Maurizio Lazzarato / Estados Unidos y el «capitalismo fascista»

Filosofía, Política

La acumulación originaria, el estado de naturaleza del capital, es el prototipo de la crisis capitalista. Hans Junger Krahl

El capitalismo no se reduce a un ciclo de acumulación, ya que siempre está precedido, acompañado y seguido por un ciclo estratégico definido por el conflicto, la guerra, la guerra civil y, eventualmente, la revolución. El ciclo estratégico incluye, sí, la acumulación originaria tal como la explica Marx, pero solo como su primera fase; esta es seguida por el ejercicio de la violencia incorporada en la «producción» y por su despliegue en forma de guerra y guerra civil cuando el ciclo económico se agota. Para tener una descripción exhaustiva del ciclo estratégico, hay que esperar al siglo XX, con su transformación en el ciclo de la revolución soviética y china, que corrige y completa a Marx desde varios puntos de vista. Los dos ciclos funcionan juntos, encadenan sus dinámicas, pero también pueden separarse: desde 2008, el ciclo del conflicto, la guerra y la guerra civil (y de la eventual, aunque improbable, revolución) se ha ido separando progresivamente del ciclo de acumulación en sentido estricto. El bloqueo, los atascos de la acumulación de capital requieren la intervención del ciclo estratégico, que funciona a partir de las relaciones de fuerza y de la relación no económica amigo-enemigo.

Desde que se impuso el imperialismo, la importancia del ciclo estratégico no ha hecho más que aumentar. Los ciclos de la guerra, de la gran violencia, del uso arbitrario de la fuerza se suceden rápidamente. Estados Unidos ha impuesto tres veces (1945 – 1971 – 1991) las reglas económicas y jurídicas del mercado mundial y del Nomos de la tierra (orden mundial). Tres veces las ha eliminado porque ya no eran funcionales, sustituyéndolas por nuevas normas: el fordismo de 1945 fue desmantelado en los años 70; el llamado «neoliberalismo», elegido en su lugar y extendido a todo el mundo en 1991 tras el fin de la URSS, colapsó en 2008. La actual acumulación primitiva vuelve a cambiar las reglas del juego, para un más que improbable «Make America Great Again».

El análisis del ciclo estratégico en el capitalismo contemporáneo debe partir de EE.UU., porque allí se concentran los dispositivos de poder, las instituciones militares, financieras y monetarias de las que los propios EE.UU. detentan el monopolio, prohibiendo el acceso a los «aliados» europeos o del Asia oriental, es decir, a los países sometidos ya sea por la guerra (Alemania, Japón, Italia), o por el poder económico y financiero (Francia, Inglaterra), y sobre todo negado al Sur global.

A partir de la crisis de 2008, el ciclo estratégico ha pasado a primer plano hasta desplazar al «mercado», las reglas económicas, el derecho internacional, las relaciones diplomáticas entre Estados, etc., aunque su objetivo sea relanzar la economía estadounidense en grave dificultad e impedir su implosión.

La nueva acumulación primitiva y el ciclo estratégico se despliegan ante nuestros ojos. El «estado de excepción» fue desencadenado por Trump y se desarrolla de manera muy diferente respecto a la definición canónica dada por Carl Schmitt o retomada por Giorgio Agamben: en vez de referirse al derecho público y la constitución formal del Estado-nación, afecta en primer lugar a las reglas de la constitución material del mercado mundial y las normas del derecho internacional propias del Orden mundial. Con el estado de excepción global, el espacio en el que se dibuja el Nomos de la tierra, con sus líneas de amistad y hostilidad, es el de la guerra civil mundial. En vez de centrarse en el derecho, el estado de excepción global integra profundamente economía, política, militar y jurídico.

La guerra civil mundial se refleja en la guerra civil interna de EE.UU., intensificando racismo y sexismo, la militarización del territorio, la deportación de migrantes, atacando universidades, museos, demonizando palabras, conceptos, etc.: la población de EE.UU. está profundamente dividida: y no (solo) entre el 1% y el 99% como se dice desde el movimiento Occupy Wall Street, sino entre el 20% que garantiza la mayor parte del consumo del enorme mercado interno (que representa 3/4 del PIB estadounidense) y el 80% cuya capacidad de consumo se estanca o retrocede. Las políticas fiscales se aplican para garantizar la propiedad y el hiperconsumo de la parte más rica.

Trump politiza lo que el llamado neoliberalismo intentaba obstinadamente despolitizar, sin lograrlo. Una vez suspendidas todas las reglas, el uso de la fuerza extraeconómica se convierte en la condición preliminar para la producción económica, la constitución del derecho, la creación de cualquier institución. Primero se imponen relaciones de poder por la fuerza. Luego, una vez establecida la división entre quien manda y quien obedece (y la situación se ha estabilizado porque es aceptada por los vencidos), se pueden reconstruir las normas económicas y jurídicas, los automatismos de la economía, las instituciones nacionales e internacionales, expresión de un nuevo «orden».

El funcionamiento del ciclo estratégico durante el «estado de excepción global» está asegurado por decisiones políticas de la administración estadounidense, arbitrarias y unilaterales, que buscan imponer una serie de «tomas» (apropiaciones, expropiaciones, saqueos) de la riqueza ajena, extorsionadas directamente, sin la mediación ni de la explotación industrial, ni de la depredación operada por la deuda o la financiarización.

¿Cuál es el significado de este largo (y aquí parcial [1]) listado de decisiones políticas tomadas a partir del poder coercitivo del Estado imperial? El cambio de las relaciones «económicas» no es inmanente a la producción, no es el resultado de las «leyes» de las finanzas, la industria, el comercio establecidas por la teoría económica. Los «automatismos» de la economía, impuestos políticamente entre los años 70 y 80 por EE.UU., no pueden sino reproducir los fines para los que fueron políticamente instituidos (financiarización, dólar como única moneda de intercambio y reserva, economía de la deuda, deslocalización industrial, etc.) y por tanto reproducir la crisis. Estos dispositivos no tienen la capacidad de innovar, de distribuir el poder de manera diferente, de producir nuevas relaciones entre Estados y entre clases, condiciones para una «nueva» producción. La configuración de los poderes buscada requiere una ruptura. No es deducible de la situación que condujo a la crisis, necesita un salto fuera de la situación.

Para comprender lo «político» que siempre ha gestionado estas fases de acumulación primitiva, no hay que crear una contraposición con lo «económico» ni reducirlo al conjunto de la clase y de las instituciones políticas. Se entiende mejor pensándolo como la coordinación de diferentes centros de poder (administrativo, financiero, militar, monetario, industrial, mediático) que se dotan de una estrategia. Los intereses heterogéneos que los caracterizan encuentran una mediación en la necesidad de derrotar a un «enemigo común»: el resto del mundo, pero ante todo los BRICS, en particular Rusia y China. La administración Trump asume la función de capitalista colectivo, de jefe capaz de negociar una estrategia con los otros poderes (financieros, militares, monetarios, etc.) que siguen actuando según sus propios intereses, pero que deben encontrar una convergencia porque está en juego no solo la salud de la economía estadounidense, sino la posibilidad del colapso de toda la máquina económico-política del capitalismo financiero y de la deuda, ya agotada.

Intimidaciones y chantajes económicos, intimidaciones y chantajes de carácter militar, guerras y genocidio, se movilizan simultáneamente. Estados Unidos presta especial atención a su «patio trasero» (América Latina): amenaza con intervenir militarmente, con el pretexto del narcotráfico, en Colombia, México, Haití y El Salvador, mientras despliega cañoneras contra Venezuela. Ha convocado a los ministros de Defensa de la región en Buenos Aires (19-21 de agosto) para exigir un alineamiento total contra China e imponer un refuerzo de la presencia del ejército estadounidense en los «estrechos» (Magallanes, Panamá, etc.), cuellos de botella del comercio mundial, «que podrían ser utilizados por el Partido Comunista Chino para proyectar su poder, interrumpir el comercio y desafiar la soberanía de nuestras naciones y la neutralidad de la Antártida».

En estas condiciones, es incluso difícil hablar de capitalismo, de «modo de producción», porque se enfrenta a la acción de un «señor» que decide de manera arbitraria las cantidades de riqueza que tiene derecho a extraer de la producción de sus «siervos». El secretario estadounidense del Tesoro, Scott Bessent, declaró sin el menor pudor que América tratará la riqueza de sus «aliados» como si fuera suya: Japón, Corea, Emiratos y sobre todo Europa se han comprometido a invertir «según los deseos del Presidente». Se trata de un «fondo soberano, gestionado a discreción del Presidente, para financiar una nueva industrialización». El presentador de Fox News, asombrado, lo define como un «fondo de apropiación offshore». Bessent: «Oh, es un fondo soberano americano, pero con el dinero de los demás».

Las relaciones impersonales del mercado vuelven a ser personales, oponiendo «el amo a sus esclavos», el colonizador a los colonizados; no es ni el fetichismo de las mercancías, ni los automatismos de la moneda, del mercado, de la deuda, etc., lo que manda y decide, sino la fuerza, expresión de una voluntad política. EE.UU. ya no define a un «competidor», sino que declara a un «enemigo», identificado con el resto del mundo, incluidos los aliados (ante todo los aliados, porque forman parte de la misma clase dominante y están aterrorizados por la idea del colapso del centro del sistema, que implicaría también su caída; para salvar el capitalismo, están dispuestos a despojar a sus propias poblaciones, en particular Europa que, como Japón en los años 80, tendrá que hacerse cargo de pagar la crisis estadounidense, sacrificando su propia economía y las clases populares, exponiéndose al riesgo de guerra civil).

La ley del valor o de la utilidad marginal, es decir, el conjunto de categorías de la economía clásica o neoclásica, son completamente inútiles: no explican nada de lo que está ocurriendo. En vez de modelos econométricos muy complicados, basta una operación matemática aprendida en la primaria para calcular los aranceles a aplicar al resto del mundo. La llamada complejidad de las sociedades contemporáneas cede fácilmente al dualismo político amigo/enemigo. La «destrucción creadora» no es prerrogativa del empresario, sino obra de los decisores político-económico-militares.

Para explicar lo que ocurre, ni siquiera El Capital de Marx (a menos que se empiece por la acumulación primitiva, y no por el análisis de la mercancía) es muy útil. Pierre Clastres, a partir de una lectura de Nietzsche muy diferente a la de Foucault y centrada en el concepto de voluntad de poder, puede ofrecernos puntos de reflexión: las relaciones económicas son relaciones de poder que nunca podemos separar de la guerra. Su descripción del funcionamiento del «poder» cuando se impone a expensas de las antiguas «sociedades contra el Estado», sigue siendo hoy el comentario más adecuado al funcionamiento actual de la máquina Estado/Capital de la administración estadounidense.

El orden económico, es decir, la división de la sociedad entre ricos y pobres, explotadores y explotados, es el resultado de una división más fundamental de la sociedad: la división entre quien manda y quien obedece, entre quien detenta el poder y quien lo sufre. Por tanto, es esencial comprender cuándo y cómo nace, en una sociedad, la relación de poder, de mando y obediencia. ¿De qué modo quienes detentan el poder se convierten en explotadores, y cómo quienes lo sufren o lo reconocen –poco importa– se convierten en explotados? El punto de partida, simplemente, es el tributo. Es fundamental. No olvidemos nunca que el poder existe solo en su ejercicio: un poder que no se ejerce no es poder. La señal del poder, la señal de que existe realmente, es, para quienes lo reconocen, la obligación de pagar un tributo. La esencia de la relación de poder es la relación de deuda. Cuando la sociedad está dividida entre quien manda y quien obedece, el primer acto de quien manda es decir a los demás: «Nosotros mandamos, y os lo probamos obligándoos a pagar un tributo».

Podemos interpretar fácilmente la relación entre mando/obediencia como determinada por la violencia de la acumulación primitiva que no deja de repetirse; y la relación explotador/explotado como ejercicio del poder de mandar integrado en la producción una vez que el «orden» ha sido establecido y la situación «normalizada». Las dos relaciones son acciones complementarias, ejercidas por la misma máquina Estado-Capital. La crítica de Clastres a lo «económico», capaz de determinar en última instancia lo «político», nos parece pertinente, siempre que se considere la voluntad de poder y la voluntad de acumulación como dos caras de la misma moneda.

El tributo a pagar a la administración estadounidense debería ser la señal de una nueva redistribución del poder, capaz de dibujar un nuevo Nomos de la tierra, es decir, una relación de subordinación colonial de los aliados y de los BRICS –aunque esto es una operación más difícil– a EE.UU. Dentro de cada Estado, el tributo debe ser la señal de la sumisión de las clases dominadas, las únicas que pagarán la crisis del imperio. La arrogancia de Trump esconde su debilidad: quiere imponer un nuevo Orden mundial, mientras es el ejecutor de la derrota estratégica de la OTAN en Ucrania, de una crisis económica colosal que choca con el Sur global que no se somete como los europeos.

El nuevo orden no puede establecerse sino a través del imperialismo, caracterizado, desde su nacimiento, por la complementariedad de economía y política, de guerra y producción. El imperialismo colectivo, definido por Samir Amin en los años 70, en el que el papel central estaba reservado a EE.UU., se ha transformado en verdadera subordinación colonial de los aliados: Europa, Corea, Japón, Canadá, etc. Europa está hoy en una condición de subordinación colonial similar a la que Inglaterra imponía a la India en el siglo XIX. Como la India de entonces, debe pagar un tributo al país «ocupante», construir y financiar ejércitos europeos con material comprado a EE.UU., para librar guerras contra enemigos definidos por la potencia imperial (la guerra en Ucrania es el laboratorio y el ensayo general de este tipo de guerra).

Neoliberalismo o la reversibilidad de fascismo y capitalismo

La nueva fase del ciclo estratégico, iniciada en 2008 y que conduce a la guerra abierta, trae consigo una gran novedad. La máquina Estado-Capital ya no delega en los fascistas el uso de la gran violencia: la organiza por sí misma, quizás escarmentada por la autonomía que el nazismo se tomó en la primera mitad del siglo XX. El genocidio arroja una luz inquietante sobre la naturaleza del capitalismo y la democracia, obligándonos a verlos como quizás nunca los habíamos visto antes.

El capitalismo y las democracias organizan juntos un genocidio como si fuera lo más normal y natural del mundo. Un gran número de empresas (logística, armamento, comunicación, control, etc.) ha participado en la economía de ocupación de Palestina y ahora organizan, sin ningún escrúpulo, la economía del genocidio. Como las empresas alemanas en los años 30 y 40, garantizan enormes beneficios mediante la limpieza étnica de los palestinos. El principal índice de la Bolsa de Tel Aviv aumentó un 200% durante el genocidio, asegurando un flujo continuo de capitales, sobre todo estadounidenses y europeos, hacia Israel.

Con el genocidio, las democracias liberales retoman los hilos de su genealogía, que, reprimida, regresa con fuerza: la estadounidense tiene sus cimientos en el genocidio de los indígenas, en la instauración de la esclavitud y el racismo, mientras las democracias europeas hacían lo mismo, pero en colonias lejanas. La cuestión colonial, racial y la esclavitud están en el corazón de ambas revoluciones liberales de finales del siglo XVIII.

El racismo estructural que caracteriza al capitalismo –hoy concentrado contra los musulmanes– ha sido legitimado de manera indecente por los israelíes y por todos los medios y clases políticas occidentales. Tampoco aquí se necesita realmente a los nuevos fascistas, porque son los Estados, sobre todo los europeos, los que lo han alimentado desde los años 80 (mientras en EE.UU. es endémico, pilar del ejercicio del poder). El racismo está profundamente arraigado en la democracia y el capitalismo desde la conquista de las Américas, ya que en este sistema reina la desigualdad, y una de las principales formas de legitimarla es precisamente el racismo.

El debate sobre los fascismos contemporáneos va retrasado respecto a la realidad (véase también el libro de Alberto Toscano sobre el tema), ya que ninguno de estos «nuevos fascismos» es capaz de ejercer tal violencia o practicar una destrucción a esta escala. No son como sus predecesores, al frente de una contrarrevolución de masas contra el socialismo, por varios motivos. El principal: hoy no existe ningún verdadero enemigo que se parezca, ni remotamente, a los bolcheviques. Los movimientos políticos contemporáneos no representan ningún peligro real, son absolutamente inofensivos.

Los nuevos fascismos son marginales respecto a los fascismos históricos y, cuando acceden al poder, se alinean inmediatamente con el capital y el Estado, limitándose a intensificar la legislación autoritaria y represiva y actuando sobre el aspecto simbólico-cultural. Trump (o Milei) representa la imagen adecuada del «capitalista fascista» porque encarna una parte de la clase capitalista y actúa en consecuencia. La acción de Trump no tiene nada, salvo marginalmente, del folclore fascista histórico cuando actúa a nivel geopolítico, buscando salvar el capitalismo estadounidense de la implosión, mientras impone un devenir fascista a cada aspecto de la sociedad estadounidense. Trump conjuga perfectamente capitalismo y fascismo.

El capitalismo ya no necesita, como antes, confiar el poder a los fascismos históricos, porque la democracia ha sido vaciada desde dentro desde los años 70 (al menos desde la época de la Comisión Trilateral). Es una cáscara vacía que puede ser utilizada de todas las formas. Produce, desde dentro de sus propias instituciones –así como el capitalismo desde dentro de las finanzas y el Estado desde dentro de su propia administración y su propio ejército– la guerra, la guerra civil, el genocidio.

Los «nuevos fascismos» o el «post-fascismo» son actores secundarios. No pueden intervenir de ninguna manera en las decisiones tomadas por los centros de poder financiero, militar, monetario, estatal, etc.; solo deben aceptarlas. Primero entre todos el «fascismo italiano».

¿Cómo comprender esta situación inédita? Tiene sus raíces en la fase anterior de acumulación primitiva que organizó el paso del fordismo al llamado «neoliberalismo». El ciclo estratégico organizado por la administración Nixon –para hacer pagar, como hoy, la crisis acumulada en los años 60 al resto del mundo– fue incluso más violento que la acción de Trump: decisión unilateral de inconvertibilidad del dólar en oro, aranceles del 10% a todos, capitales nipones puestos a disposición de EE.UU., el «acuerdo» del Plaza que saqueó Japón, la China de la época, sacrificando su economía para salvar el capitalismo estadounidense; la decisión política de construir un «superimperialismo» del dólar; el restablecimiento político de las relaciones con China, que será decisivo para la globalización contrarrevolucionaria, etc.

Uno de los episodios más dramáticos de este ciclo estratégico fueron las guerras civiles desatadas en toda América Latina que, al mismo tiempo, decretaron el fin de la revolución mundial y dieron inicio a los primeros experimentos llamados neoliberales. A este respecto, es interesante retomar el análisis del premio Nobel de economía Paul Samuelson sobre el naciente neoliberalismo, siempre excluido.

Se ha hecho del análisis de Nacimiento de la biopolítica de Foucault una formidable anticipación del neoliberalismo, mientras que, en el mismo periodo, la interpretación de Paul Samuelson corta de raíz con la ambigua admiración por el mercado, las libertades, la tolerancia hacia las minorías, la crítica de los monopolios y la soberanía, la gubernamentalidad, etc., describiendo en cambio la economía neoliberal como un «fascismo capitalista», en el sentido de que con el mercado de los neoliberales los dos términos se vuelven reversibles. Esta categoría, eliminada, podría quizás ayudarnos a comprender la genealogía del genocidio democrático-capitalista.

Me refiero naturalmente a la solución fascista. Si las leyes del mercado conllevan una inestabilidad política, entonces los simpatizantes del fascismo sacarán la conclusión: «¡Libérense de la democracia e impongan a la sociedad civil un régimen de mercado! Poco importa si eso requiere romper los sindicatos o encarcelar a intelectuales incómodos, o incluso obligarlos al exilio» [2]

El «mercado», desde los años setenta, ha destruido progresivamente la democracia del segundo posguerra, la única que se parecía vagamente a su propio concepto, porque nació de las guerras civiles mundiales contra el nazismo. Una vez agotada esa energía política, el capitalismo fascista empezó a instalarse. La lógica del «mercado», en vez de representar una alternativa a la guerra y la gran violencia, las contiene, las alimenta y finalmente las practica en primera persona, hasta el genocidio.

En la era de los monopolios, el mercado –mediación que se suponía automática– representa, en realidad, el fin de toda mediación, pues hace emerger la fuerza como actor decisivo: la fuerza de los monopolios, la fuerza de las finanzas, la fuerza del Estado, la fuerza de los ejércitos, etc. No solo fue necesaria la guerra civil para imponer el «neoliberalismo», sino que es a la integración de la violencia a la que se confía su funcionamiento. El mercado es ya, en este sentido, una economía fascista.

Samuelson subvierte las creencias más arraigadas: la economía de los Chicago Boys, de Hayek, de Friedman, etc., es una forma de fascismo y constituye un paradigma para la economía en general. La experiencia neoliberal es la de una «economía impuesta», exactamente lo que la administración Trump intenta realizar: un «capitalismo impuesto» (otra feliz definición de Samuelson) a través de la fuerza.

La undécima edición de 1980 de «Economía» incluye un capítulo dedicado a este detestable problema del fascismo capitalista. Por así decirlo, si Chile y los «Chicago Boys» no hubieran existido, habría sido necesario inventarlos para erigirlos en paradigma. Es interesante recordar lo que decía al respecto –tanto más cuanto que los conservadores, que no soportan la evolución de las democracias, son sin embargo incapaces de llevar su razonamiento hasta el final. Huyen ante la conclusión que sería la suya, es decir, el fascismo, y se contentan con proponer un límite constitucional a la imposición. Esta es su versión del capitalismo impuesto.

Hemos aceptado la narrativa liberal, en vez de preguntarnos por qué su gobernanza desemboca, como en la primera mitad del siglo XX, en la guerra, el fascismo y el genocidio. No hemos sido capaces de sacar las debidas consecuencias, y sin embargo hemos pasado de las «libertades» del llamado neoliberalismo al genocidio democrático-capitalista, sin golpes de Estado, sin «marchas sobre Roma», sin contrarrevoluciones de masas, como si se tratara de una evolución natural. Nadie, en el establishment, y sobre todo no las clases políticas o los medios, se ha sentido incómodo. Al contrario: estos últimos se han alineado con impresionante rapidez a un relato que contradice de arriba a abajo la ideología profesada durante décadas sobre los derechos humanos, el derecho internacional, la democracia contra las dictaduras, etc.

Para que todo esto se haya desarrollado sin el menor problema, es necesario que los horrores físicos y mediáticos del genocidio ya estuvieran inscritos en las estructuras del sistema, el cual, una vez emergidos, no los consideró una aberración, sino su normalidad. Todo sucedió como si fuera algo esperado. El capitalismo «liberal» se ha expresado y realizado, naturalmente y por completo, en el genocidio, sin la mediación de los fascistas, sin que estos se constituyeran en fuerza política «autónoma», como en los años 20 del siglo XX.

No vemos lo que tenemos delante de los ojos, porque hemos interiorizado demasiados filtros «democráticos», una idea pacificada del capitalismo que nos impide leer correctamente lo que ha sucedido con la construcción del neoliberalismo a partir de América Latina. Releamos a Samuelson teniendo en cuenta todos los comentarios de los pensadores «críticos» que siguen, incluso después de 2008, hablando de neoliberalismo. Las dictaduras sudamericanas con miles de asesinados, torturados, exiliados, son solo una variante del fascismo de mercado que prospera en la democracia.

Les dejo descubrir mi descripción del fascismo capitalista: Los generales y almirantes toman el poder. Eliminan a sus predecesores de izquierda, exilian a los opositores, encarcelan a los disidentes intelectuales, limitan los sindicatos, controlan la prensa y toda actividad política. Sin embargo, en esta variante del fascismo de mercado, los líderes militares no intervienen en la economía (…) Los opositores al régimen chileno han llamado a este grupo, con cierta injusticia, los Chicago Boys, para subrayar el hecho de que muchos de ellos habían recibido su formación económica en la Universidad de Chicago o habían estado bajo su influencia. Estos economistas son favorables a los mercados libres. Luego el reloj de la historia gira hacia atrás. El mercado es libre, la oferta monetaria está estrictamente controlada. Sin transferencias de asistencia, los obreros están obligados a trabajar o morir de hambre. Los desempleados ahora mantienen bajo el crecimiento salarial. La inflación puede ser drásticamente reducida, si no completamente eliminada.

En realidad, el mercado «fascista» nunca tuvo una función económica, sino primero represiva, luego disciplinaria, de individualización del proletariado y de ruptura de toda acción colectiva y solidaria. El mercado fue una gigantesca construcción ideológica bajo la cual se desarrollaba tranquilamente la depredación operada por el monopolio del «dólar» y de las «finanzas», el ejercicio de la violencia por parte de los ejércitos estadounidenses, los verdaderos actores económico-políticos del «neoliberalismo» que nunca fueron regulados ni gobernados por el mercado.

¿Dónde podemos verificar la pertinencia del concepto de Samuelson que implica el aparente oxímoron de «democracia fascista»? Nos cuesta captar la realidad, porque la gran violencia que une democracia y capitalismo borra, con una facilidad desconcertante, los valores de Occidente, custodiados en sus constituciones. El joven Marx nos recuerda que el alma de las constituciones liberales no es la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad, sino la propiedad privada burguesa. Verdad ineludible, tanto más cuanto que es el «derecho del hombre más sagrado», como afirmó la revolución francesa. En realidad, el único verdadero valor de Occidente capitalista.

La propiedad es ciertamente el medio más pertinente para definir la situación de los oprimidos. La acumulación originaria puesta en marcha en los años 70 por Nixon impuso políticamente una apropiación y una distribución primarias, estableciendo una división de la propiedad inédita respecto a Marx: su distribución no se produce, ante todo, entre capitalistas, propietarios de los medios de producción, y obreros, desposeídos de toda propiedad, sino entre los propietarios de acciones y obligaciones, es decir, entre los tenedores de títulos financieros y quienes no los poseen. Esta «economía» funciona como los aranceles de Trump: una extracción de riqueza sobre la sociedad de los «siervos», con la única diferencia de que la depredación pasa por el «automatismo», continuamente y políticamente mantenido, de las finanzas y la deuda.

La sociedad está más dividida que nunca: arriba se concentran los propietarios de títulos, abajo la gran mayoría de la población, que en realidad ya no está compuesta por sujetos políticos, sino por «excluidos». Como los siervos del antiguo régimen, la «función» económica no implica un reconocimiento político. La integración del movimiento obrero, reconocido como actor político de la economía y la democracia, en los años del posguerra, se ha transformado en exclusión de las clases populares de toda instancia de decisión política. La financiarización ha permitido a las élites practicar la secesión, que reduce las relaciones con los «siervos» exclusivamente a explotación y dominio. No solo han sido expropiados económicamente, sino también privados de toda identidad política, hasta el punto de adoptar la cultura/identidad del enemigo: individualismo, consumo, ethos de la televisión y la publicidad. Hoy quieren imponer una identidad fascista y belicista.

Los nuevos siervos están fragmentados, dispersos, individualizados, divididos de mil maneras (por género, raza, renta, patrimonio, etc.), pero todos participan en diferentes grados en la sociedad de la segregación instaurada por la máquina Estado-Capital, que ya ni siquiera necesita legitimación, pues las relaciones de fuerza le son favorables. Se decide sobre el genocidio, el rearme, la guerra, las políticas económicas sin tener que rendir cuentas a los subordinados. El consenso ya no es necesario porque los proletarios son demasiado débiles para pretender contar algo. Está claro que en esta situación la democracia no tiene ningún sentido. La condición de los oprimidos se parece más a la de los colonizados (colonización generalizada) que a la de los «ciudadanos».

Walter Benjamin nos había advertido: «Sorprenderse de que las cosas que vivimos sean “aún” posibles en el siglo XX no tiene nada de filosófico. No es el inicio de ningún conocimiento, salvo el de que la idea de historia que la ha generado no es sostenible».

Lo que no es sostenible es también cierta idea de capitalismo, cultivada por el economicismo del marxismo occidental. Lenin definía el capitalismo imperialista como reaccionario, a diferencia del capitalismo competitivo en el que Marx aún veía aspectos «progresistas». La financiarización y la economía de la deuda han construido un monstruo que conjuga capitalismo/democracia/fascismo, lo que no plantea ningún problema a las clases dominantes. Nosotros deberíamos interrogarnos sobre la naturaleza del ciclo estratégico del enemigo e imponernos un solo objetivo: transformarlo en ciclo estratégico de la revolución.

Notas

[1]

  • Aranceles aduaneros que varían entre el 15% y el 50%. Su reducción estará condicionada a corto plazo a la compra de títulos estadounidenses que tienen dificultades para encontrar compradores en los mercados.
  • Los aranceles aduaneros tienen una doble finalidad: económica (Estados Unidos necesita dinero fresco para cubrir sus propios déficits) y/o política (India comercia libremente con Rusia, etc., y Brasil «apunta» a Bolsonaro).
  • Obligación de compra de energía estadounidense cuatro veces más cara que el precio pagado a los rusos: Europa ha prometido comprar 750 mil millones de dólares en energía a Estados Unidos, que no posee tal cantidad.
  • Obligación de invertir miles de millones de dólares en la reindustrialización estadounidense (Japón, Europa, Corea del Sur y Emiratos Árabes Unidos han prometido cifras astronómicas; Europa, 600 mil millones de dólares, considerados un «regalo» de Trump). Inversiones que serán a discreción de Estados Unidos.
  • Obligación de comprar armas del sistema militar-industrial-académico estadounidense, bajo la amenaza de un aumento de los aranceles aduaneros.
  • El Genius Act autoriza a los bancos a poseer stablecoins como moneda de reserva para hacer frente a las dificultades de inversión de la enorme deuda pública. La condición política de estas stablecoins es que estén indexadas al dólar y se utilicen para la compra de deuda estadounidense.
  • El arancel aduanero del 39% impuesto a Suiza afecta al oro, del que es un importante exportador hacia Estados Unidos, porque los bancos (sobre todo en el Sur) prefieren comprar y mantener oro en vez de dólares.
  • Obligación para los productores de chips de hacer rastreables sus exportaciones y, si es necesario, poder destruirlas a distancia (ley en fase de aprobación).
  • Exportaciones de tecnología basadas en criterios políticos.
  • Obligación de abrir los mercados a los productos estadounidenses exentos de toda imposición, en particular los beneficios de las empresas tecnológicas estadounidenses no deben ser gravados.
  • Libertad de exportar cualquier bien estadounidense, incluso si la legislación europea lo prohíbe.

[2] Samuelson Paul A. L’économie mondiale à la fin du siècle. En: «Revue française d’économie», volumen 1, n°1, 1986. pp. 21-49

Fuente: Machina Rivista

Imagen principal: On Hansen, Passage and Holds the people together Diptych, Mixed media painting on Awagami paper, 2022

Un comentario en “Maurizio Lazzarato / Estados Unidos y el «capitalismo fascista»

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.