Mauricio Amar / Friné o la desnudez

Estética, Filosofía, Política

Una obviedad: en nuestro tiempo el desnudo (completo o el proceso de desnudarse) se ha convertido en la carta fundamental con que la publicidad construye el deseo. Otra más: la enorme mayoría de estas imágenes tienen como figura principal el cuerpo de mujeres. Una cuestión un poco menos obvia, pero de sentido histórico: esta relación entre desnudo y cuerpo de mujeres que prolifera en televisión, medios electrónicos, revistas y avisos comerciales, está ligada profundamente a la construcción del desnudo femenino como tema en el arte posterior al Renacimiento y que, como bien muestra John Berger, está anclada en una forma de vida burguesa que encontró en la pintura al óleo la mayor capacidad de expresión para un mundo en formación.

Algo menos obvio, el cuerpo femenino, nos sigue indicando Berger, se construye en la pintura como un ser de autocuidado, que está constantemente preocupado de sí mismo para pensar su cuerpo como un objeto. La relación del cuerpo femenino con el exterior es la de un ser que se entrega a la mirada externa. La perspectiva en la pintura hace ingreso precisamente para construir un sujeto privilegiado que observa la obra en su conjunto desde fuera. Ese sujeto es preferentemente un hombre y por tanto, la mirada a la que se objetualiza el cuerpo femenino es mirada masculina. La pintura al óleo surge en un entorno específico, el del capitalismo que hace surgir un flujo enorme de compras y ventas de obras de arte entre los siglos XVI y XIX (a la par y coincidentemente con el mercado de esclavos). Los compradores de obras de arte en esta forma de vida eran preferentemente hombres que mostraban a través de éstas, de las imágenes de mujeres desnudas, estatus y poder.

En muchas de estas obras, se representaban mujeres en una situación de pasividad total, que miraban directamente al espectador, buscando abrir su deseo. Motivo que se puede encontrar, así tal cual, en obras relativamente distantes en el tiempo como la Venus de Urbino (1538), de Tiziano y la Muchacha desnuda sobre piel de pantera (1844), de Félix Trutat. En ambos casos, el rostro de la mujer parece observar con languidez y seducción a unos ojos ubicados fuera de la escena, tapando apenas su sexo.

En la Muchacha desnuda sobre piel de pantera, Trutat introduce un extraño elemento en el cuadro. Un rostro masculino desproporcionado, fantasmal, que ingresa por una ventana lateral al cuerpo de la muchacha, tal vez indicando con mayor fuerza un sentido de posesión y vigilancia, como una advertencia a los que pueden admirar su cuerpo desde una ventana, pero jamás poseerla verdaderamente. La mujer es retratada aquí como un objeto cuyo cuerpo se proyecta hacia el deseo masculino. Su imagen es la que un ser cuyo mundo es el de otro y no uno propio, pero que sin embargo debe permanentemente poner atención sobre el cuidado de su belleza. Precisamente el cuidado que se pone en las cosas que no nos pertenecen. La piel de pantera nos recuerda a Dionisio, que portaba una piel de pantera o leopardo, haciendo que el cuerpo femenino se arraigue en una fuerza de indiferenciación animal-humano, comunicador esencial entre lo divino, lo humano y lo animal. El cuerpo de esta mujer es nada menos que un lugar de vigilancia doble, proveniente tanto del más allá (fantasma) como del más acá del cuadro (espectador), ambos invisibles para ella, de modo que el cuidado que pone en su cuerpo no sólo tiene un dueño, sino un dueño que no puede nunca ver, como ocurre con el dios de la teología monoteísta.

Muchacha desnuda sobre piel de pantera (1844), de Félix Trutat, Museo del Louvre, París.

Podríamos pasar horas y horas observando desnudos teniendo como idea fundamental la relación entre capitalismo, patriarcalismo y perspectiva. Daríamos casi siempre con una fórmula consistente para la interpretación de los elementos fundamentales de la composición de la pintura al óleo. Esto nos serviría para dar no sólo con la repetición del gesto del artista moderno, sino también con sus variaciones, porque es sobre esta base que grandes artistas llevaron a cabo transformaciones interesantes. Pero veamos una de ellas, que parece al mismo tiempo agudizar y conjurar todas las fuerzas presentes en los desnudos. Se trata de la obra Friné ante el areópago (1861) del artista Jean-Léon Gérôme, conocido especialmente por haber pertenecido a la escuela orientalista francesa. Gérôme encargó al padre de la fotografía, Nadar, la imagen de una bella joven que sería modelo para la figura principal de la obra.

Friné ante el areópago (1861), de Jean-Léon Gérôme, Kunsthalle de Hamburgo.

El motivo es interesante. Friné es un personaje histórico del fin del período griego clásico, sobre el que existen variados relatos, todos ellos coincidentes en resaltar su belleza. Habitante inmigrante en Atenas, su nombre Friné es en realidad un antifrástico, es decir, una descripción de sus cualidades de forma inversa, que significa sapo. Fue amante y modelo del artista Praxíteles, para quien posó personificando varias esculturas de la diosa Afrodita. Al parecer la belleza de Friné perturbaba la vida de los atenienses a tal punto que en una ocasión, que es la que nos describe en su obra Gérôme, fue enjuiciada por el cargo de impiedad (la misma falta por la que finalmente se condenó a muerte a Sócrates). Su defensor, Hipérides, no fue convincente frente a los jueces, por lo que debió utilizar un último recurso: mostrar el cuerpo desnudo de la joven. Como sabemos, para los griegos la idea de belleza iba unida a la de lo bueno, de modo que el argumento de Hipérides sería mostrar que la evidencia de su belleza era muestra de su inocencia, luego, tampoco podía privarse al mundo de tal belleza-bondad.

Al desnudarse, Friné impresionó tanto a los jueces del Areópago que fue absuelta de los cargos y su belleza pasó a considerarse un asunto mítico, una verdadera encarnación de la belleza de Afrodita. Gérôme, en la obra, nos la muestra con el cuerpo desnudo y la cara tapada, siendo desnudada por el propio Praxíteles, ante la mirada atónita de los espectadores, por supuesto, todos hombres. El cuerpo de Friné se muestra al mismo tiempo que nos es escondido su rostro, como si la acusada viviera un momento de vergüenza absoluta. La belleza de Friné, entonces, remite sólo a la desnudez del cuerpo. Es con ella que convence a los jueces de su inocencia. El rostro en este caso, es deliberadamente separado de aquello que debe ser juzgado. La mujer no requiere, en última instancia, de un rostro para hacer creer que en ella existe un valor. Éste habita exclusivamente en la forma de su cuerpo, es decir, en aquello que hace difusa la individualidad. La belleza del cuerpo remite a la belleza de las formas, la del rostro, en cambio, es expresión de voluntad. No convence Friné mostrando lo singular que hay en su mirada, en sus gestos, sino sólo con la exposición de aquello que se muestra posible de ser poseído.

El rostro de las mujeres en los desnudos artísticos, en este sentido, opera como una estrategia que nunca hace del rostro otra cosa que un pasaje al verdadero lugar del deseo. El rostro femenino es una puerta que conduce a un lugar en el que el hombre puede perderse en el uso de los placeres, mas nunca un rostro como el del propio hombre, que cierra todo acceso a su cuerpo, en tanto la gestualidad, el ser persona, lo es todo. El hombre se define como un ser universal en la medida en que su rostro lo individualiza y lo lanza a una equivalencia de rostros. La mujer, en cambio, es la materia, la naturaleza sin rostro en la que el espectador, hombre, puede observar, medir, controlar y también perderse.

Habría que ver con cuidado esta supuesta potencia del rostro. Tal vez la Friné de Gérôme podría indicar una interpretación diferente (por supuesto involuntaria por parte del artista). Hoy frente a la idea de transparencia que tanto grita el capitalismo contemporáneo, los rostros han pasado a ser justamente el lugar en el que se deposita una metafísica de la persona. La parametrización de millones de rostros incluidos en bases de datos gigantescos, destinados a los análisis y controles más diversos por parte de la policía y procesados por inteligencia artificial, pueden hacer más que nunca valedero el gesto de Friné, que frente a la imposición de desnudez para mostrar su inocencia, tapa su rostro y se muestra efectivamente en toda su belleza-potencia, la de no tener cara sino cuerpo, de no ser ni individual ni universal (extremos en los que se mueve lo masculino), sino verdaderamente ejemplar, un cuerpo singular entre otros cuerpos.

El gesto fundamental de Friné es el de evadir el rostro para abrirse a la potencia del cuerpo, desarmando con ella el derecho. Frente a un rostro el poder del derecho puede actuar, controlar. El rostro es el lugar de lo humano por excelencia, porque en él se cree ver el alma, pero ésta en realidad fluye y escapa por el resto del cuerpo, como bien lo saben los cínicos modernos. También en el rostro aparecen resistencias, claro está, incluso (y sobre todo) microgestos, que pasan imperceptibles frente al poder. Pero sobre él se vuelca una máquina de control ya sin precedentes. Hoy los jueces buscan sobre todo los rostros. Por doquier se promulgan legislaciones que impiden el uso de capuchas entre los manifestantes de las protestas o prohiben esconder el rostro femenino en un nikab. Asimismo, frente a la pandemia del Covid-19 , los gobiernos han sido dubitativos en promover el uso de mascarillas, enfrentándose a una extrema derecha -a veces curiosamente respaldada en argumentos por pensadores críticos de las tecnologías de control- que sale a las calles a protestar en nombre de una supuesta libertad reflejada en el rostro.

Hoy, como Friné, tal vez sea verdaderamente subversivo no mostrar tanto el rostro como la potencia de los cuerpos, no importa si vestidos o no, de cualquier manera, la desnudez con la que con tanto ahínco se ha pintado el cuerpo femenino no es otra cosa que la vestimenta con la que los hombres forman su propio deseo de conquista sobre la naturaleza. Como en la Friné de Gérôme, la potencia de los cuerpos reside en lo que esconde un cuerpo que se muestra desnudo frente a los jueces. Una potencia absoluta que ninguno de ellos puede ver.

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