una forma de expresar la vida, incluso artísticamente, la vida estará amenazada por la técnica.

Pero fue después del gran schok, posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando Adorno y Horkheimer (Dialéctica de la Ilustración) constataban que el público parecía disfrutar, mucho antes de las catástrofes que se desataron después, con el espectáculo de la destrucción. Un disfrute que con su deseo anticipaba las catástrofes venideras. Las ideologías de la destrucción, cuando no sean meras operaciones intelectuales y críticas, cuando no surgen de una verdadera conciencia de explotación, no aportan nada más que el disfrute del ocaso. Por eso nos queda la duda de si lo «nuevo», ese sentir político que agita la motosierra, es capaz de crear verdaderas condiciones que nos hagan sostenible la vida o simplemente vienen a romper, en el sentido de destruir la buscada sostenibilidad y justicia de nuestro mundo, pero sin una propuesta constructiva.

Parece que Occidente solo puede mantener su economía si destruye su forma de vida, el disfrute es sádico porque el espectador no es consciente que lo que se anhela destruir son sus condiciones de vida, no es consciente de que más que sádico su deseo es masoquista. Pensar los símbolos del viejo fascismo es acercarse a lo más «chino» que políticamente tuvo Europa. Supone una renuncia a la modernidad, una regresión sin horizontes, un suicidio civilizatorio. Y todo para mantener el estatus de potencia hegemónica, ya sea USA o Europa, frente a China. Estamos empezando a descubrir que las revoluciones burguesas, ilustradas, industriales, ya cumplieron su cometido, no somos ni modernos ni postmodernos, ya estamos en otro orden.

Hoy como ayer el viento huracanado del progreso que empuja al Ángel de la Historia acumula las ruinas, los cuerpos destrozados entre las olas del Mediterráneo, los sudaneses masacrados sin testigos, las tierras de Gaza arrasadas…la naturaleza explotada como los hombres que la trabajan. Estamos ahí, en esa imposible y rebelde alzada de brazos. Y solo nos queda apelar una vez más al programa ilustrado de los Derechos Humanos, a la reconciliación con la tierra, que no es ilustrada pero hoy es imprescindible. No queremos ganar, como la vieja izquierda revolucionaria o como el capitalismo depredador, queremos permanecer, que nuestra tierra sea el patrimonio de los que vendrán, esa es nuestra victoria, de la misma forma que fue la de los que nos precedieron, nuestros cuidadores, sin los que no estaríamos aquí.

5. El modelo destructivo de los nuevos líderes y la nostalgia de un pasado superado

Pero se trata de fetichizar los ideales de la misma manera que para estimular el consumo se fetichiza la mercancía. Por eso son muchos los que han dado la espalda a la destrucción: no quieren nombrarla ni verla, en realidad solo perciben beneficios. Hoy se fetichiza de una forma tremendamente irracional el espectáculo del liderazgo por muy banal que sea, cuanto más mal produce mas resplandeciente resulta su apariencia. Qué más da la calidad del show si satisface las expectativas prometidas. Cuando Trump/Netanyahu dicen que quieren convertir Gaza en un resort de lujo nos muestran cuán terrible es su capacidad de destrucción y cuán pobre y banal su propuesta.

Estos nuevos líderes que anuncian la «liberación» de los pueblos representan fuerzas del pasado que han sido superadas, y se disolvieron hace mucho tiempo: integrísmos morales y religiosos, doctrinas económicas, concepciones medioambientales y geopolíticas necesariamente superadas. Su destrucción promete restaurar el pasado, su pasión fundamental es la nostalgia de un tiempo que fue mejor, su ideal es tan falso como el de las imágenes coloreadas de las familias de los años sesenta o el de la casita soñada por Chaplin en Modern Times donde la leche sale directamente de la vaca o la fruta se recoge en la cocina de unos árboles que entran por la ventana.

Se trata de un fetichismo banal que se está construyendo en las nuevas querellas culturales y morales y cuyo objetivo es el de siempre: desviar la atención de cualquier eventual conciencia que se pudiera despertar al prestar atención a la «nuda vida». La palabra fetiche empleada es la de Libertad, la experiencia supuesta es la de una amenaza de esa libertad, y con eso se refieren a infinidad de operaciones que buscan destruir: educación y sanidad públicas, derechos de minorías sexuales o étnicas, aborto, eutanasia, convenios laborales colectivos, protecciones medioambientales y un largo listado de logros que, según ellos, amenazan su libertad. Es dicicil de comprender porque al decir libertad están diciendo otras cosas que se omiten en el discurso. Pues entienden la libertad como opuesta al orden civil, como algo superior y más puro. El Estado, ahora, al otorgar derechos a unos, meros advenedizos, ha cercenado privilegios a otros, los oriundos, los elegidos, pervirtiendo todo orden natural, y estos pretenden recuperarlos a cualquier precio.

6. La culpa, el pecado, la corrupción sistematizada de toda criatura y su obra

La palabra que se repite constantemente es corrupción, todos los poderes, todas las instituciones, todos los saberes están corrompidos. Ese aroma que perciben los atemorizados fieles se extiende por todo, cada noticia corrobora esa situación, jueces, políticos, empresarios, primos, esposas, amantes…todos son carne corrupta por el dinero o por el poder, que para ellos es lo mismo. En el fondo la crítica es solo una forma renovada de la doctrina de la corrupción criatural cristiana. No hay pruebas, ni hacen falta, no sirven de nada, el mito lo explica todo antes de que surjan las preguntas. Precisamente «Manos limpias» es el nombre del grupo que denuncia sistemáticamente a todos por «suciedad» en España, se multiplican sus denuncias sin fundamento, toda producción histórica está condenada, a todo y a todos alcanza el pecado, solo algunos son los «elegidos», solo algunos obtendrán la Gracia, y esos son los que pretenden liderarnos. La nueva política es parecida a una Iglesia, y como en los tiempos del conflicto entre la iglesia y el Estado hoy se plantean los mismos conflictos, el mismo desprecio por el Estado que llevó los cristianos al poder político del imperio. Parece extraño pero en los modernos anarcoliberales subyace este mismo desprecio por el Estado que en los cristianos más integristas, es más ellos son cristianos integristas.

Y es aquí cuando nos vuelve a aparecer la palabra fetiche: Libertad, la Libertas agustiniana. Si nos acercamos a la doctrina percibimos inmediatamente que ese concepto se contrapone al de «liberum arbitrium». El liberum arbitrium es la capacidad natural del ser humano para elegir entre el bien y el mal. Es un don que Dios concede a todos los seres humanos y está relacionado con la voluntad racional: “El libre albedrío es, pues, la facultad de la voluntad gracias a la cual podemos vivir rectamente si queremos, o pecar si así lo elegimos” (Agustín, De libero arbitrio, II, 1). Pero no podemos confundirlo con la verdadera Libertas. Este libre albedrío no implica necesariamente que el ser humano sea libre en el sentido pleno (libertas), ya que puede usarlo para obrar el mal, y de hecho su naturaleza lo lleva a elegir el mal, pues la naturaleza humana es corrupta. En otras palabras, el liberum arbitrium es neutral y puede ser mal empleado, conduciendo al pecado, y digamos que para Agustin, y para toda la doctrina cristiana, esa capacidad criatural todavía no está señalada por la Gracia, es meramente natural, por eso conduce a la corrupción y el pecado. Sin embargo la libertas, para Agustín, es algo más profundo. Es la libertad auténtica, que no se limita a elegir, sino que implica la capacidad de no pecar, es decir, de actuar conforme al bien y al mandato divino. Pero eso solo es posible cuando la voluntad está orientada correctamente hacia el bien supremo, que es Dios, es decir solo aquel que tiene la Gracia tiene Libertad. “La verdadera libertad no consiste en tener libre albedrío, sino en no ser esclavo del pecado” (Agustín, Retractationes, I, 9). La libertas se pierde con el pecado y solo puede recuperarse con la gracia divina. Sin la gracia, el libre albedrío no puede conducir por sí solo a la libertad verdadera. Así lo expresa Gilson (1953), “Agustín hace una distinción entre el simple poder de elegir y la verdadera libertad: uno puede tener libre albedrío y, sin embargo, no ser libre si está esclavizado por el pecado” (p. 94).

7. El fin del Estado y la transformación de las relaciones políticas

La caída en la Historia, que es idéntica a la naturaleza, es la condena del príncipe barroco. Su salvación se opone al Estado, no es de este Reino. Por eso lo político está condenado, solo los puros, los que tiene la Gracia, pueden acercarse al poder y no contaminarse. Esta argumentación en el contexto del pensamiento reaccionario del siglo XXI puede parecer raro pero es parte del sustrato mítico del discurso que subyace a las consignas anarco-libertarias, que bien podrían asociarse a antiguos movimientos milenaristas, los cluniacenses, los valdenses o los cátaros, por ejemplo, respecto los Franciscanos podemos leer: “Veían en la Iglesia institucional y en el Imperio la marca de la corrupción del Anticristo” (Burr, 2001).

Hoy, en este aspecto estamos en un momento paralelo a aquel sistema que desafía al Estado. Todos, los ultraconservadores, desde Texas hasta Buenos Aires, desde Florida hasta Hungría, se mueven en sentimientos profundamente hostiles contra un orden nacional e internacional que ha asumido programas que amenazan su moral, sus creencias y sus beneficios. La cancelación (el cambio de sexo, el feminismo… o la eutanasia) es tan amenazante para ellos como el nuevo predominio productivo y comercial chino o indio. La destrucción del Estado y del sistema de partidos es ya un hecho consumado, no hay relaciones políticas sino relaciones comerciales, la Globalización crea poderes sin competencia en lo político. En la práctica la negación de lo político es un atentado a la humana convivencia, no así la negación del Estado.

Las relaciones entre los movimientos sociales y la organización estatal son decisivas para pensar la experiencia política. Debemos entender los movimientos como algo diferente, y a veces opuesto, a los partidos o sindicatos. Esto no significa que, en ocasiones, un movimiento no pueda concretarse en una opción política determinada, convirtiéndose en un partido con voluntad de representatividad parlamentaria. No hay representación política sin partidos, pero el movimiento es otra forma de hacer política. La pluralidad de los partidos siempre remite a la democracia mientras que los movimientos han estado vinculados, a lo largo del siglo XX, tanto a opciones totalitarias como a formas de democracia participativa. Si los partidos siempre se integran en la maquinaria estatal, no ocurre lo mismo con los movimientos.

Parece como si el poder ya no necesitara de organizaciones políticas ni de estados. Todo eso se ha convertido en un obstáculo para la dominación de masas y territorios. El objetivo de los poderosos ya no es el Estado, está más allá, y si recurren a la toma del estado es porque detrás de esa vieja institución está el verdadero poder de control de la violencia y el uso de las armas. Para su expansión antaño los poderosos necesitaron del Estado y del ejercito, hoy solo necesitan el ejercito. El modelo medieval se revela cada vez más operativo para comprender las nuevas prácticas políticas.

8. El liberalismo burgués y el poder de las élites

La ambivalente relación de la burguesía decimonónica con el Estado proporciona una de las claves hermenéuticas del pensamiento político. El Estado moderno es consecuencia de las revoluciones burguesas, es un producto burgués, pero esa misma clase social se enfrenta constantemente con él cuando propone reglas para el juego social y económico. Ese enfrentamiento es lo que llamamos liberalismo, que participa organizado en forma de partido político en los parlamentos, pero al mismo tiempo se opone a que estos regulen su actividad. El totalitarismo surge de esa contradicción liberal, se plantea como una solución a la paradoja, parte del ideal de la mano invisible de Adam Smith. Pero al ponerse antes del Contrato se cita constantemente con el bellum omnium contra omnes hobbesiano. Es una peligrosa regresión que los parlamentarismos más asentados han evitado continuamente, por eso la crisis americana actual es tan peligrosa.

Parece que las convenciones aceptadas hasta ahora chocan con los acontecimientos. El mercado libre es el ideal liberal, pero en la práctica se revela como imposible de resolver los problemas fundamentales, y ahora los amos del mundo, liberales convencidos, se rebelan contra el dogma liberal, e introducen una regulación constante, y planifican liquidar el mercado libre con aranceles a la carta. Si las ideas fluyen y se disuelven, consumidas por un principio de realidad que se impone, más veloces son los cambios de posición de los protagonistas espectaculares. Los Trump o los Milei o los Orban se posicionan dentro y fuera del Estado, nada que ver con los viejos poderes estamentales, siempre estatalizados, ni con los movimientos proletarios, siempre al margen del Estado. Tras el covid, el primer encuentro en Davos se tituló The Great Reset. Estaba claro que era necesario preparar la gran transformación que se avecinaba, pero no todos están dispuestos a asumir los cambios, y sobre todo, no todos aceptan los liderazgos previstos y mucho menos aceptan que los jefes de Estado sean los que monitoricen los cambios. Son muchos los que están atentos a esa nueva gran transformación, recordando a Polanyi, y algunos están convencidos de que pueden dirigirla. En eso consiste el desafío con el que finaliza la tercera década del siglo XXI.

9. El surgimiento de movimientos de extrema derecha y el regreso al siglo XIX

Lo que está en juego es la dirección que tomará ese reseteo que anuncia Davos, y sobre todo quienes serán los poderes más beneficiados. Y las masas, hoy como ayer, son poderosas fuerzas en este nuevo combate por el reparto del planeta, de los recursos energéticos y de las hegemonías simbólicas. En esa tensión surgen hoy los nuevos movimientos nacionalistas de la extrema derecha como un poder de las masas independiente de los Estados, pero evocando viejas concepciones del Estado propio del siglo XIX. Es el liberalismo burgués, su artífice, el mismo que sienta las bases y fundamenta el sistema representativo del parlamentarismo moderno, y el mismo que cuestiona y mina los fundamentos de este orden democrático, es el que lo crea y el que lo destruye.

Si en algún momento existió un poder popular, el de las masas proletarias, que pudiera alcanzar representatividad parlamentaria, las élites burguesas siempre estuvieron atentas para cuestionar la representación misma en aquellos momentos. La representación política es otra quimera, una mera figura espectacular. Desde el punto de vista político el pueblo es una figura espectral, como decía Lippmann respecto al «público» (El público fantasma), es un espejismo del poderoso, no tiene presencia efectiva, por eso, quizá, la población votante en las viejas democracias está entre el 40 y el 60%, o por debajo en USA.

10. La historia del pueblo y las élites burguesas. El Estado-Nación

La burguesía creó las reglas del juego político democrático y todo, incluso lo contrario, ha sido una variación sobre el mismo tema: las crisis parlamentarias, los golpes de Estado y los totalitarismos han sido giros en los que la burguesía amenazada se reinventaba y renacía, mientras su presunto liquidador, la masa proletaria, era neutralizado por ella. Es nuestra historia reciente y la encrucijada en la que nos encontramos. Y aunque hoy la masa urbana y consumidora es la clase dominante la voluntad que la dirige es la de algunos personajes representativos. Por eso debemos comprender todos los episodios, incluidos los más críticos, de nuestro devenir político como formas de consolidación del poder de las élites. El propio concepto de nación, nacido con un propósito (soberanía nacional, el poder del pueblo), rápidamente se transformó en su opuesto, en la negación de esa soberanía, y eso se hizo confundiendo la relación de los individuos con el aparato político. El carácter participativo de los individuos, su ser nación soberana, se convirtió en un signo de su mera procedencia a un lugar, a una lengua y cultura, haciendo referencia a un origen abstracto e ideológico de los pueblos. Por eso hoy tenemos muchas formas de nacionalismo.

La primera y más importante, por los efectos políticos que tuvo, es la que convirtió a la Nación en soberana en 1789: la del Estado-Nación. Fue esta praxis la que movilizó a tantos pueblos en la aspiración de tal objetivo emancipador. Parecía que sin Nación no había derechos, pero el concepto de Nación pretendieron colonizarlo solo unas pocas naciones hegemónicas, los grupos nacionales pequeños, incluidos en una macronación, perdían el carácter de nación. Los ciudadanos de muchas «naciones», eslovacos, rutenos, escoceses o catalanes, solo alcanzaban derechos en tanto que se incluían bajo el amparo de una Nación-Estado.

En realidad, la nación no nombraba solo un estatus político sino uno emocional, y eso fue porque el siglo XX imaginó otra forma de nacionalismo basada en tradiciones, lengua y cultura, en cierto sentido un nacionalismo idealista, casi una forma de religión. Hannah Arendt lo llamó «nacionalismo tribal». Se trata de una forma de nacionalismo que se basa en la exclusividad y la hostilidad hacia los demás pueblos. Este tipo de nacionalismo sostiene que su propio pueblo es único e incompatible con todos los demás, negando la posibilidad de una humanidad común. Arendt señala que el nacionalismo tribal insiste en que su pueblo está rodeado por un «mundo de enemigos», promoviendo una visión del mundo en la que todo se reduce a una lucha entre «uno contra todos» («Sólo con ‘la ensanchada conciencia tribal’ surgió esa peculiar identificación de la nacionalidad con el alma de cada uno, ese orgullo intimista que ya no se preocupa exclusivamente de los asuntos públicos, sino que penetra en cada fase de la vida privada hasta que, por ejemplo, ‘la vida privada de cada verdadero polaco… es una vida pública de polonidad’» (Arendt, 2005). Ese nacionalismo era concebido como un nexo histórico, pero el elemento cultural se naturaliza rápidamente. El nexo comunitario, en las diversas formas de nacionalismo, rechazó el elemento político y se ancló en un criterio pretendidamente biológico: la raza. Y ahí fue cuando el elemento identitario patrio entró en colisión con la exigencia del universal Derechos Humanos.

Dentro del nacionalismo convivían dos pulsiones contrarias, una emancipadora y otra colonizadora, se hablaba de la nación desde perspectivas enfrentadas. El antiguo concepto de estado y de pueblo basado en una comunidad religiosa y diversas formas de vasallaje había mutado con las revoluciones burguesas. Existen pares conceptuales cuya genealogía Arendt trazó y que son imprescindibles para comprender la praxis política de nuestro siglo. Entre ellas, la contraposición entre «pueblo» y «Estado» resulta clave para entender los orígenes del totalitarismo, así como la diferencia entre «panmovimientos» y «nacionalismos». Asimismo, es esencial analizar las relaciones entre «imperialismo» y «nacionalismo» tanto en el siglo XIX como en el XXI. Arendt distingue entre el imperialismo de ultramar y el continental, destacando que los imperialismos alemán, austriaco o ruso poseían características distintas a los de ultramar. La comprensión de la expansión y la conquista difieren entre ellos.

El nacionalismo de los imperios de ultramar como el británico, el francés o el estadounidense es compatible con lo que queda del Estado-Nación, mientras que el de los imperios continentales se muestra hostil a la organización política y al Estado mismo. Quizá por esta razón, señala Arendt, que los «panmovimientos» encajaron mucho mejor con el pueblo, opuesto a las burocracias gubernamentales, que los «nacionalismos» estatalizados de los imperios ultramarinos.

11. La influencia del imperialismo decimonónico en los movimientos de masas

Para Arendt, esa dimensión del poder territorial, expansionista respecto a sus vecinos, es decisiva para identificar los gérmenes del totalitarismo. Ella estudia y compara la forma de explotación y violencia con la que los imperios de ultramar trataron a los nativos de sus colonias, observando cómo se replicó en los imperios continentales con sus minorías. Por ello, en Das Deutsche Reich (1905), Ernst Hasse, de la Liga Pangermanista, proponía aplicar ese modelo colonizador a las nacionalidades del imperio austriaco: checos, polacos, judíos o italianos.

Aún hoy podemos observar cómo cierto panhispanismo trata a los nacionalismos catalán, gallego o vasco de forma similar. Y cómo la extrema derecha repite ese esquema con los inmigrantes en Europa. Precisamente ese es el eje discursivo de estas formas políticas: antinacionalismo periférico («La nación española se rompe») y antiinmigración («los árabes nos invaden»). Unas posturas que conforme avanza el siglo XXI cada vez se ven más confirmadas en los resultados electorales de diversos países de Europa.

Parece que cada vez que hay momentos de crisis las identidades comunitarias se reconfiguran, eso supone primero expresar el malestar y después identificar al culpable, lo que a veces consiste en buscar un conjunto de chivos expiatorios. Los viejos nacionalismos adoptan nuevos rostros, elevando el concepto de Nación por encima de su propio significado y desligándose de la idea del Estado-nación. «America First», el lema de la campaña de Trump en 2025, no es una forma convencional de nacionalismo; responde más a sentimientos negativos que positivos, a la exclusión más que a la inclusión. Por ello, se presentan como desafíos frente al orden, a las élites, a las instituciones y a lo políticamente correcto.

Lo mismo ocurre con los nuevos nacionalismos antieuropeos, cada vez más cerca de conquistar los parlamentos en Europa. Su fetichización del concepto de nación se basa en la negación de los ciudadanos reales y sus condiciones. Más allá de su nihilismo con apariencia anarquista y de su estética destructiva, toda su constelación mental gira en torno a vagas abstracciones.

12. El nacionalismo tribal y el totalitarismo

Esto es lo que Arendt llamó nacionalismo tribal, un sentimiento que sustituyó al antiguo patriotismo nacional apelando a oscuros sentimientos de pertenencia a una comunidad que penetraba en lo más íntimo. Arendt desarrolla este concepto para describir una forma extrema de nacionalismo étnico, basado en la idea de que la nación no se define por principios políticos o territoriales, sino por una supuesta identidad racial o cultural exclusiva. En el caso del pangermanismo, este nacionalismo tribal implicaba la creencia de que todos los pueblos de origen germano debían unirse sin importar las fronteras estatales existentes y que la identidad alemana tenía una superioridad inherente sobre otras naciones.

Este tipo de nacionalismo, según Arendt, se diferencia del nacionalismo tradicional porque no se basa en la soberanía estatal ni en la ciudadanía, sino en una idea esencialista de la raza o el pueblo. En el contexto de los movimientos pangermanistas, esto llevó a una política expansionista y excluyente, justificando la conquista de territorios y la subordinación de otras etnias, como ocurrió con la ideología nazi. Para Arendt, este nacionalismo tribal fue un factor clave en la radicalización política que desembocó en el totalitarismo, pues facilitó la justificación del racismo, la violencia estatal y la aniquilación de quienes eran considerados extranjeros o inferiores.

13. Una perspectiva del totalitarismo desde Dialéctica de la Ilustración

Aunque parece haber grandes diferencias entre el tratamiento de Arendt y de Adorno & Horkheimer respecto al totalitarismo, sin embargo en ellos, aunque la genealogía del fenómeno sea diferente sus consecuencias son idénticas. Ciertamente en Dialéctica de la Ilustración el totalitarismo no es solo un fenómeno político sino que aparece como la consecuencia de un proceso histórico más amplio vinculado a la razón instrumental y a la lógica de dominación de la modernidad, mientras que para Arendt, el totalitarismo surge de una crisis de las estructuras políticas modernas: el colapso del Estado-nación, el crecimiento del antisemitismo, el racismo como ideología estatal, y la aparición de las masas como nuevo sujeto político. Pero en lo que respecta a sus efectos este nuevo tipo de régimen no busca simplemente el control del poder político, sino la «dominación total» del ser humano, anulando su capacidad de actuar y de pensar libremente. “El ideal totalitario de dominación no es meramente una forma de gobierno despótica, sino una forma de gobierno que busca transformar la naturaleza humana” (Arendt, 2005, p. 573).

Algunos han comprendido el concepto totalitario de Arendt como una excepción histórica, un mero acontecer cuyas causas son tan excepcionales como su manifestación ,y no como una categoría filosófica aplicable a otras circunstancias, sin embargo, aquí lo hemos conectado con la interpretación frankfurtiana por la que el totalitarismo es una consecuencia lógica del proyecto ilustrado que degeneró en razón instrumental, es decir, en una racionalidad que busca controlar, clasificar y dominar tanto la naturaleza como a los seres humanos. Y es esa concepción la que hizo posible el colonialismo, el nacionalismo, el imperialismo o el antisemitismo que estudia Arendt en su libro. Así lo expresan Adorno &Horkheimer: “La Ilustración ha perseguido siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y convertirlos en señores. Pero la tierra totalmente iluminada resplandece bajo el signo de la calamidad triunfal” (Adorno & Horkheimer, 2007, p. 25).

Más conceptuales y menos históricos los frankfurtianos, que no insisten como Arendt en diferenciar fascismo y totalitarismo, intentan demostrar que esta experiencia europea totalitaria no es un error externo al sistema, sino una manifestación del mismo aparato racional-tecnológico que estructura la sociedad capitalista. La cultura de masas, para los frankfurtianos, es una forma de incipiente totalitarismo, pues se convierte en un instrumento de homogeneización y adoctrinamiento, reduciendo al individuo a un mero engranaje obediente. Por ello, la crítica frankfurtiana pone énfasis en la necesidad de una educación emancipadora, estética y ética, capaz de formar sujetos críticos. Y es aquí donde Arendt coincide con Adorno, a su manera, desde Eichmann en Jerusalén hasta La vida del Espíritu (1978), en convertir a la cultura, al lenguaje, a la reflexión y el juicio en una forma de resistencia, en un armamento contra las pulsiones totalitarias.

14. El surgimiento de movimientos totalitarios en la actualidad

Es fundamental identificar los riesgos y reconocer las fuentes que originan las diversas formas de totalitarismo. Mientras Theodor W. Adorno las rastreó en el surgimiento de la industria cultural, Hannah Arendt las analizó desde las transformaciones en las formas del juicio y el debilitamiento del pensamiento crítico (Arendt, 2005). En la actualidad, en numerosos contextos, aquellos que alguna vez se consideraron privilegiados —masas convertidas en consumidores satisfechos— experimentan una profunda desorientación. La precariedad, la inseguridad y el miedo activan nuevas formas de movilización afines a los movimientos totalitarios contemporáneos.

Para muchos, las instituciones estatales que en teoría debían ofrecer protección han fracasado, motivo por el cual surgen agrupaciones paralelas que operan con lógicas de banda o mafia. El neonazismo actual no emerge desde una doctrina ideológica coherente, sino como expresión de pasiones contradictorias alimentadas por la frustración. Este desprecio hacia el otro se funda, en última instancia, en el fracaso de la integración social, movilizándose no por ideales constructivos, sino por una esperanza puramente destructiva.

El desprecio hacia el Estado o la política de partidos es un rasgo fundamental que luego caracteriza a los movimientos totalitarios, que precisamente por eso se distinguen de las meras dictaduras fascistas, más cercanas al Estado. Según Arendt, se trata de movimientos que no están dirigidos por la ambición de conquistar el Estado, sino por la de destruirlo. Ahí radica la diferencia entre una simple dictadura y el totalitarismo. Esto es precisamente lo que sucede hoy: un gigantesco deterioro de la confianza de la gente en el Estado a lo que se suma la tradicional dependencia a una industria cultural que ya era totalitaria según el diagnóstico adorniano.

El modelo democrático, concebido como representación de la voluntad del pueblo, ha sido profundamente cuestionado. En el siglo XXI, vemos cómo las instituciones políticas tradicionales, como los partidos y los parlamentos, son percibidos como vacíos y desconectados de las necesidades reales de la sociedad. Las elecciones, que alguna vez fueron una forma clara de representación popular, ahora están siendo vistas por muchos como un teatro sin sentido, en el que las decisiones ya están tomadas desde antes de que los ciudadanos vayan a votar. Esto se refleja en la creciente desconfianza y el cinismo con los que la mayoría de los ciudadanos observan la política. El pueblo, en tanto que sujeto político, parece haber perdido su capacidad de ser verdaderamente representado.

15. El futuro de las representaciones políticas, los movimientos y los Estados.

Es difícil prever qué quedará del sistema de representación política tal como lo conocemos. Los movimientos de base, que surgen sin la mediación de los partidos tradicionales, están ocupando un espacio cada vez más grande en la escena política. Sin embargo, no está claro si estos movimientos representan una verdadera alternativa o simplemente son unaexpresiónde la frustración y la rabia popular, una rabia que se manifiesta en forma de destrucción y caos, pero no necesariamente en la creación de nuevas formas de organización política. De hecho, algunos de estos movimientos tienden a abrazar posiciones que parecen estar muy lejos de cualquier ideal democrático, y en su lugar, apelan a las emociones más primitivas y divisoras de la sociedad.

Los movimientos populares de la actualidad no se insertan en el sistema de partidos tradicionales, lo que los convierte en una especie de paradoja: por un lado, prometen una democracia más directa, más accesible, pero por otro lado, tienden a deslegitimar las formas tradicionales de representación política, despojando al Estado de su poder para mediar entre las distintas partes de la sociedad. Esta deslegitimación del Estado puede ser peligrosa, pues, en ausencia de mecanismos de representación formal, se corre el riesgo de que la política se convierta en un campo de lucha sin reglas, sin instituciones que garanticen la estabilidad y el orden.

Este proceso de deslegitimación del Estado y la descomposición de los partidos políticos implica también un ataque a los fundamentos de la democracia representativa. Si los partidos ya no son capaces de representar los intereses de la sociedad, y si el Estado ha perdido la capacidad de mantener el orden y garantizar el bienestar común, ¿qué queda? La fragmentación social y política avanza a pasos agigantados, y la sociedad se ve atrapada en un círculo vicioso: por un lado, los movimientos sociales que piden más democracia y más participación, pero por otro, las élites que se aferran a su poder y que, al final, son las que terminan controlando las principales decisiones políticas.

16. El dilema del Estado y el poder de las élites

A lo largo de la historia, las élites han demostrado una gran capacidad para adaptarse a los cambios políticos y sociales. En el caso actual, las élites económicas y políticas parecen estar aprovechando el caos generado por la crisis de la democracia representativa para consolidar aún más su poder. Estas élites, que se han desentendido de las instituciones democráticas, buscan mantener su posición mediante el control de los medios de comunicación, el poder judicial y, en algunos casos, mediante el uso de la violencia o la represión para eliminar cualquier forma de oposición.

El futuro del sistema democrático y de la representación política es incierto. Por un lado, tenemos a los movimientos sociales, que intentan dar voz a los ciudadanos y generar formas de participación más directas; pero por otro, las élites continúan controlando el poder. Este contraste está llevando a la sociedad a una encrucijada. Los viejos paradigmas políticos están siendo cuestionados, y el espacio que antes ocupaban los partidos políticos tradicionales está siendo invadido por nuevos movimientos populistas, nacionalistas y, en algunos casos, totalitarios. En este contexto, es difícil saber qué forma tomará el futuro político, pero lo que parece claro es que las estructuras tradicionales de poder y representación están siendo desafiadas como nunca antes.

17. El ascenso del totalitarismo moderno

El siglo XXI ha sido testigo de un resurgir de los movimientos totalitarios, que, tras haber sido sepultados en el olvido y la vergüenza en muchas partes del mundo, han vuelto con más fuerza que nunca. Estos movimientos, aunque aparentemente modernos y en ocasiones disfrazados de ideas progresistas, están impulsados por una ideología política y moral profundamente autoritaria y regresiva, aunque su credo económico sea liberal. Lo que los caracteriza es una búsqueda desesperada por el poder absoluto, por el control total sobre la vida de las personas.

El mundo actual se enfrenta a múltiples crisis, desde la creciente desigualdad económica hasta los conflictos geopolíticos y el deterioro del medio ambiente. En este contexto, muchos individuos y grupos buscan soluciones simples a problemas complejos, y es en este terreno fértil donde el discurso autoritario florece. La paradoja de este totalitarismo moderno radica en que se presenta como una respuesta a las crisis globales que afectan a la humanidad, como el cambio climático, la crisis económica o los problemas sociales, y, sin embargo, lejos de ofrecer soluciones racionales o efectivas a estos problemas, lo que proponen es un retorno a un pasado que fue mejor, una arcadia ilusoria y mítica. Disfrazando sus intereses particulares apelan a un conjunto de abstracciones identitarias cuyo núcleo es la idea de Nación.

Los totalitarismos contemporáneos se alimentan de una sensación generalizada de desesperanza y frustración. Las estructuras democráticas, aunque imperfectas, ya no parecen capaces de dar respuestas adecuadas a los problemas reales de la gente. Como resultado, muchos se sienten atraídos por los discursos populistas que prometen soluciones rápidas y radicales, aunque a costa de la libertad y la democracia. El peligro radica en que estos movimientos, aunque se presenten como una alternativa a la crisis, en realidad son la causa de un nuevo tipo de crisis, mucho más profunda y destructiva. El totalitarismo actual no solo destruye las instituciones democráticas, sino que también erosiona la confianza social, crea un ambiente de paranoia y desconfianza, y promueve la violencia como forma legítima de resolver conflictos.

En este contexto, lo que se está viviendo no es solo una lucha por el poder político, sino también una batalla cultural, en la que los discursos se polarizan y las sociedades se fragmentan. La propuesta de un mundo nuevo que estos movimientos presentan está basada en el miedo, en el odio hacia lo distinto, en la construcción de un enemigo común que justifique la represión y la violencia. La industria cultural aunque regresiva por definición ha ido permeándose a elementos ligeramente progresistas, ha sido feminista o ecologista, ha denunciado la explotación de los niños y de los inmigrantes. Esa fractura, entendida desde sus postulados ideológicos conservadores, y defendida por los ingresos que proporcionaba, ha creado lo que llamaron la cultura woke. El nuevo totalitarismo se abalanzó contra ella y confía en liquidarla.

Occidente está en crisis, la modernidad colapsó junto a la vieja cultura burguesa, estamos en el umbral de una nueva era y sospechamos que ni Europa ni America (la del Norte o la del Sur) son los centros del universo terrestre. Si una dictadura como la China ha sido capaz de liderar una revolución económica de tal magnitud desde la explotación más brutal que se pueda imaginar, nuestros derechos parece que son un obstáculo para nuestros oligarcas en la carrera por la primacía y la acumulación de la riqueza. Nos dirán que no son nazis, ni fascistas, ellos son libertarios, pero usan las fuerzas estatales para arrasar un territorio como el de Palestina, o para destrozar una nación como Ucrania, las usan para eliminar toda financiación a grupos discapacitados y marginalizados. Su reducción del Estado es solo una estrategia para borrar a colectivos enteros del mapa ¿No fue eso lo que hicieron los nazis cuando retiraron la nacionalidad alemana a los judíos?

18. Máscaras liberales

La Democracia moderna se debatió desde el principio entre el principio liberal, reducir el Estado, o el principio social, convertirlo en una garantía de la igualdad de condiciones. Sabemos que el liberalismo vivió en equilibrio esa tensión dialéctica hasta 1989. A partir de ahí parece que se inicia el desequilibrio, los garantes del liberalismo se van viendo cada vez más poderosos. Y esa fuerza se escenifica rompiendo las reglas del juego establecidas después de 1945. El espectáculo Trump tan solo es una derivación natural del grave estado del sistema representativo, en USA y en el resto de Occidente. Junto a la banalidad del mal llegó la banalidad de la palabra, los discursos parece que pierden su capacidad creativa y comunicativa, son meros eslóganes faltos de vida, instrumentos, armas arrojadizas. Incluso las palabras han dejado de representar, solo funcionan como funcionan las interjecciones o los insultos, o al menos es lo que quieren hacernos creer eso que llamamos redes sociales y que son lo más insocial que existe. Claro, precisamente la sociedad es lo que está hoy en peligro. Los viejos liberales, liberales viejos como Thacher o Reegan, ya lo dijeron: no existe la sociedad, menos aun las clases sociales, solo hay individuos y familias. Sí, lo sabemos fue una bonita estrategia para desmontar la lucha de clases, para incapacitar cualquier conciencia de grupo. La política acaba así alejada hasta de la sombra de la representación ciudadana. El moderno «libertarismo», una vez que hemos asumido que no hay socios (sociedad) sino competidores, está entusiasmado con desarmar al Estado, pero lo que se pretende más bien es instrumentalizarlo, convertirlo en la «casa real» , es decir los nuevos líderes espectaculares no reclaman la legitimidad de su poder bajo una autoridad carismática, según el léxico de Max Weber, sino bajo el concertó de una autoridad patrimonial, como los viejos señores feudales. Lo estamos viendo con Trump, ese Estado se adelgaza, pero para convertirse en la casa de unos cuantos mafiosos. Claro, no son nazis, son mafiosos que usan las viejas consignas populistas del totalitarismo aunque no lo sean (por ahora): nacionalistas, machistas, xenófobos, antiinmigarción…y eso tanto ayer como hoy funciona.

Se pone en evidencia que son los magnates y oligarcas los que son representados por la elite política. El Estado es su Casa. Aunque ahora es el magnate el que decide salir del anonimato y pasar a la escena. Qué gran maestro fue Berlusconi, de empresario de los medios de comunicación pasó a la gobernanza del país, sabiendo que mientras formalmente exista la soberanía popular el control de la opinión pública es poder. Y por eso ellos eran los protagonistas de la escena. Todo son efectos escénicos, cada intervención es una actuación primero para un público local ahora para el público mundial. Ganar es solo ser el protagonista diario de los medios de todo el mundo. Trump es una marca comercial y se revaloriza en tanto que la identificamos multiplicada por los medios digitales.

El asunto del poder es pura escenografía. Cuando vemos bailar a Trump o Musk vemos hasta que punto son obscenos en su torpe emulación de los divos musicales de las masas. Ciertamente su espectáculo es ridículo, no hace falta un Chaplin para hacer que nos riamos de estos hitlercitos, ellos mismos son su propia parodia. Hoy, que los negros son nazis y los judíos planifican la solución final, estos liquidadores parecen escalofriantes payasos, muñecos inanimados en un mundo de autómatas inteligentes. ¿Para esto la sofisticación de nuestra civilización?. Ciertamente lo que venga después no puede ser como lo que hubo antes de todo este espectáculo. Y quizá por eso no sabemos si preferimos la vieja hipocresía pseudo liberal o la violenta expresión del poder sin tapujos, con moto sierra incluida, de los liberticidas. Estamos desorientados. Frente a la vieja corrupción de los líderes se propone el nuevo analfabetismo político de los magnates.

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