Maurizio Lazzarato / ¡Combatir la máquina genocida! Repensar el dos, la división, la revolución

Filosofía, Política

¡El neoliberalismo nunca ha existido!

El paso del fordismo al llamado neoliberalismo se produce a través del despliegue de la «potencia de lo negativo», ejercida no por individuos —como querría el liberalismo— sino por Estados, instituciones, monopolios, grupos sociales, partidos políticos, fuerzas militares, etc. La afirmación de un nuevo sistema económico‑político‑militar se realiza ante todo a través de la destrucción: negación de las clases tal como habían salido de la Segunda Guerra Mundial (tanto las clases revolucionarias del Sur del mundo como las comprometidas en luchas más reformistas, pero también las clases dominantes de inspiración keynesiana); negación de los dispositivos económicos de los «treinta años gloriosos» (el funcionamiento de la moneda, del salario, del welfare, de los servicios públicos, etc., según los principios keynesianos); negación de las instituciones de aquella época, en particular de la democracia, juzgada incompatible con el capital; negación de la cultura del «compromiso» instaurada en la posguerra.

Solo recordamos aquí algunas fechas «simbólicas» (y los acontecimientos que se les vinculan) de este proceso al mismo tiempo de negación y de afirmación, describible como una larga serie de decisiones, amenazas, intimidaciones, chantajes, guerras civiles, imposiciones unilaterales fundadas en la fuerza del imperio estadounidense. A diferencia de la transformación en curso, de la revolución conservadora de los años setenta y ochenta tenemos todos los documentos necesarios para hacer un balance de su desarrollo y podemos constatar fácilmente que se trata de la matriz de nuestro presente.

  • 1971: el Estado estadounidense declara el fin de la convertibilidad del dólar en oro, fundamento del imperio monetario y financiero que hace del déficit comercial el arma para imponer su propia moneda soberana. El presidente estadounidense de la época, Nixon, devalúa el dólar e impone un arancel aduanero del 10 % a todo el mundo occidental.
  • 1972: Nixon y Kissinger restablecen las relaciones políticas con China, momento fundamental de la estrategia del Estado, sin el cual no habría habido «globalización» ni acumulación mundial del Capital, de donde nace el llamado «neoliberalismo».
  • 1973: golpe de Estado en Chile organizado por el Pentágono y los militares fascistas para poner fin militarmente a la reproducción de las «revoluciones» en el Sur del mundo e instalar el primer gobierno neoliberal/golpista. Fundación de la Comisión Trilateral.
  • 1974: acuerdo político entre el Estado estadounidense y Arabia Saudí para que la compra de petróleo se realice en dólares (en la práctica, su indexación al «oro negro»).
  • 1975: crisis fiscal del Estado de Nueva York (las pensiones de los funcionarios se utilizan para reequilibrar el presupuesto) y declaración de la Trilateral contra la democracia (juzgada incompatible con el capitalismo).
  • 1976: golpe de Estado en Argentina, que sigue allanando el terreno para la instalación del «neoliberalismo», como había sucedido en Chile. La muerte de Mao y el arresto de la «Banda de los Cuatro» ponen fin definitivamente al periodo de la Revolución Cultural (que amenazaba constantemente con desembocar en guerra civil). China acompaña la instauración de la financiarización estadounidense, bloqueando los salarios, incorporando la industria occidental e inundando el mercado estadounidense de productos de bajo coste.
  • 1977: primer viaje de Hayek a Chile para encontrarse con Pinochet y colmar de elogios al Estado fascista, precondición de su mercado libre y competitivo. Comienza la represión en Alemania e Italia por parte de sus respectivos Estados para apagar los últimos fuegos de 1968 (o los primeros anticipos de luchas futuras). Desde 1969 se despliega en Italia una «estrategia de la tensión»: una serie de atentados organizados por fascistas, y por los servicios secretos italianos y estadounidenses, en el país más combativo de Europa.
  • 1979: la contrarrevolución conquista el Estado con Thatcher: nuevas leyes y nuevo derecho para destruir leyes y derecho impuestos por los mismos Estados Unidos en la posguerra. Volcker, expresión de la nueva estrategia estatal, hace explotar los tipos de interés para frenar la inflación y lanzar la economía de las finanzas y de la deuda (a esos tipos conviene especular más que producir).
  • 1980: la contrarrevolución toma también el control del poder estatal en Estados Unidos con Reagan, que lanza políticas fiscales regresivas, recortes de impuestos para los ricos, aumento del gasto militar y ataca el sistema de protección social. Tanto el Estado estadounidense como el inglés atacan sistemáticamente a las fuerzas sindicales y derrotan a las clases obreras del Norte del mundo.
  • 1983: invasión de Granada por parte del Estado estadounidense para destituir a los marxistas en el poder y segundo viaje de Hayek junto a los fascistas chilenos.
  • 1985: conclusión de la primera fase de la guerra civil cuando el Estado estadounidense obliga a Japón (la «China» de la época) a suicidarse económicamente para salvar al Imperio (revaluación de la moneda japonesa, inversiones en Estados Unidos, compra de la deuda estadounidense, etc.). La economía japonesa ya no se recuperará.

La diversidad de intervenciones (sociales, mediáticas, académicas, militares, económicas, geopolíticas externas, políticas internas, etc.) necesarias para cambiar las modalidades de la acumulación es impresionante, pero ninguna de ellas se confía al libre mercado competitivo. Lo que reaparece continuamente es la acción del Estado y de la fuerza, porque ha sido, y sigue siendo, el lugar del desarrollo, de la gestión y de la mediación (con otros monopolios de poder, en particular los financieros) de la estrategia estadounidense.

La estrategia de Trump es una réplica de aquella practicada por las administraciones de Estado estadounidenses entre 1971 y 1985. Con la única diferencia de que entonces aún existía la Unión Soviética y no existían los BRICS. La gran mayoría de la producción mundial era fruto del «capitalismo colectivo» (EE. UU., Europa, Japón), mientras que hoy los BRICS producen más que el G7 y el Sur del mundo se niega a dejarse explotar, haciendo imposible la estrategia estadounidense.

Terminada la guerra civil occidental con una victoria aplastante de EE. UU., estalla la narración neoliberal. El neoliberalismo pretende convertir a la economía en una alternativa radical a la soberanía y al monopolio de la decisión (el Estado) que lo han instituido. El modelo hobbesiano de la «protección» asegurada por el soberano a cambio de la «obediencia» de los súbditos deja paso al mercado, en el que nadie decide y todos eligen: de la multiplicidad de elecciones individuales coordinadas por la competencia nace un orden espontáneo («Cosmos», según el golpista Hayek).

Las consecuencias de la fe en la victoria total del capitalismo y en la eliminación definitiva de lo negativo son al mismo tiempo dramáticas y cómicas. Tras la caída de la Unión Soviética, mientras se impone el Consenso de Washington (reconocimiento de la hegemonía unilateral de Estados Unidos sobre el mercado mundial), se establece una convergencia paradójica y contra natura entre el pensamiento crítico y los nuevos movimientos, por un lado, y el liberalismo, por el otro. La derrota del comunismo se celebra como la neutralización de «lo negativo». La desaparición del enemigo surgido con la revolución soviética abre el camino a la acción «positiva» del mercado, a la democracia exportable al mundo entero, a la reducción de las guerras a fenómenos marginales, a la paz y —nada menos— al fin de la historia que, como todo el mundo sabe, avanzaba hasta la victoria liberal siempre del lado negativo: a través de la guerra, la destrucción, la dominación.

Mucho antes de 1991, a lo largo de los años sesenta y setenta, el pensamiento crítico había concentrado sus esfuerzos teóricos en liberarse de lo «negativo». La política revolucionaria, fundada en la negación del enemigo de clase y en la destrucción de sus instituciones (Estado, mercado, ejército, policía), sería, según esta perspectiva, el origen de su propia derrota. La nueva política debe ser «afirmativa» (o performativa): lo negativo o no existe, o solo tiene una existencia «fenomenológica»; el ser es absolutamente positivo. También la acción del poder debe ser considerada ante todo como positiva, pues produce más que prohíbe, acrecienta la potencia de la vida en lugar de destruirla (Foucault), pensado y escrito mientras la contrarrevolución había llegado hasta la eliminación física del enemigo político. Doble ceguera: del pensamiento liberal (que con la «guerra infinita al terrorismo» simplemente se equivocó de enemigo) y del pensamiento crítico, puesto que el «dos» de la dominación, de la explotación, del imperialismo, de la guerra, de la guerra civil, del colonialismo y del genocidio existe y persiste pese a la eliminación de lo «negativo». Si no es soluble en el mercado, tampoco lo es en la ética de la relación consigo mismo, en la producción de subjetividad, en el poder constituyente de la Multitud, en el devenir revolucionario.

La multiplicidad y el dos

La relación multiplicidad/dualismo es nuestro problema político pero, en la coyuntura teórica y política de los movimientos contemporáneos, es casi imposible plantearlo. La situación de los últimos cincuenta años podría sintetizarse de este modo: organización local, intermitente, distribuida, versátil, múltiple contra las diversas modalidades de dominación/explotación (ni horizontal, ni vertical, afirma el compañero brasileño Rodrigo Nunes) y desorganización absoluta (hasta su rechazo), incapacidad de construir e imponer relaciones de fuerza, falta de teoría y práctica del uso de la fuerza en el enfrentamiento con la totalidad dividida (a este respecto el compañero brasileño es bastante representativo del impasse contemporáneo). Solo el enemigo de clase considera este nivel del conflicto estratégico. Es así como sigue ganando. Serie interrumpida únicamente por los revolucionarios del siglo XX que decidieron confrontarse decididamente con el «dos» del poder, porque es por esa vía por la que habían llegado todas las derrotas del siglo XIX. ¿Qué hacer para que la multiplicidad de las luchas manifestadas con la Comuna de París no termine con la «semana sangrienta», con la masacre de los insurrectos?

El exterminio ha vuelto bajo la forma de genocidio que las democracias liberales y el capitalismo progresista no tienen ningún problema en incitar, financiar, armar, legitimar. El problema se plantea de nuevo, con urgencia, en nuevas condiciones. ¡Gaza es mucho más que uno de los focos de la guerra civil mundial «a trozos», Gaza es nuestro destino! Estados Unidos reparte millones de dólares que no tiene (Milei, Israel, Ucrania, todas las «revoluciones de colores», etc.) como si fueran cacahuetes, gracias a una enorme burbuja financiera que no se sabe cuándo, pero seguramente estallará. Entonces los gobiernos occidentales tendrán a su disposición procedimientos, dispositivos, técnicas experimentadas en el genocidio de los palestinos, para utilizarlas contra los pobres del Norte, porque lo que Israel practica es una guerra contra la población. En las dos guerras mundiales un gran número de civiles fue asesinado, pero porque se encontraba entre los combates de dos ejércitos enemigos. Aquí los civiles son el único verdadero objetivo del ejército israelí. Algo similar se producirá cuando el cambio climático empuje a los «bárbaros» del Sur hacia el Norte en busca desesperada de condiciones para poder vivir y respirar. Los señores del mundo tienen listo para su uso un nuevo modelo de guerra civil contra los proletarios del planeta entero, concebido por los sionistas.

El imperativo categórico de nuestra época: hay que pensar a partir de Gaza, es decir, a partir de la violencia absoluta que la máquina Estado‑Capital no tiene ningún escrúpulo en poner en acto. No se puede limitar la crítica del capitalismo a la crítica del trabajo, del welfare, del Estado regulador o incluso del Estado policial, considerando estas instituciones como fundamentalmente pacificadas, porque el genocidio es producido por las mismas empresas y por el mismo Estado. No se puede limitar la crítica del poder a la crítica de las disciplinas, de la biopolítica, de las sociedades de control, de la vigilancia. El genocidio no es la expresión de otro poder, sino de estos mismos dispositivos que insistimos en ver funcionar sin guerra, sin guerra civil, sin la radical hostilidad de clase. Las democracias no se oponen a las autocracias porque organizan directamente el genocidio y reprimen a quienes lo denuncian. De hecho, hemos juzgado al nazismo como un paréntesis, una interrupción de un capitalismo y de un Estado fundamentalmente «progresistas», aunque hayamos afirmado lo contrario. En realidad nunca hemos pensado rigurosamente «después de Auschwitz» y ahora nuestra conciencia pusilánime y despreocupada se ve descolocada por Gaza, cementerio de nuestras teorías afirmativas, de nuestras filosofías sin lo negativo, de nuestra radicalidad sin odio de clase, de nuestra política sin ruptura revolucionaria con la destrucción y la autodestrucción de la máquina genocida Estado‑Capital.

Tras dos años de aparente indiferencia, Gaza ha suscitado formas de movilización que replantean las cuestiones a las cuales habían respondido los revolucionarios de la primera mitad del siglo XX, confrontados con las guerras mundiales desencadenadas por las crisis del capitalismo competitivo y por su forma de gobierno, el liberalismo.

El movimiento italiano del inicio del otoño ha mostrado que la fuerza se crea, que la potencia se hace cuando se ataca directamente el «todo dividido», que el enfrentamiento produce una masificación cuando la ofensiva va dirigida contra la forma más general del ejercicio del poder: el genocidio, la guerra civil mundial, la guerra entre Estados. El movimiento se convierte en fuerza política cuando la multiplicidad, elevándose a la altura de la estrategia del enemigo, asume el dos, el dualismo global impuesto por la totalización imposible del poder.

Ni deserción, ni éxodo, ni línea de fuga, sino ruptura global. El éxodo ha sido pensado como una alternativa a las revoluciones y a su confrontación/choque directo con el poder. Rodear, desviar, esquivar, eludir, evitar el poder, como si se tuviera la fuerza de imponer otra vida, otras conductas, otra subjetividad y como si esa fuerza, cuando se ha manifestado, no hubiera sido el resultado de un siglo de revoluciones y luchas y, por tanto, de relaciones de fuerza siempre reversibles (¡y que efectivamente se han invertido!), sino una adquisición, un potencial ontológico. A partir de una dimensión espacial, el éxodo, la sustracción, la deserción, se transforman dando lugar a un ethos, a una «vida otra», a un modelo ético‑político sobre el cual converge el conjunto del pensamiento crítico. Se han opuesto los conflictos de mundos a los conflictos de fuerzas, siempre con la ilusión de escapar al dos de la lucha, pero los mundos sin fuerza se vuelven rápidamente angostos, pobres desde todo punto de vista, hasta apagarse en la dominación/explotación. Incluso admitiendo que la multiplicidad expresada en los movimientos sea un éxodo en acto, la prueba del dos llega siempre. Si no fuera por otra cosa, porque el todo dividido e imperial no tiene en absoluto la intención de perder su hegemonía. También la positividad de un hipotético modelo ético‑político debe medirse con lo negativo, y dos veces más bien que una.

En primer lugar, la fuerza y la potencia de la afirmación no pueden surgir sino gracias a una negación. La historia no avanza según un plan predeterminado, no hay en ella ninguna dirección o sentido inscritos; avanza según los «azar» de los conflictos, según las estrategias de las guerras y de las guerras civiles. Pero también en este caso, es por el «lado negativo» de las cosas que se hace la historia. Muchas ilusiones del pensamiento crítico y de los nuevos movimientos han caído después de 2008.

Como toda afirmación, la del movimiento necesita una doble negación para imponerse: una, preliminar a su acontecimiento, que funciona como condición de su emergencia, y una segunda, a construir, que la consolida y la realiza plenamente atacando la máquina capital‑Estado en su conjunto.

Lo negativo está doblemente subordinado a la afirmación del movimiento contra el genocidio, pero no puede, en ningún caso, ser eliminado: en una primera ocasión la afirmación presupone la negación de la inexistencia a la que el proletariado italiano estaba condenado antes de su levantamiento (condenado a la afasia por la asimetría de las relaciones de explotación, dominación, subordinación al patrón, al varón, al hombre blanco), que ha sido, al mismo tiempo, la negación de la política de guerra, la negación del sionismo genocida. Pero para durar, estructurarse, organizarse, será necesaria una segunda negación, que habrá que inventar y practicar. Del vigor del levantamiento, de su desarrollo en el tiempo y en el espacio, depende su capacidad de negar la totalidad dividida, es decir, el conjunto de dispositivos, de valores y de instituciones de la totalización imposible del capitalismo y de su Estado. Esta segunda negación es distinta de la manifestada por la «insurrección», el tumulto, la revuelta: implica otra temporalidad y una estrategia de larga duración. La lucha por el salario, por el welfare, por los derechos políticos y sociales es necesaria pero no suficiente. La lucha política es un doble movimiento de abajo arriba, pero también al revés: la lucha general contra la totalidad dividida que da fuerza, coherencia y perspectiva a las luchas particulares (al menos así fue durante todo el siglo XIX y XX). La lucha radical contra el poder global vuelve sobre la multiplicidad, sobre lo micro, sobre las luchas específicas para reforzarlas, intensificarlas, hacerlas capaces de construir relaciones de fuerza, otorgándoles al mismo tiempo una profundidad histórica. Esta segunda fase se amplifica si logra conjugar lo bajo y lo alto, la multiplicidad y el dos: esta es la oportunidad política que hay que saber aprovechar.

De la ruptura surge un proceso de constitución de una subjetividad que, antes del acto del rechazo, no existía, creando nuevas posibilidades cuya actualización no es solo una «relación consigo mismo», satisfecha de su propia mutación, de su propia diferenciación y de su propio devenir, sino organización de la fuerza que hay que desplegar en la lucha para destruir la máquina de la dominación y de la explotación, y el eterno retorno de las guerras mundiales y civiles que esta está siempre dispuesta a desencadenar.

Históricamente, esta doble negación de la afirmación en política se ha llamado revolución. No sé qué forma tomará este movimiento italiano, si asumirá la estrategia y la temporalidad de la segunda negación, pero una cosa es cierta: si no quiere refluir, si se niega a volver a caer en las diversas modalidades de la dominación «siervo‑amo», si no quiere volver a ser una simple multiplicidad dispersa y fragmentada, debe afrontar el problema de la relación entre multiplicidad y dualismo, debe preguntarse cómo deshacer el «todo dividido». Y, si se presenta el caso, no debe cerrar los ojos ante la cuestión de la fuerza.

Si la naturaleza de la lucha es radicalmente no determinista, tanto más necesaria es la estrategia. Es el acto de la revuelta el que crea la fuerza, la ruptura la que crea lo posible, la revuelta la que abre el proceso de subjetivación. No existe un proletariado «en sí» (ontología de las fuerzas productivas) que deba convertirse en «para sí» (su actualización), como en la tradición hegeliano‑marxista, que desde este punto de vista es aristotélica.

No sé si el ciclo de las revoluciones ha terminado, si la «revolución ya ha tenido lugar», si ha fracasado a causa de la guerra y de la violencia, si en lugar de la revolución se puede poner un pálido e impotente «devenir revolucionario». Lo que me interesa es encontrar una respuesta a las preguntas que plantean las relaciones de poder (y en particular la guerra). Las revoluciones del siglo XX han dado sus respuestas.

La revolución ha sido una «simplificación» capaz de retornar a los fundamentos; ha practicado un retorno a los principios, para decirlo con Maquiavelo, es decir, ha hecho resurgir la división, el dualismo de clase, propietarios y no propietarios, que funda la sociedad capitalista. Hoy esta simplificación es impuesta y organizada regularmente solo por nuestros enemigos, bajo la forma de guerra civil de baja intensidad o de violencia abierta.

En la revolución, ya no opera el vuelco de las relaciones de «hombres en relaciones entre cosas». Esta nos coloca inmediatamente frente a un enemigo que ya no está protegido por los automatismos económicos (moneda, mercado, etc.). La impersonalidad de las relaciones capitalistas vuelve a ser «personal»: el rey está desnudo. La revolución interviene cuando el poder está en juego y las clases dominantes están dispuestas a acumular montañas de cadáveres con tal de conservarlo.

La revolución ha sido una transformación de la violencia sufrida en fuerza dirigida contra el todo dividido del poder. Se identifica la revolución con la violencia, pero la violencia social (sexismo, racismo, explotación, dominación) es enormemente más vasta que la violencia revolucionaria, cuyo objetivo primario es precisamente circunscribirla y transformarla en fuerza.

La revolución ha sido un enorme proceso de doble subjetivación: subjetivación de las organizaciones políticas revolucionarias y subjetivación del proletariado. La estrategia se ha pensado a partir de su relación y de la confrontación con el enemigo.

El capitalismo se repite en la diferencia, pero la diferenciación no elimina sus principios. Al contrario. La máquina Estado‑Capital ha cambiado, pero los problemas que acabamos de enumerar a título de ejemplo permanecen. Nuevas respuestas a los dualismos de la guerra, de la militarización, del fascismo deben ser buscadas rápidamente, porque la fuerza de destrucción que la máquina Capital‑Estado despliega en las épocas de radicalización de las relaciones de poder entre clases y entre Estados corre el riesgo de transformarse en autodestrucción (que ya golpea a Europa de manera irreversible). Este peligro hoy se multiplica por el hecho de que la soberanía estadounidense (no solo el Estado, sino el conjunto de los centros de poder) ya no tiene la posibilidad de acoplar la acción destructiva a la invención de un nuevo capitalismo. Lo que puede ofrecer al resto del mundo es la perpetuación de un dominio militar‑financiero que no tiene otra legitimación que su propia reproducción.

Paralelamente, en el corazón del Imperio, allí donde residen las instituciones monetarias y financieras de la sociedad de los rentistas, la palabra «socialismo» —proscrita, maldita, demonizada— reaparece: otro síntoma de la intensificación de los conflictos y de su dualismo.

¡Es por esta razón que interrogar la división de clase, la totalización imposible, su descarado, cínico, sádico uso de la violencia que alcanza su cénit en el genocidio, y tratar de dar respuestas proporcionadas al nivel del enfrentamiento, teniendo presentes los grandes éxitos y los grandes fracasos de las revoluciones, es hoy extremadamente urgente!

Fuente: Rivista Machina

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