Si en el texto anterior, Primera divagación acerca de la máquina: imagen-musgo, nos interrogamos por la imagen primigenia que nos despierta la noción de máquina, ahora elaboraremos esa misma pregunta, empero, en términos invertidos.
En efecto, ya no empezando por lo más cercano, por la imagen, sino terminando por lo más lejano, ¿cuál es la primera noción que nos despierta la imagen de una máquina, sino aquella marcada por la planificación, esto es, por el poder administrativo de diseñar, calcular, pronosticar, producir, reproducir y distribuir porciones de lo real, bajo cuyo marco el mundo ha de reducirse al planisferio de su desmundanización?
La noción de máquina nunca podrá desprenderse del incandescente vapor entre el que dio a luz la máquina moderna. Tampoco podrá dejar lado esa extraña mezcla de ansiedad y optimismo (si no de ya desgastado asombro) que motivó su creación, el cual, en un grado infinitamente menor, hoy solo subsiste en calidad de inercia de sí mismo. La imagen y el concepto de máquina se encuentran íntimamente anudados. La histórica y dilatada complejidad de su inmemorial génesis y ontología histórica se remonta al tiempo en que la consecuencia de la persistencia humana y el azar cósmico quedó específicamente marcada por la separación del dedo pulgar con respecto al resto de los dedos. Pero esta dimensión histórica suele quedar abruptamente encubierta por el hechizo hiperproductivista que la máquina dispensa: la promesa de continuar otorgando lo mismo hasta lo ilimitado. De golpe, la utilidad de la máquina moderna expone, con orgullo inquebrantable, la irrefutable severidad de su imagen y su función; y lo hace despreciando su propia historia. También lo hace reconfigurando la concepción que el propio ser humano posee de sí: ya no podemos pensar(nos) en contraposición de la máquina, sino junto y en comparación a los demonios y deseos que ella pone en acción. Actualmente, pensarse como humano implica asumir el nihilismo y la anarquía ontológica a los cuales la misma humanidad dio curso. Pero aquel curso nihilista y anárquico que trasunta la tecnología fue puesto en tránsito por una humanidad que añoraba, hasta en los confines de la galaxia, encontrarse con el reflejo de su imagen, como si se tratara del encuentro con un extrañamiento premeditado. En su lugar, la humanidad se ha encontrado con el significante vacío de lo “posthumano”: signifique lo que signifique, ello apela a una cosa distinta y, al mismo tiempo, deudora de lo humano. Para asumirnos en nuestro momento maquínico el cuerpo debe, más que sentir, funcionar; y el pensamiento, más que imaginar o asombrarse, definir y hacer. Por eso, aún no podemos entregarnos al éxtasis nihilista y anárquico que la máquina transparenta tanto como se empeña en dominar. Así y todo, hoy tan sólo podemos contar con la irracional corazonada de que llegará el día en que la máquina, al igual que ya lo hizo el ser humano, estallará en enigmáticas esquirlas.
La imagen atempera al concepto.
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En distintos niveles, la técnica, esa escueta traducción del conocimiento a una utilidad práctica ya previamente concebida, se encarga de producir, más que útiles, la misma realidad en que tales útiles se jactan de operar. Así, si desde la Revolución Industrial el proceso maquínico tiende a degradar el asombro en favor de una ansiedad orientada por la obsesión serial e hiper-productiva, el conocimiento, paralelamente, se ve redirigido en virtud de esa misma practicidad: la organización del conocimiento será sometida a una incipiente pero crucial modificación, donde el saber y el reparto de las disciplinas habrá de ser medido a partir de los criterios de su traducción técnica. Por ello, en nuestra época el potencial del conocimiento reside en su creación de realidad: en el poder de dominio sobre la naturaleza, tanto aquella afectiva y pulsional, interior al ser humano, como aquella exterior a él, regida por leyes empíricas y capaz de brindar insumos materiales al ilimitado desarrollo del progreso. De esta forma, la incondicionalidad del asombro filosófico hoy nada tiene que ver con el conocimiento. Todo lo grande emerge a contracorriente.
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Si en algún tiempo pretérito la noción de máquina trajo aparejada la certeza de un futuro prometedor, esto es, la constatación fáctica capaz de comprobar la fe en progreso ilimitado, hoy la imagen de esa máquina ha mutado hasta su hipertrofia. Las máquinas, en pleno antropoceno y ciega crisis tecno-capitalista, han metamorfoseado en inteligencia artificial, encubriendo bajo la autocomplaciente máscara de la ansiedad humana la desesperación del ocaso humano. Quizás sea esta la manera en que la naturaleza se ha terminado por vengar del hombre: tras las potencias físicas y las leyes empíricas que energizan a la máquina, la naturaleza lo hace creer que eternidad y naturaleza coinciden, que felicidad y técnica se oponen a la devastación y autodestrucción. Hoy asistimos a la cada vez más democrática catástrofe de tal promesa. El instinto vital, maquinizado hasta su cosificación mecanicista, constituye la mínima expresión, la menor intensidad de la vida. Al final sólo eso, la simple precariedad de la fuerza y la básica cuantificación y datificación de los fenómenos y comportamientos, es lo único susceptible de ser extraído del polimorfo salvajismo de la vida por parte de la máquina. Pero el incontrarrestable dominio que detenta la máquina -nunca lo olvidemos- también expone la sombra del momento de antítesis que ha motivado su creación. Hablamos de la avaricia de un hipertrofiado instinto de autoconservación de la vida, el cual, ante lo irrecusable de un terror primigenio, mítico y diluvial, no cesa de proyectar la mera precariedad de la supervivencia sobre el colosal escenario del destino.
¿Acaso no es ésa la desnuda bajeza del instinto vital, o sea, la vida en la más mínima intensidad, lo que, en última instancia, empuja a Elon Musk a colonizar el planeta Marte? Que la solución, o mejor dicho el privilegiado escape (en doble sentido, pues su inescapable efectuación se encontrará reservada para un minúsculo grupo de multimillonarios), frente a la catástrofe ecológica esté siendo diseñado en virtud de una aceleración de aquella misma lógica maquinal que ha producido tal catástrofe, sólo puede ser leído como un indicador más del poder totalizador de la máquina. Nada existe fuera de la máquina del tecno-capitalismo porque ningún objeto puede evitar ser depredado por ella. Al parecer, el absoluto conjunto del universo se encontraría a disposición de la máquina de rendimiento.
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El deseo de la máquina coincide con el deseo que despierta el capital: dar lo prometido. La conquista del cosmos promete ser realizada a la medida del conquistador. Así, el imaginario maquínico del escape universal ante el cataclismo ecológico porta consigo una velada fantasía colonial: la del reforzamiento identitario de nuestra subjetividad a partir de la objetivización de su voluntad. Se trata del hombre de hoy que se deleita hasta el paroxismo a la hora de imaginar una soberbia visión del mañana: aquel hombre que, ya habiendo asegurado el asentamiento humano en Marte, contempla la ingeniería humana y la lejanía del sol para admirarse de su propia capacidad de efectuación. Ése es el hombre de hoy: el servil hijo de la máquina, el hombre devenido especie y luego máquina y engranaje instrumental, quien no sólo ha usufructuado del principio de identidad con el fin de homogeneizar, abstraer, dominar, extraer y devastar la naturaleza, sino también quien ha hecho de su propia identidad un principio, el más alto de los principios: proyectar el universo como espejo de su voluntad.
Por cierto, la máquina exacerba el originario deseo de escape del ser humano. Por definición de la misma significación del concepto de funcionalidad, ella siempre da aquello que prometió y no cesa de prometer. Ya no hay afuera de la máquina. En su misma constitución ontológica, ella termina por reafirma, a modo de metonimia ciega y omniabarcante, el efecto de totalización de mundo del cual sigue siendo causa. Por lo mismo, el contexto histórico en que surge la máquina a vapor no pude ser otro que la modernidad: allí donde la estructura racional y a priori del sujeto trascendental funda el mundo, acompañando todas sus representaciones y permitiendo generar la síntesis del entendimiento (como en Kant), la efectuación de la máquina expresa la materialización de tal estructura dentro del decurso de la historia. Hablamos de una suerte de dominio de la naturaleza a partir del dominio del conocimiento: el creciente desarrollo de la producción y distribución de regiones del saber, claras y distintamente designadas, cuan metódico sueño cartesiano, habrá de contar con su analogía en el también creciente desarrollo no sólo de las máquinas modernas, sino de la modernidad como una sola máquina totalizante.
Así, y a riesgo de simplificar el asunto, podemos decir que la modernidad filosófica, desde Bacon y Descartes hasta nuestros días, rompe con el paradigma epistémico-epocal de la Antigüedad y del Medioevo. Por cierto, si en dichas épocas de la Historia de la filosofía la razón anidaba circunscrita a un horizonte paradigmático de corte onto-teo-teleológico, cuyo propósito consistía en la indagación del propósito fundamental del sentido humano (la virtud ética en Sócrates, la realidad idealista en Platón, la praxis como articulación entre conocimiento y vida en Aristóteles, la emanación del Uno-Bien en Plotino, la dependencia ontológica del hombre con respecto a Dios en Agustín, etc.) en los albores de la modernidad, al contrario, el horizonte paradigmático será sustituido radicalmente. En efecto, en ella asistimos al predominio del paradigma mecánico-fenoménico, en el marco del irreconciliable binomio sujeto-objeto. Nos referimos al paso desde, por un lado, la primacía del por qué, en cuanto sentido absoluto de lo real, característico del horizonte onto-teo-teleológico, a, por otro lado, la primacía del cómo, en tanto descripción analítica de lo real ceñida a la mostración de objetos, así como a las relaciones de estos entre sí y a las condiciones de posibilidad subjetivas de tales objetos. Este constituirá el único telón de fondo sobre el cual se ha de desenvolver el debate epistémico entre empirismo y racionalismo, entre sensación y habitualidad de facto y legalidad apriorística de jure: en el tácito consenso epocal en torno a un mismo paradigma, el del análisis de los fenómenos y de su mecánica articulación, ya sea de facto o de jure. De ahí que razón emergerá como liberada, autónoma, necesaria y suficiente para sostener y conocer el cosmos, gracias, precisamente, al conocimiento acerca de sus propios alcances y límites racionalistas, así como a su capacidad para advertir sus causas, usos y costumbres empiristas. De ahí, a su vez, la hipertrofia de la razón: terminar por conocer sólo lo que ella es capaz de conocer. Por cierto, en el seno de tal marco epistémico definitorio de la modernidad, no deja de resultar irónica la fórmula tomista que, como si esbozara un tormento espectral, continúa asediando a dicha modernidad: Todo lo recibido se recibe al modo del recipiente.
Entonces, dentro de dicho marco se ofrecerán comprensibles los métodos prácticos que la modernidad habrá de ejercer en vistas de producir realidad para controlar o minimizar el componente imponderable inherente al mundo, de engendrar dominios teórico-disciplinares con miras a ejercer dominio práctico-material. La razón muta en racionalidad: causalidad, efecto, condiciones, posibilidades, pronóstico, cálculo, regla, input, output, transformación, desterritorialización, reterritorialización, ensamblaje, estructura…voluntad e identidad.
Así, llevando a cabo una inevitable deriva material, el revés solapado del ego cogito habrá de revelarse como ego conquiror, a la manera de dos piezas complementarias e integrales de una única maquinaria de episteme y poder: la de la filosofía moderna del capital. A su vez, también se vuelve comprensible la especificidad del lenguaje que adoptará aquella maquinaria para extender y reproducir sus dominios sobre los ámbitos o regiones del conocimiento organizados en función de su propio eje: el lenguaje modélico de la matematización de los fenómenos, introducido por Galileo, cuyo rasgo central consistirá en la univocidad reductiva y aplicativa de los términos, en base a la abstracción idealista y analítica en el cual dicho lenguaje descansa. En suma, todo ello va de la codificación del mundo a los términos más simples, distinguibles y esenciales posibles: la reducción de la heterogeneidad, proliferación y exploración de la experiencia a su mero uso asegurados y maximizador de lo útil. Por esto, justamente, el conocimiento moderno ya no podrá ostentar una connotación exploratoria, peregrina, extraviada, mística como sí lo hacía la experiencia antigua o medieval a través de las respectivas figuras del héroe trágico o del Homo Viator. En la modernidad, el conocimiento siempre habrá de sopesarse a partir de la máxima de su aplicación técnica, propia del paradigma mecánico-fenoménico. Y es en parte por ello que, todavía, hablamos de conocimiento y no de sabiduría. Es producto del lenguaje de la máquina.
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En este sentido, el pronóstico, el cálculo, la función representan nociones administrativas, todas sometidas al principio de identidad: lo que la máquina da es idéntico a lo que promete, lo que sale de ella es el resultado de la racionalidad con que le hemos programado. Y esto lo hace una y otra y otra vez. Como nos enseñaron Adorno y Horkheimer, el impulso de control humano sobre los caóticos fenómenos de la naturaleza ha marcado (la represión de) la misma naturaleza humana; pero sólo desde la Ilustración -y la consecuente Revolución Industrial- dichos fenómenos naturales se han podido sistematizar, gracias a la universalización abstracta del conocimiento empírico. Y así es que hoy asistimos a nuestra autodestrucción. No de la naturaleza, sino a la nuestra. Porque la naturaleza, pese a la devastación que le hemos propinado, no puede dejar de encontrar su rumbo. Pero tanto la naturaleza interna del ser humano como la externa a él, deseosa de vengarse de aquel mito que le arrebató sus secretos para volverlos contra ella, nos arrastrará a su abismo que es el nuestro.
En Dialéctica de la Ilustración, Horkheimer y Adorno señalan:
El pensamiento se reifica en un proceso automático que se desarrolla por cuenta propia, compitiendo con la máquina que él mismo produce para que finalmente [esta máquina] lo pueda sustituir…Lo que existe de hecho es justificado, el conocimiento se limita a su repetición, el pensamiento se reduce a mera tautología. Cuanto más domina el aparato teórico todo lo que existe, tanto más ciegamente se limita a repetirlo. De este modo, la Ilustración recae en la mitología, de la que nunca supo escapar. Pues la mitología había reproducido en sus figuras la esencia de lo existente: ciclo, destino, domino del mundo, como la verdad, y con ello había renunciado a la esperanza. (Horkheimer y Adorno, 2009, pp.79-80)
El abuso aplicativo del principio de identidad y la abstracta esencialización desprendida de él, redujo el mundo no a sí mismo, sino a la voluntad del sujeto que, algún día remoto y olvidado, se atrevió a depositar la mano y cerrar su puño sobre dicho mundo. Ese día los mares, conocidos e ignotos, adquirieron la silueta de su palma. En suma, la Ilustración, lejos de superar los mitos, traicionó el ideal emancipador que la impulsaba: des-ilustrándose y catalogando a las supersticiones dentro de los anales de la falsedad, creyó en su propia pureza, en el optimismo de una razón confiada en su dominio sobre el mundo, justo antes de caer en el irremediable hechizo de la técnica. Con ello, cedió ante el predominio, finalmente totalitario, a una (in)experiencia de conocimiento y orden de existencia, los cuales, en realidad, nada conocen ni nada pueden llegar a experienciar más allá del circular horizonte donde se posa y reposa su propia mirada. Y la ilusión de la máquina terminó por absorber la circularidad de tal horizonte, tensándola y decodificándola bajo el abstracto y predecible signo de una infinita linealidad progresiva.
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Pero no perdamos toda esperanza. Pues, existe algo generado por la máquina capaz de resistir a la operativa de ésta, a lo que, mecánicamente, la máquina promete y da. Se trata de los más lejano de la máquina: la resistencia del mismo pensamiento que alguna vez la creo a partir de una imagen, de un casi imperceptible sentimiento de porvenir, fruto de la naturaleza de la imaginación. Esa tenue pulsión de pensamiento imaginal, sin el cual la máquina nunca habría existido, hoy parece haber sido aniquilado por obra de la máquina misma. Pero bien intuimos que este fatalismo sólo corresponde a un parecer. Porque donde todo afuera ha sido consumido, la comprensión de la naturaleza histórica y proyectiva de la máquina simboliza el corazón cuya misma unidad, identidad y utilidad le ha obligado a negar: una dimensión temporal donde la vida, aún no reducida a la mínima intensidad de su mera y abstracta energía maquínica, no se cansa de regalarnos la esperanza de su nostalgia. Cuando dicha amalgama de nostalgia y esperanza es percibida dentro de la máquina, somos tocados por el sutil relámpago de la desprogramación. Eso es, en definitiva, el arte: nuestra conmoción frente a un artefacto de Duchamp, alrededor del cual suspendemos la depredadora lógica del capital sin ni siquiera tocarla, sin ni siquiera salir de su maquinaria ni buscar sabotear aquella. Incluso desde dentro de la máquina, siendo torturados por la asfixiante presión de sus engranajes, el arrebato de la imaginación nos permite volver a palpitar en la tonalidad de un asombro liberado de la función, de la utilidad y la reproducción de la producción. Allí la figura de la máquina queda transfigurada, depuesta momentáneamente, interrumpida desde el parpadeo de sus entrañas, a pesar de que no deje de operar: la máquina sufre una leve alteración. Dicha alteración es la nostalgia de la máquina y, a la vez, la esperanza en un porvenir. Así, en el mismo campo de la opresión, acontece, de golpe, la fragancia de la máxima intensidad de la vida, aquella que no cesa de emanar ni devenir; intensidad, sin coordenadas, pronóstico ni mesura, de lo imaginal, el lugar indescrifrable y fugaz en torno al cual la resistencia vital se hermana con la felicidad de los vivientes. Entonces, irrumpiendo desde las entrañas de su acero inoxidable, nos convertimos en el musgo de su óxido, en la proliferación de vida que siempre ha atormentado a la máquina. Porque, aunque los movimientos de aceleración y expansión mecánicos hoy solo saben irrigar y combinar energía más energía, también ellos sospechan que tuvieron un pasado. Y, más allá de la irrefutabilidad de su invasiva, colonial y devastadora presencia, la máquina también tendrá un porvenir: su implosión será nuestro porvenir.
Por negatividad, la violencia invasiva que porta tanto la noción como la imagen de la máquina -el ir y venir entre una y la otra- apunta, más que a aquella violencia, a su contrario: a pensar la máquina desde el imposible lugar de su afuera. ¿Cómo hacerlo? No lo sabemos. Pero pensar esa necesaria porción de historia y de caudal imaginativo que algún día animaron las manos de quienes lograron engendrarla, es un modo de sentir la lejana aproximación con que se reabre una originaria esperanza. Antes que ser un dato más derivado de un árbol de probabilidades, la esperanza resopla el porvenir de un quizás: es el reverdecer de un oxidado musgo que se ha (in)filtrado más allá de cualquier orden.
Referencias:
Horkheimer M. y Adorno Th. (2009): Dialéctica de la Ilustración. Editorial Trotta, Madrid: España [Traducción: Juna José Sánchez].
Imagen principal: Ryota Nishioka 西岡良太, TIME MACHINES, 2020


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