«El Capitalismo Mundial Integrado integra, por tanto, el conjunto de estos sistemas maquínicos al trabajo humano y a todos los demás tipos de espacios sociales e institucionales, como los dispositivos técnico-científicos, los equipamientos colectivos o los medios de comunicación. La revolución informática acelera considerablemente este proceso de integración, que también contamina la subjetividad inconsciente, tanto individual como social. Esta integración maquínico-semiótica del trabajo humano implica, por tanto, que se tenga en cuenta, dentro del proceso productivo, la modelización de cada trabajador, no solo su saber —lo que algunos economistas llaman el “capital de saber”— sino también el conjunto de sus sistemas de interacción con la sociedad y con el entorno maquínico.» Félix Guattari, El Capitalismo Mundial Integrado y la revolución molecular
El capital está al umbral de una nueva expansión de su imperialismo. Asistimos a su transformación de un sistema mecanicista, como lo observó Karl Marx, a un sistema organísmico realizado por dispositivos tecnológicos equipados con algoritmos recursivos. Esta novedad configura una operación de gran envergadura, que puede enunciarse brevemente como la simplificación de la vida, es decir, la sección de todas las formas que constituyen una vida viviente para reducirla a una individualidad codificada y dopada con el ego-trip de la autovaloración a través de sus ramificaciones tecnológicas. Este mundo maravilloso generaliza la abundancia de la insatisfacción al precio de la escasez de experiencias sensibles, y acrecienta un deseo de control sobre el simple hecho de que todo se nos escapa. Las ramificaciones, o ecosistemas tecnológicos, están ahí para ofrecernos, por un tiempo, la satisfacción del sentimiento de controlar la propia existencia. Sin embargo, es todo lo contrario lo que se experimenta en lo cotidiano. Un principio de realidad nos da una bofetada en la cara para recordarnos que la alteridad, que es contingente a toda vida, es puramente incontrolable. El conjunto de los ecosistemas tecnológicos intenta aniquilar esta contingencia en un afán de estabilizar la vida bajo las órdenes de la gubernamentalidad. Lo que debe ser controlado es nuestro ser comprimido en el plano del ego. La forma de individualidad más manejable e influenciable. A fuerza de creer en la neutralidad de la técnica, de la que solo habría buenos o malos usos, ya no se percibe nada, ni siquiera lo más cercano a uno mismo: no se perciben las transformaciones de nuestro modo de ser. La cuestión de la técnica, de Platón a Heidegger, sigue fundada en el presupuesto de una “naturaleza humana”. Esta obsesión occidental no es más que una ilusión. Sin embargo, tiene como efecto dar lugar a grandes principios: “El Hombre” y “La Técnica”, dos elementos queridos por el partido del progreso. El proyecto que se esconde bajo el término “El Hombre” o “La Humanidad”, incluso “La Especie”, es el intento de unir la pluralidad de formas de vida humana en una única forma de vida imperial e imperialista. Bajo “La Técnica” se encuentra el proceso de unificación tecnológica del mundo por la forma de vida del Imperio. Esta visión totalizante neutraliza toda la complejidad y el refinamiento de las técnicas, que siempre son técnicas de sí. Fue necesaria la revolución industrial para hacer palpable la unificación: despliegue de la metropolización de ciudades y campos, refuerzo material de la infraestructura estatal, unificación de las ciencias bajo el yugo de la técnica, tantos procesos que permitieron consolidar el umbral de emergencia del otro nombre de la Técnica, la Tecnología. Esta hegemonía que es la Tecnología es un “sin lugar”, un espacio no ético, un espacio parasitario dispuesto como sistema operativo mundial de las técnicas más rentables, las más “eficaces”, despojadas de su lugar de emergencia. El capital y la Técnica están estrechamente ligados, el primero no puede emerger sin la segunda y la segunda no puede llevar su lógica hasta el final sin el primero. Esta solidaridad se establece por la revolución industrial que hizo la técnica inseparable de la industria. Las ciencias entonces se desvanecen en favor de la Ciencia, atrapadas en esta dinámica entre técnica e industria. Su laboratorio se convierte en el mundo. El pensamiento cartesiano ocupa un lugar importante en esta nueva arquitectura como umbral doctrinal de la tecnología científica y racional y su concepción del Tiempo, que coincide con la división del trabajo. Romper uno de los elementos de esta solidaridad exige estratégicamente romper el otro, seguramente con un mismo gesto.
El capitalismo se define por la destrucción de las materialidades de las formas sensibles en beneficio de la sumisión a la abstracción de lo real por el reino de la medida. La ambición primera del capital no ha sido la sumisión de una clase sobre otra, sino hacer mundo. El colonialismo permitió al capitalismo desarrollarse y experimentar su devenir-mundo. La ontología del capital es fruto del encuentro y el ensamblaje constante de las lógicas de la metafísica occidental: voluntad de unificación, por tanto de homogeneización, apropiación y destrucción de las formas cuyo acceso es experimentado por almas habitantes. La gran fuerza del capital es ser un modo de producción de la abstracción. La realidad siempre es aniquilada por su “pseudo-realidad” dictada por su lógica de la medida. Donde reinan las condiciones de la evaluación reina la exterminación de lo sensible. Marx observa, mediante la “objetividad espectral”, que el capitalismo universaliza la alienación. Es, por tanto, una explotación de la vida viviente por la objetividad muerta, una sujeción que determina el modo de ser para justificar su propia existencia. “El reemplazo de la instancia física de la producción, y esto a pesar de la persistencia de la ley del valor como ley reguladora de los intercambios sociales, ha conducido —por la fuerza de esta antinomia— a la dominación total [del capital] sobre la sociedad, como apariencia.” (Gianni Carchia, La legittimazione dell’arte) La ley del valor es más bien una decisión puramente política de imponer una determinación objetivable fija sobre el tiempo abstracto de la economía que domina y rige el mundo. La homogeneización de los tiempos en un tiempo abstracto está intrínsecamente ligada a una ambición de control: hacer tangible la pseudo-realidad económica como la única realidad. La producción de valor depende de la capacidad de innovación y de la creación de nuevos mercados. La ecología es el campo de elaboración de estos nuevos mercados. La crítica ecológica se basa en un apocalipsis, seguramente el apocalipsis menos aterrador de la historia. La hipótesis de la destrucción de la biosfera y la creación del desarrollo sostenible define la economía como el medio para asegurar la vida de la biosfera. El neoliberalismo concibe su razón económica como defensora de la razón ecológica: proteger la vida y, por tanto, la economía mediante el desarrollo de la economía, culpabilizando al mismo tiempo a los seres por su responsabilidad en el desastre. Así, el campo de los neoliberales pone en aprietos a los liberales, pues la mentira liberal se basaba en la seguridad de la nación, mientras que hoy la mentira neoliberal se basa en la seguridad de la vida de la biosfera. El capital, mediante dispositivos tecnológicos recolectores de información, cuantifica la pluralidad de las entidades que están en su matriz.
Estamos, por tanto, atrapados en un capitalismo uterino. Un entorno ensamblado por multitud de dispositivos tecnológicos que permiten mantener las conductas y prevenir las contra-conductas.
«El entorno no es solo lo que es modificado por la tecnología, sino que cada vez está más constituido por la tecnología» (Yuk Hui, Machine et écologie). La unificación tecnológica en curso domestica a su comunidad mediante una modulación de las relaciones que mantienen su comunidad y su entorno. El capitalismo uterino controla su fertilidad y su esterilidad de manera que modula el comportamiento de su comunidad, lo que equivale a una operación de supresión de las formas de autonomía de las comunidades humanas en beneficio de la autonomía autorreguladora de la comunidad del capital. «El control de la población representa un tipo molar de gubernamentalidad, que trata a los seres humanos en grandes cantidades, de modo que su técnica solo puede implementarse mediante la mediación de leyes y reglamentos que tratan a cada sujeto como un ser igual y particular. Las invenciones tecnológicas desde el siglo XX completan este modo de control molar con un modo molecular, es decir, que cada ser humano es tratado como un individuo que difiere de los demás individuos. Estos individuos se definen por la relación entre el individuo y su entorno, constantemente captada y capitalizada en forma de datos. Esta forma de gubernamentalidad se volvió dominante durante la pandemia de coronavirus» (Yuk Hui, Machine et écologie). Es la realización de un gobierno de las cosas. Todo debe gobernar. Ninguna relación debe escapar al gobierno de las cosas, su ecología lo implica.
El nervio de la guerra que libra el capitalismo cibernetizado corresponde a la destrucción de las ontologías que alteran su proyecto de naturalización de su forma de vida como un absoluto. Es la gran reelaboración constante de la cartografía de las ontologías. La estrategia empleada es simplemente la binarización del mundo, en la que cada uno ejerce sobre sí y sobre el otro una violencia a través de la omnipotencia de ese poder ambiental, cada uno es al mismo tiempo esclavo y amo, pues el interés común otorga a todos derechos comunes e impone deberes comunes. Todo se reduce entonces a una cuestión de 0 y 1.
La binarización del mundo, o la simplificación de la vida, obtiene su fuerza del carácter dual de las tecnologías. «Se habla de “tecnologías duales” para designar aquellas que, bajo su apariencia civil, esconden un aspecto militar. De todas formas, solo existe lo “civil” desde el punto de vista de lo militar. Al volverse tecnológico, es todo este mundo el que se ha vuelto dual.» (Manifeste conspirationniste) Es una manera de gobernar sin sobresaltos, exaltando el progreso. Sin embargo, Walter Benjamin ya nos había advertido de las implicaciones de la propia idea de “progreso”. Esta supone la idea de catástrofes: «Que las cosas sigan como antes, esa es la catástrofe» (Walter Benjamin, Charles Baudelaire). El discurso del progreso se funda en la idea de catástrofes para justificar su proyecto de perfeccionismo técnico. El partido del progreso produce una catástrofe para producir una solución técnica, que genera de nuevo una catástrofe que exige una nueva solución técnica. En suma, un feedback de la catástrofe. «La confianza que preside la transformación técnica del mundo requiere teorías que, antes y por debajo de los accidentes, distorsionen su sentido y amortigüen su alcance traumático. Y tras las catástrofes, se necesitan discursos y disposiciones morales que las neutralicen, atenúen su dimensión ética para hacerlas compatibles con la continuación del proyecto tecnológico» (Jean-Baptiste Fressoz, L’apocalypse joyeuse). La simplificación de la vida coincide para el poder con la producción de un tipo de humano preciso: domesticable, previsible, bajo la influencia de su entorno. Un metropolitano en toda regla. La incertidumbre y la alteridad de la vida quedan proscritas en nombre de la vida plenamente organizada. Las patologías surgen entonces como reveladoras de la miseria existencial de la vida metropolitana. El trastorno límite de la personalidad es la expresión de la imposibilidad de experimentar una ética, un vínculo con el mundo, porque la promesa de un mundo totalmente estable es puramente ficticia. Frente a la inestabilidad sentida, el Yo fragmentado se aferra a reacciones recursivas ya agujereadas. Para facilitar aún más la vida del metropolitano y su ecosistema, la IA cumple un papel primordial, portadora del viejo sueño de otros angustiados occidentales de poder acceder a la objetividad. La IA es un dispositivo de supresión del pensamiento, la imposibilidad de que cualquier pensamiento sea atravesado por el mundo. El objetivo de la IA no es tanto producir inteligencia, sino producir una intervención que ayude a generar una apariencia del mundo, a poner un velo sobre lo que se experimenta sensiblemente. En tiempo de guerra, la IA demuestra entonces su cruda eficacia. Gaza es uno de sus nombres.
Para gobernar, hay que simplificar. Tal es el paradigma del poder actual. Simplificar la experiencia amorosa a un cuestionario de compatibilidad, reducir lo que anima a datos, simplificar nuestra existencia hasta reducirla a un cuerpo. «La mentira es la simplificación. El hecho de simplificar rompe la comunicación. El hombre más simple es menos simple que la imagen simplificada que se da de él. Nada irrita tanto como ver presentada y recibida como verdadera la imagen simplificada de la propia vida. En una situación que no es simple, ¿no consiste la primera falsedad en simplificar, es decir, en presentar las cosas como más simples de lo que son, o en aconsejarles “ser simples”? Eso es, en el plano teórico, el equivalente de los llamamientos políticos a la resignación. Eso equivale a persuadir de que es bueno quedarse en la simplicidad de la cosa. Y el hombre, efectivamente tratado como una cosa en su vida real, si se rebela después de eso, corre el riesgo de parecer malo. Incluso puede llegar a parecerse a sí mismo como malo. Los teóricos que simplifican lo convencen: es vergonzoso dejar de ser simple» (Dionys Mascolo, Le Communisme). No hay nada vergonzoso en ser malo frente a los propietarios de este mundo. No se rebelan por benevolencia y amabilidad, sino por maldad, por espíritu de venganza. La generalización de la simplificación es entonces «el reino de la indiferencia global» (Axelos, La politique planétaire). Salir del capital y del dominio de la unificación tecnológica reside en la capacidad de romper la indiferencia sostenida por la totalidad de las falsas diferencias, es decir, de todo lo que se refiere a un nosotros representativo, esa posición anti-experiencial incapaz de ser, obligada siempre a presupone su ser, mientras que las diferencias verdaderas afirman otras modalidades éticas, una necesidad de contacto, de experimentar el ahondamiento de las diferencias. Es una traición constante del modo representativo por la experiencia ética, siempre abierta a la diferencia, a la posibilidad de ser afectados por esa misma diferencia según su propio modo de ser. Es la única manera en que una potencia puede acrecentarse en la experiencia del encuentro entre su naturaleza propia y una alteridad. Toda virtud se encuentra en los intersticios entre uno mismo y el mundo.
Fuente: Entêtement
Imagen principal: Alexandra Dementieva, The Big Bang Theory, 2010-2025

