«El Abuelo, estando en Italia, confunde Buenos Aires con Roma, Mussolini con Perón, y cree todavía estar en Buenos Aires y estar en deuda con el deseo de volver a su patria. Su lengua, por otra parte, híbrida y de frontera entre el español y el italiano, consolida este espacio de tránsito perpetuo entre dos culturas y dos tiempos, sin que se produzca una diferenciación entre ambos, un distanciamiento o una integración. Podría decirse que esta lengua intermedia es el índice del movimiento identitario del sujeto y de la imposibilidad de una definición o, en todo caso, su indefinición que, paradójicamente, lo localiza en esa identidad “otra”. (Cossa, 2009.)
A partir de las escisiones entre lengua y dialectos, la cuestión del nacionalismo patriótico puso de relieve el enraizamiento itálico. Los saltos demográficos fueron masivos, estructurales y espontáneos. En alusión a esto último Massimo D’ Azeglio (1698-1866), sostuvo que “una vez hecha Italia, hay que hacer italianos”. Más tarde Lothar von Metternich (1773-1859) limitó la Cuna del Renacimiento a ´una expresión geográfica´ excedida por dialectos peninsulares que responden a fragmentaciones lingüísticas. La dispersión étnico-lingüística fue inédita dentro de las realidades europeas y contribuyó a la fuerza expansiva de los idiolectos minoritarios -oralidades costumbristas y usos del fonema- sin vocación de comunicabilidad- que excedieron la promesa de la reunificación italiana y -posteriormente- la joven identidad nacional argentina. En medio de una especie de «nosotros genealógico» (mercantilismo cosmopolita), no es casual que, en el punto seis de la Constitución Italiana, se establezca lo siguiente, ‘La República protegerá a las minorías lingüísticas mediante normas específicas’. Tal paradoja hunde sus huellas en la nación más ancestral en acervos europeos (pintura, escultura, arquitectura, artes medievales), aunque atribulada entre Monarquía y República.
