Dionisio Espejo / El discurso del poder, el poder del discurso

Estética, Filosofía, Política

1. Acercándonos a la verdad y la lógica de los signos desde la perspectiva del poder

El problema al que apunta la reflexión foucaultiana, a propósito de Magritte en el ensayo escrito en 1973 Ceci n’est pas une pipe, es el problema del lenguaje, en particular la relación entre imagen, palabra y realidad. Al final la cuestión de la que se trata es la de qué es o no verdad, lo mismo que hemos visto que Derrida se plantearía después acerca de la verdad en pintura. De alguna manera, en este ensayo, se recuperan las preocupaciones que se plantearon en Las palabras y las cosas pero ahora desde un tratamiento no de lo que Foucault llamó la “era de la representación” (lo que en aquella investigación denomina como la época clásica) sino desde un momento histórico que para Foucault habría sucedido al de la representación, y es la edad de la autonomía de los signos. La imagen, la cosa representada, no es el objeto al que haría referencia la imagen representada, pues cosa e imagen mental no son simétricas; esto es: la pipa pintada no es una pipa, una pintura no es lo mismo que la cosa pintada, una pipa pintada es solo una pipa pintada. Y así sucede con lo que parece la idea de pipa, tal y como aparece en otra versión de la obra (En esta se ve pintada la pipa en un lienzo puesto sobre un caballete pero suspendida sobre esta imagen se ve ahora otra pipa, algo así como la idea de la pipa pintada abajo) que tampoco es una pipa.

De este modo llegamos rápidamente a un saber con el que Foucault nos quiere emparentar, el del sofista desterrado por la filosofía platónica. Nuestro mundo no es el mundo de las cosas sino el de los signos, y eso es lo primero que nos dice el cuadro de Magritte: esa pipa pintada no es una pipa para fumar. Era obvio, pero esa obviedad se olvida con frecuencia cuando convertimos las imágenes en verdaderas representaciones, y luego en reflejos de la cosa, y después en la cosa misma. Comúnmente atribuimos verdad a una representación, y al hacer eso es cuando la confundimos con la presencia real, y de esta manera, voluntaria o involuntariamente, traicionamos a la realidad fáctica, sacrificándola, incluso llegamos a llamarla “realidad virtual”. Por eso nos recuerda Foucault que no debemos confundir el significante (palabra pipa) con el significado (idea de pipa) y con el referente (la cosa pipa). Solo salvaremos los hechos y con ellos nuestra capacidad de decir verdad sobre ellos si no confundimos esas esferas. Aquí Foucault se muestra completamente fiel al retórico Nietzsche.

La mentira de la política, para ser eficaz, esconde esta sapiencia retórica, hace de su fake no una representación sino un acontecimiento histórico, por eso podemos leer: “El calentamiento global es un fenómeno natural ajeno a la intervención humana”, “La vacuna contra la COVID-19 introduce en el cuerpo un chip”, “los inmigrantes africanos nos están invadiendo”, o “los jamaicanos comen gatos”. La consigna se convierte en una descripción de un conjunto de hechos que, usando la fórmula del enemigo marxista, está oculta por un conjunto de estrategias mediáticas. Ese es el hecho capital: el ocultamiento, sin ese ocultamiento de la voluntad y las estrategias el discurso no se convertiría en creencia. El receptor asume lo dicho como parte de su propia verdad, como esencia de su identidad y no como una mera construcción discursiva, en eso consiste su engaño, su incapacidad de percibir la realidad. Es evidente que bajo esos mapas no podemos percibir lo que acontece y es ahí donde surge la explicación: no podemos saber la verdad, se nos resiste tenazmente los hechos porque hay una conjura, son muchos los encargados de mentirnos. Los primeros son los medios de comunicación, despues están los focos tradicionales, las instituciones del saber. Es curioso porque los diversos integrismos religiosos emplean los discursos ilustrados por los que sus doctrinas fueron silenciadas pero atacando las formas de saber ilustradas o científicas.

El ingrediente principal es ese: confusión entre el mensaje y los hechos, y una explicación de por qué no nos enteramos de esos hechos. Para los que están atrapados en esta extraña idea de la conjura no parece que haya nada que hacer, cualquier contraargumento de sus posiciones es solo una expresión más de esa gran manipulación de la izquierda internacional que habría impuesto a nivel nacional e internacional esta perversa manipulación.(científica). El único mecanismo para comprender este sencillo mecanismo, y la razón de por qué una pipa pintada es una pipa, y un discurso contra su discurso es una manipulación, es el argumento empleado por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, el de la “falsa proyección” (volveremos a ello más adelante). Allí, en el capítulo Elementos del Antisemitismo, los frankfurtianos explican este mecanismo que es el centro del pensamiento nazi: ellos achacaban a los judíos precisamente lo ellos mismos estaban haciendo. Nuestra tarea identifica un nuevo fetiche, es el discurso. El discurso es fetichizado cuando no somos capaces de descubrir el laboratorio donde se produce, cuando lo confundimos con la realidad, cuando queremos fumar con la pipa pintada.

Por lo tanto, lo primero es descubrir lo más obvio, que un discurso es un discurso, que puede ser la expresión de un juicio, un intento humano de acercarse a las cosas, pero que las palabras no son las cosas, aunque vivimos cotidianamente sobre esa convicción y creemos que nuestra mente es un espejo donde se refleja el mundo. Si esa disposición crítica se desarrolla ya no es posible la “falsa proyección”. A propósito de la pintura de Magritte, Foucault piensa la disyunción entre el texto y la imagen que permite que salte en pedazos la convención que conecta naturalmente las palabras-imágenes y las cosas. Por eso, en este caligráma imposible de Magritte, el texto (Ceci n’est pas une pipe) y la imagen (el dibujo de la pipa) se enfrentan, como dos elementos de la esfera representativa ajena al fenómeno. Sin esa tensión perdemos la experiencia, si se desactiva la oposición dialéctica surge el fetiche. Allí mismo, en la tensión, es donde emerge la conciencia de la cosa como algo que no es reductible a una palabra o a una imagen. Pero también surge la conciencia del poder de las palabras, la conciencia retórica o sofística, ocultada por la tradición metafísica (Nietzsche diría platónica) que es la que ha fundado la confusión entre esferas dispares, de la que parece que no nos podemos librar. El borrado de la retórica es el comienzo del fetichismo metafísico.

Contra la tradición representativa, fundada por Platón, en Magritte se pondría en evidencia el surgimiento de un nuevo paradigma donde el arte no imita lo real (mímesis), no representa las cosas sino las relaciones entre signos, y por eso esta pintura no es solo un juego visual, sino una crítica al pensamiento representativo y a la verdad como representación. La mente no es un espejo. Y debemos prestar atención a este hecho, es importante, sobre todo cuando pensemos en recurrir a la mímesis como una de las más importantes creaciones humanas, una violencia contra las ficciones mentales y las falsas representaciones.

Poco después, ahora mismo, el mundo de las pantallas es el único espacio de realidad para millones de ciber-sujetos. La autonomía del signo que anunciaba Foucault hoy ya es convencional; como para Schopenhauer, también para nosotros se abre un abismo entre nuestras representaciones y el mundo real. Y al mismo tiempo que se abre la brecha que refuerza la convicción de que solo es real la imagen mental y la imagen-pantalla, que poco a poco van coincidiendo. Identifiquemos el verdadero problema de la construcción del fake. No tiene nada que ver con una experiencia subjetiva, el cibermundo en el que nos recreamos como individuos, es tanto una forma del principio de realidad como del principio del placer. Cien años después de Freud se ha disuelto aquella oposición en tanto que se refuerza el fetiche de la mercancía. Todo se ha unido virtualmente, el mundo de la producción y el mundo del deseo, objeto y sujeto fusionados por el capital. Baumann recuerda que esa fusión es la que nos permite pasar del “capitalismo de la producción”, donde se somete al deseo, mientras se capitaliza la mercancía producida, frente al “capitalismo del consumo” donde se identifica deseo y capital. Se trata del ultimo asalto contra la realidad externa al yo, ya no queda ni como producto, ni como industria, ni como infraestructura, las nuevas fuentes de capital, y por tanto de verdad, son esas que son capaces de gestionar los deseos de los consumidores, por eso los mayores multimillonarios hoy son los propietarios de las redes sociales.

Los descapitalizados no existen, o serán triturados por la nueva maquinaria de la historia que es el poder sin límites del 1% más rico del planeta (Stiglitz). La autonomía del signo, cuando no es desde la perspectiva artística, nos lleva de nuevo al pensamiento totalitario. Fuera del arte la imagen-pantalla convierte en realidad cualquier delirio que pueda uno imaginarse, y si este delirio es gestionado, en lo político, por la lógica amigo-enemigo, entonces las ocurrencias más arbitrarias serán tomadas por ciertas si dañan al adversario. El que no es capaz de consumir está fuera del mundo, no existe.

2. La desconexión con el mundo: signos, cuerpos y verdad

La autonomía de los signos, de las palabras o de las imágenes, que cuestiona la representación que fundó nuestra civilización, nos muestra hasta qué punto estamos desconectándonos de la vida, virtualizándola. Los signos no dependen de una referencia al mundo exterior para tener sentido, las cosas, hasta los cuerpos son indiferentes al intercambio de los signos. Signos y cuerpos son universos paralelos, y la distancia que los separa es el abismo en el que cae toda pretensión de verdad. En el caso de la pintura de Magritte, lo que vemos es un juego de significantes sin garantía externa de verdad. Como nos enseñó la retórica clásica, el mundo de los signos, el de las lenguas de todo rango, no representa al mundo sino que lo construye, y desde esa perspectiva constructivista (Pujante, 2024) es desde donde debemos concebir la verdad. Ahí, precisamente es donde de nuevo comparece nuestra voluntad de mímesis que es la nos acerca compulsivamente a la naturaleza, a su gestación infinita, a la realidad de los que quieren salvar los fenómenos a toda costa.

Aunque se ha atribuido al sofista la invención del mundo contra el desplegarse mismo del devenir, debemos recordar que el hecho fundamental desde el que surge la voluntad retórica es el hecho creativo como fundamento del humano y el hecho sociable. Si consideramos la realidad no como una sustancia sino como un perpetuo devenir los hechos se transforman en relaciones y en procesos. Esta es la consideración fundamental que precisamos para comprender cómo se conectan las metáforas que creamos con las cosas que se suceden. Una pipa no es un hecho, la verdad no es la correspondencia o adecuación entre una imagen y una cosa. El hecho es el tiempo en el que mutan las cosas. La verdad surge de ese proceso creativo, por el que comenzamos a relacionarnos con las cosas, con la conciencia de que nuestras representaciones son solo mapas con los que nos podemos comunicar con los otros. Nos acercamos con nuestro cuerpo a las cosas y las traducimos a nuestro lenguaje después de percibirlas sensualmente. Esta exigencia nos devuelve no solo la relación con el mundo de las cosas sino que nos vuelve a conectar con nuestro cuerpo.

Esa conexión misteriosa entre los signos y los cuerpos es lo que debemos llamar verdad, o al menos la verdad que ansiamos. Y para encontrarnos ese horizonte hemos de apagar la pantalla, debemos atrevernos a acceder a las trincheras del silencio mediático. Necesitamos una nueva fenomenología adaptada a la cibercognición que nos envuelve, una fenomenología que ponga en cuarentena los mapas que dirigen nuestro mundo simbólico, que los reduzcan a niveles del suelo en los que florece la hierba bajo nuestros pies, del aire en el que se transmiten nuestras vibraciones sonoras, de la luz que nos salva de la ceguera. No es difícil, por mucha autonomía de lo virtual a la que nos estamos acostumbrando, nunca podremos olvidar que tenemos cuerpo, tan frágil y tan consistente como el de los que nos acompañan, los que vemos pasar, los que se detienen para intercambiar sus abrazos o sus palabras. Solo debemos aprender a no negar nuestro cuerpo, y el de los otros, transformándolo cosméticamente en mercancía, tatuándolo, estereotipándolo, musculándolo… para el mercado de los cuerpos sometidos.

3. La verdad como producción: Foucault y la genealogía del saber

Tampoco para Michel Foucault la verdad es una entidad objetiva, universal o eterna, sino que es un producto histórico, ligado a relaciones de poder y a prácticas discursivas. Es decir, la verdad no está ahí, como para Heidegger o Arendt, no se descubre, se construye dentro de estructuras sociales, institucionales y discursivas específicas. Y debe ser así porque si lo real deviene, su nombre también debe estar en movimiento, y ese movimiento de lo uno, lo que es, y de lo otro, su nombre no solo es verdad, es vida. Por eso podemos considerar, como hacían los sofistas griegos, que cada sociedad y cada momento histórico crea sus propios consensos. Dicho según Foucault: cada sociedad produce su régimen de verdad y estos regímenes son tan variables como las diferentes relaciones de poder que podemos tomar en consideración. Esta idea la encontramos en la “Entrevista con André Berten”, 1977, titulada Hacer el mal, decir la verdad: sobre las funciones de la confesión en la Justicia. Pero podemos rastrear fácilmente en Foucault esta visión de la verdad ligada a las relaciones de poder y producida en el seno de éstas, generando efectos normativos y reglamentarios.

Revisar las primeras páginas del Orden del discurso (1970) es ilustrativo de esa concepción sobre las condiciones del discurso y sus regímenes de verdad. Allí es donde Foucault analiza la oposición entre verdadero y falso como un sistema de exclusión dentro de la producción de discursos, anticipando la idea de que la verdad está regulada por sistemas históricos y sociales. Volverá a aparecer este concepto en otras ocasiones, en La función política del intelectual (“La fonction politique de l’intellectuel”, 1976), donde define que “cada sociedad tiene su propio régimen de verdad, su propia ‘política general’ de la verdad” y describe los mecanismos, discursos y procedimientos que determinan qué se considera verdadero en una sociedad (Lorenzini, 2010). También desarrolla Foucault este concepto en los Cursos en el Collège de France, especialmente en Du gouvernement des vivants (curso 1979-1980), donde Foucault profundiza en la noción de “régimen de verdad” como expresión de los tipos de relación que ligan las manifestaciones de la verdad con sus procedencias y con los sujetos que las producen, testimonian o son objeto de ellas (Caniglia, 2010). Además, el concepto es central en cursos como Hay que defender la sociedad (1976), Seguridad, territorio, población (1977-78) y Nacimiento de la biopolítica (1978-79), donde Foucault examina cómo los regímenes de verdad se articulan con las prácticas de gobierno y las tecnologías del poder.

La concepción nietzscheana de “voluntad de poder” se transforma en Foucault en “voluntad de saber”, de un saber que el poder define en función de una serie de condiciones de producción o distribución de ese saber, acerca de quien tiene derecho a decir, en qué circunstancias, qué instituciones y qué discursos son legítimos en la producción discursiva de la verdad. La relación entre el saber y el poder, el descubrimiento de una voluntad que genealógicamente la precede, nos descubre que el poder no reprime el saber sino que lo produce: “No hay relación de poder sin la constitución correlativa de un campo de saber.” (Vigilar y castigar, 1975).

Por eso en Foucault la verdad es sustancia sino proceso, la verdad se construye y está arraigada en un conjunto de prácticas discursivas e institucionales, y entonces, no hay que preguntarse qué es, sino cómo la verdad ha llegado a ser lo que es. Cuando una voluntad de poder se impone sobre otras solo lo hace gracias a ese mecanismo por el que una determinada voluntad de saber, un sistema representativo, logra articular y unificar un conjunto de imágenes-pantalla, falsas o no, que se confunden con lo real. La uniformidad de las cosas y sus representaciones que espera el desorientado individuo le es facilitada por un conjunto de medios.

El poder se impone como un regalo, es algo así como una construcción que dota de sentido determinados sentimientos que han sido previamente creados por los mismos que ahora le proporcionan las explicaciones. Por ejemplo: un mes multiplicando los mensajes de ocupaciones ilegales de casas sirven para la instalación de alarmas y sistemas de seguridad y para el discurso político contra determinadas leyes sobre la vivienda y para facilitar el desalojo legal de ellas. El laberinto de los signos da poder al que los sabe manejar con habilidad y para eso no es conveniente diferenciar entre verdad y mentira, ni ser capaz de percibir los acontecimientos sino solo los razonamientos. Para el sometimiento al poder es previa la aceptación de cierto saber, si no asumimos el conjunto de programas que ocultan la verdad, es decir los hechos, nunca seremos siervos de nadie. Nuestra libertad es el fruto de nuestra capacidad de conocer la naturaleza y la historia, los acontecimientos.

En sus últimos trabajos en el Collège de France, Foucault retoma el concepto griego de parresía, que no es un simple decir verdad, sino arriesgarse a decir la verdad con valentía, y es aquí donde la verdad se entiende en su marco ético y llega a convertirse en un asunto político. De nuevo regresamos a una concepción externalista de la verdad que la vincula no tanto a una voluntad individual, interesada, sino a una voluntad desprovista de intereses, incluso en colisión con los intereses. Esa es la valentía y el riesgo que asume el que dice verdad, el que se ensucia en el fango de la historia, y ese es el marco ético y político de la verdad. De nuevo una consideración cercana a Arendt, especialmente si recordamos que la facticidad a la que apela Arendt es también el devenir siempre fluyente de la vida.

4. Para una deconstrucción de la relación entre la verdad y el poder en tiempos convulsos

Lo que en realidad nos interesa es comprender la crisis de la verdad en las democracias actuales, y por eso es preciso comprender los diversos análisis propuestos. Aunque Heidegger no desarrolla explícitamente las implicaciones políticas de su noción, su enfoque permite comprender cómo lo que aparece como «real» está condicionado por marcos históricos de apertura y cierre. Foucault retoma de Heidegger la idea de que la verdad no es estática ni neutral, sino un acontecimiento espacio- temporalmente constituido, aunque Foucault sustituye como eje de análisis el “ser”, al que remite y del que procede la verdad, por las relaciones de poder (Foucault, 2002).

Jacques Derrida radicaliza la crítica a la metafísica occidental al sostener que la verdad nunca está plenamente presente, no es una presencia, sino que siempre se encuentra diferida y mediada por el lenguaje. Para Derrida, “no hay nada fuera del texto” y toda verdad está atravesada por exclusiones, silencios y construcciones históricas (Derrida, 1976) siempre discursivas. No es nuevo, los antiguos emplearon la palabra Logos, que traduciríamos por discurso, para denominar algo que era humano (facultad racional) pero también para algo que era cósmico (orden físico), y así surgió la relación entre el macro y el microcosmos. Esa posición derridiana es peligrosa si no se interpreta ajustadamente, es decir si se la toma como un diagnóstico del “ser” mismo y no como una praxis circunstancial, como un orden discursivo que constituye nuestra época.

Considerar un acontecimiento discursivo nuestro mundo, y derivar de ello la verdad, activa una evaluación permanente de nuestra inmersión en el mundo social y natural. Nuestra presencia en los circuitos de comunicación, en relaciones presenciales y medios virtuales, nuestro acontecer, es discursivo. Eso no significa que esa discursividad no produzca acontecimientos históricos y movimientos físicos, y que nuestra discursividad no sea el motor de un plan de reforestación o de una masiva contaminación de un acuífero. Creíamos que nuestros mapas del mundo eran fieles a la geografía física y, sin embargo, descubrimos que es más bien al contrario, que esos mapas están constantemente creando el mundo, moldeándolo, hollándolo… Dado que el mundo se convierte en una construcción, su verdad será la manera en la que la voluntad logra el objetivo que se ha propuesto sobre la realidad. No existe una verdad última o estable fuera de un marco discursivo, una verdad autónoma, sustantiva; todo acceso a la verdad está mediado por el lenguaje y sus juegos de significación. Todo juicio es juicio de algo. Derrida comparte con Foucault la desconfianza hacia la verdad como fundamento absoluto, pero mientras Foucault analiza instituciones y prácticas, Derrida se centra en la estructura del lenguaje y la deconstrucción de oposiciones binarias. En lo político, Derrida sugiere que toda afirmación de verdad implica jerarquías y exclusiones, y propone la deconstrucción como una ética de apertura a lo otro, recordando a Heidegger, y a lo marginal (Derrida, 1998).

Derrida, polemizando con Heidegger, adopta esta crítica a la tradición metafísica de la verdad, pero la radicaliza a través del concepto de différance. Para Derrida, la verdad nunca se presenta de forma plena o definitiva: está siempre diferida, mediada por diferencias lingüísticas, juegos de significantes y estructuras de poder. Incluso el desocultamiento heideggeriano, argumenta Derrida, implica operaciones de exclusión, silencios y huellas que impiden una presencia total. No obstante, no parece discutible, ni para Foucault ni para Derrida que la forma de juicio que llamamos verdad sea emitida por una instancia de poder, que el juzgar mismo es verdad, o, dicho en sentido derridiano, implica una serie de instancias lingüísticas que constituyen formas verticales del poder en tanto que quién juzga se remite a un juicio superior en rango al suyo propio.

Para Michel Foucault, la verdad no existe fuera de las relaciones de poder. Cada época y sociedad produce su propio “régimen de verdad”, es decir, un conjunto de procedimientos, discursos e instituciones que determinan qué es aceptado como verdadero y quién puede enunciarlo (Foucault, 1992). Como señala Foucault, “la verdad no está fuera del poder ni se da sin poder… la verdad es de este mundo: está producida por múltiples constricciones, y produce efectos reglamentarios de poder” (Foucault, 1992, p. 132). La verdad es inseparable de las relaciones de poder que la producen, mantienen y circulan. Así, el conocimiento no es neutral, sino que está imbricado en prácticas discursivas (medicina, derecho, psiquiatría, etc.) que generan efectos de verdad y construyen determinadas subjetividades (Foucault, 2002). Y aunque siempre fue así, esta condición del discurso revela todo su poder en la era de las redes donde no hay más sujeto que el individuo que desea.

El poder en algunas ocasiones es político. Hannah Arendt introduce una distinción clave entre la verdad fáctica y la opinión. Para ella, la política no son programas sino acontecimientos, requiere un mundo común de hechos compartidos, por eso la “verdad fáctica” es condición de posibilidad para la deliberación democrática (Arendt, 2006). La crisis moderna, marcada por la mentira sistemática y la manipulación de los hechos, amenaza la vida pública y crea realidades paralelas según intereses que van contra los intereses de la comunidad. Lo que Derrida o Foucault han intentado explicar es cómo funciona ese complejo mecanismo donde se cruzan los juicios, las opiniones, y se enmascaran los acontecimientos o se fabrican discursivamente. Eso mismo que vivimos cotidianamente pero que en política es un desafío para la salud democrática. Aunque en su ultima fase se presentan los acontecimientos, diferentes formas de explotación, como una forma de realidad que no está conectada con el nuevo sujeto consumista, o al menos, esa información, solo está conectada como una mercancía más.

Aunque Arendt reconoce la fragilidad de la verdad, insiste en la necesidad de defenderla frente a su instrumentalización política: “las mentiras políticas son tan antiguas como la propia política, pero la manipulación masiva de los hechos es un fenómeno moderno” (Arendt, 2006, p. 271). A diferencia de Foucault y Derrida, Arendt no renuncia a la noción de verdad, no la disuelve dentro del ejercicio del poder, sino que la reivindica como base moral y política indispensable, y la pone como condición del poder. Para ella, la destrucción de los hechos, de su posible verdad, erosiona la realidad compartida y abre la puerta al totalitarismo. Esa moralidad es la que podría convertirse en instancia racional en tensión con el deseo que se presenta como soberano. Debemos encontrar instancias que equilibren el pozo sin fondo de la moderna subjetividad fetichizada.

Quizá la de Arendt es una de las advertencias más alarmantes para el siglo XXI donde lo virtual está acabando con los hechos. Se trata de un fenómeno, el de la virtualización, que ha transformado la economía, el viejo capitalismo de producción no es hoy la fuente de la riqueza sino que esta es producida por una forma de consumo dirigido por los estímulos primero rastreados en red y luego selectivamente enviados al comprador o votante. El objeto producido, y su mercado, no son el centro de la riqueza sino que lo es su representación y la capacidad de suscitar deseo en una masa de compradores. Ni los hechos ni las mercancías fundan hoy el orden objetivo sobre el que se construye la historia. Los hechos y las mercancías se virtualizan en un proceso sin aparente control, pero fuertemente dirigido.

Desde esta perspectiva el nuevo totalitarismo populista es tan global como el nuevo capitalismo. Todo este orden se va creando muy lentamente, y antes de convertirse en formas visibles del poder político se manifiesta como la manifestación de las múltiples voluntades de poder, y previo a esa red se construye algo así como una serie de complejas mutaciones del sistema perceptivo de cada individuo. El déficit de atención, la incapacidad para concentrarse, la comunicación en red, el hábito de procesar cognitivamente a través del scroll infinito, y tantas otras pequeñas adquisiciones de nuestra mente, no son sino nuevas formas de construcción de una individualidad apta para el nuevo orden. La frustración y la violencia se convierten en la respuesta emocional del sujeto atrapado en la red.

Los hechos disueltos, virtualizados fundan nuevos totalitarismos. No podemos confundir las formas de compromiso, presión, incluso sometimiento a reglas, leyes y principios en un orden democrático, cuestionados por Foucault a través de lo que denominó Biopolítica, con la dominación totalitaria. Cuando Arendt diferencia entre dominación y poder político quiere diferenciar las formas de presión ejercidas por las diversas instancias del poder y sobre todo para diferenciar entre el control de la ley en un estado democrático y la criminalidad de las leyes que fundan el Estado totalitario. El individuo, aunque el poder pretenda colonizar hasta su deseo, puede libremente resistirse, y en el caso de colaborar con la maquinaria del Estado nunca se le pide que colabore con una maquinaria sanguinaria. En los casos en los que participa en guerras o represiones policiales es por su voluntad, y antes o después los abusos son denunciados. El caso de los soldados americanos fotografiando las torturas a los presos iraquíes en Abu Ghraib es sintomático. Zimbardo ha usado el mismo esquema hermenéutico de Arendt para comprender el fenómeno del abuso del poder en contextos carcelarios.

No podemos tampoco confiar en que una moral o una cultura determinada nos ponga a salvo de los principios que impone un nuevo orden totalitario, especialmente cuando estos apelan a la obediencia como cualquier forma de religión. Arendt recuerda que los que son más obedientes respecto a determinadas normas morales no tuvieron un gran problema en cambiar de principios, solo los escépticos y en mayor medida los que no quisieron comprometer su persona, no sus reglas, y por eso ejercieron su facultad de pensar, son los que resistieron al nuevo orden nazi. Aquellos que están acostumbrados a aplicar modelos, sin pensar o cuestionar nada, para comprender lo que sucede, no tienen un gran problema en adoptar esos modelos sociales que se imponen. Sin embargo, se ven incapaces de afrontar la realidad sin ningún modelo, no perciben sin mapa, para ellos no hay hechos sin regla. Para ellos la verdad no surge de un pensar el acontecimiento sino de la aplicación de unos principios. Los hechos, lo que llamamos realidad o acontecimiento es mero engaño si la regla no se puede aplicar a ellos.

Por lo que respecta a la relación entre verdad y poder, central en Foucault, también en Derrida, el lenguaje, hoy fuertemente mutado, que produce verdad está cargado de estructuras de dominación. Precisamente algo que encontramos explicado por Arendt: la verdad factual tiene un carácter coercitivo que limita la deliberación y la libre interpretación, pero su destrucción amenaza la democracia (Arendt, 2006; Foucault, 1992; Derrida, 1976). Mientras que si lo que buscamos es una respuesta a la crisis de sentido: Arendt alerta sobre la “defactualización” que erosiona la distinción entre realidad y ficción, facilitando regímenes autoritarios. Derrida propone la deconstrucción para desestabilizar las oposiciones binarias y abrir espacio a voces marginadas, y posiblemente para activar el pensamiento. Foucault, Heidegger y Derrida coinciden en desestabilizar la idea tradicional de la verdad como correspondencia objetiva, desplazando el centro del problema hacia otro lugar y en eso divergen en sus enfoques: Heidegger se centra en el ser, Derrida en el lenguaje, Foucault en el poder. Arendt, por su parte, reconoce la fragilidad de la verdad, es consciente de que depende de esas otras instancias, ser, lenguaje y poder, pero la defiende como base indispensable para la vida política.

La reivindicación de la ética como una forma de activar la capacidad de pensar se convierte en la base para cualquier forma de pensamiento político. Desde la ética, como instancia racional pero también como anhelo de comunicación, se puede equilibrar el abstracto totalitarismo del deseo del individuo. Se trata de activar la capacidad de establecer límites al deseo, una verdadera revolución para el capitalismo de consumo que quiere sujetos deseantes sin contención. Arendt en muchas ocasiones se ha sentido muy cerca de Aristóteles, y quizá en esta forma de concebir al individuo como sujeto racional y político estemos también recordando al estagirita, pero desde la autonomía del individuo kantiano. Sin embargo, en ambas posiciones, al someter al deseo, la racionalidad y la abstracción seca la vida. Y así la verdad se convierte en una “cosa” sin cuerpo, pero cosa.

Así que, al final, reconocemos, como nos señalan los filósofos del siglo XX desde varios frentes, que la verdad define el ser pero no como una abstracción; también que la verdad es discursiva pero no un simple ejercicio de expresión de un sujeto sino que es el sentido de la vida pública y política, es decir como nexo comunicativo, y finalmente que no es solo una forma del poder entre otros, sino la garantía de un poder legítimo y justo. Así, mientras Derrida desestabiliza cualquier noción fija de verdad y Foucault muestra su regulación institucional, Arendt busca preservar la verdad factual como fundamento de la acción política, basada en el juicio. Estas tensiones permiten comprender cómo la verdad no solo ha sido politizada, la verdad es política, sino que ha sido instrumentalizada en las democracias contemporáneas, y por qué su defensa sigue siendo una cuestión central para la ética y la política, para la vida en común.

5. La verdad como conflicto y el horizonte político de la posverdad. Seudologías: La mentira como estructura del poder

La crítica al neoliberalismo no solo exige repensar el papel del Estado o del mercado, sino también el lugar que ocupa la verdad en la vida pública. En este sentido, la filosofía de Martin Heidegger, Jacques Derrida y Hannah Arendt ofrecen una vía útil para profundizar en la dimensión ontológica, lingüística y política del fenómeno contemporáneo de la posverdad. Lo que preocupa a Arendt no es la mentira como fenómeno individual, sino como herramienta sistemática del poder político, especialmente en el siglo XX. En sus palabras: “la posibilidad de la mentira completa y definitiva, que era desconocida en las épocas anteriores, es el peligro que nace de la manipulación moderna de los hechos” (Arendt, 2006, p. 287). Arendt no niega la fragilidad de la verdad fáctica, pero advierte que su destrucción (posverdad) pone en peligro la base misma del juicio y la acción política. Para ella, sin un mundo común de hechos, la deliberación pública se vuelve imposible, y la política se reduce a mera estrategia o propaganda. En este punto, sus ideas complementan las de Heidegger y Derrida: los tres coinciden en que la verdad no es absoluta ni invulnerable, pero también subrayan que su negación sistemática —como ocurre en los discursos ideológicos dominantes— puede tener consecuencias devastadoras.

En este marco, la preocupación del último libro de Tony Judt (2010) por la expansión sistemática de un discurso contra el Estado y la sociedad del bienestar, a través de las consignas del lenguaje neoliberal conecta con estas advertencias filosóficas. Cuando la verdad se convierte en un producto gestionado por el mercado o el poder mediático, lo que se pierde no es solo un dato o una cifra, sino la posibilidad misma de una orientación ética y política cabal, donde lo ético, y no lo económico, interactúe con lo político. En tiempos de posverdad, como los que describe Judt, la recuperación de la verdad no puede limitarse a la denuncia fáctica, sino que exige repensar las condiciones ontológicas, lingüísticas y sociales que hacen posible vivir en un mundo compartido presente y futuro.

No es fácil resumir una obra tan voluminosa, trece volúmenes, como es la Seudología de Miguel Catalán, en realidad es imposible, pero podríamos destacar alguna idea: la mentira no es únicamente una distorsión de la verdad, sino una herramienta estructural del poder. Aquí se analiza el papel del engaño en la vida humana, la religión, la cultura y, especialmente, la política. Lejos de limitarse a una ética del lenguaje, Catalán construye una teoría filosófica del poder basada en la falsedad, proponiendo una visión realista: no hay política sin mentira. Esta propuesta se inscribe en una tradición crítica que comparte afinidades y divergencias con otros pensadores contemporáneos como Hannah Arendt y Michel Foucault. Si pensamos la mentira como un fenómeno antropológico y estructural de nuevo regresamos a Nietzsche, el pensador de cabecera de Catalán. Así que, lejos de ser una excepción moral, el engaño forma parte de la experiencia cotidiana, se vincula con el lenguaje y se utiliza para sobrevivir, negociar y convivir (Catalán, 2004). Esta afirmación resuena con lo que Foucault llamaría un saber práctico de la sociedad: un conjunto de discursos no necesariamente verdaderos, pero útiles y funcionales para el mantenimiento de ciertos órdenes sociales (Foucault, 1977).

Y también, en conflicto con la consideración fáctica de Arendt, Catalán sitúa el problema de la verdad en un marco histórico, mostrándonos cómo la sustantividad fáctica de la verdad, en Arendt, en realidad es genealógica e histórica, aunque la deuda kantiana de la pensadora le pone en conflicto con su praxis filosófica. Es decir, la investigación de conceptos como totalitarismo o trabajo para Arendt no pueden ser pensados fuera de la historia, sin embargo, su idea de verdad parece que se sale de lo histórico, los conceptos quieren hacerse leyes universales y en esto corren el peligro de extraviarse. Por eso Catalán se aleja del ideal kantiano de Arendt, y se aproxima más a Foucault, quien cuestiona la posibilidad de una verdad neutral o universal al señalar que toda “verdad” está ligada a regímenes de poder (Foucault, 1980). Como Nietzsche, propone antes de un pacto social fundador un pacto lingüístico que organiza la sociedad civil bajo el acuerdo de que determinadas mentiras serán aceptadas como verdades, aquí Catalán apunta a una genealogía de la política de ese tipo.

En Mentira y poder político, sostiene que el poder necesita de la falsedad para encubrir su origen violento, justificar su ejercicio y perpetuar su dominación (Catalán, 2011). Sin mentira quedaría al descubierto la procedencia corrupta de cualquier poder., que como el capital “viene al mundo chorreando lodo y sangre”. Y como diría Rafael Sánchez Ferlosio (Mientras los dioses no cambien) la mentira no solo protege el orden, sino que lo funda, y para eso están las diversas religiones. La narrativa oficial, las instituciones, los discursos nacionalistas y religiosos, todos participan en apuntalar una «mentira justificadora» que transforma la violencia en legalidad y el privilegio en justicia. Esta crítica guarda una profunda resonancia con la noción foucaultiana de “biopoder” y “gubernamentalidad”, en la que el poder no se ejerce únicamente a través de la coerción, sino mediante la producción de saberes que legitiman su ejercicio (Foucault, 1979), y sobre todo a través de una serie de estrategias que se asientan en la subjetividad, incluso crean la ilusión de proceder del propio sujeto. La verdad, en este sentido, no es lo contrario del poder, sino uno de sus efectos: “No hay relación de poder sin constitución de un campo de saber, ni saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo relaciones de poder” (Foucault, 1977, p. 27). La mentira es la que esconde todo eso, es algo así como la cubierta de la verdad, solo sus mensajeros, los de la mentira, llaman mentira a la verdad.

Ambos, Foucault y Catalán, coinciden en reconocer que el poder produce narrativas que disfrazan sus intereses, aunque difieren en su aproximación ética. Foucault se limita a describir los mecanismos del poder-saber sin proponer una ética normativa, mientras que Catalán postula una «ética naturalista de la veracidad», según la cual las mentiras deben juzgarse por sus efectos sociales, no por principios rígidos o sustantivos (Catalán, 2013). Ahora conviene acercarse a nuestros pactos, al momento en el que nos encontramos y a la mentira en democracia, y podríamos apuntar, con Arendt, a algo así como una banalización de lo falso, incluso una sospechosa tolerancia. En Verdad y política, Arendt advierte sobre el peligro que representa la mentira organizada en las democracias modernas. Si ya sabíamos que el súbdito totalitario ideal es el que es incapaz de pensar (La vida del espíritu, 1977), ahora debemos plantearnos qué función tiene el uso de las mentiras en democracia, pues para el orden democrático la sustitución sistemática de los hechos por ficciones políticas no solo distorsiona el juicio público, sino que desintegra las condiciones mismas del pensamiento: “La mentira organizada tiene una fuerza destructiva mayor que cualquier error, porque destruye la dignidad del pensamiento humano” (Arendt, 2006, p. 273). La mentira en política rebaja, humilla y degrada al que la cree verdad mientras que empodera al que la fabrica.

Aunque Catalán reconoce la amenaza que supone la mentira política, la del poder, en el uso efectivo de la libertad y el mantenimiento del espacio público, va más allá al señalar que esta mentira no es monopolio de los poderosos, sino que es compartida y reproducida por los ciudadanos, quienes muchas veces la aceptan voluntariamente. Incluso podríamos decir que no solo la aceptan sino que la desean, sobre todo desde que alcanzan a percibir que sus mentiras son armas poderosas frente a sus enemigos. Muchas veces se repiten mentiras con la sola intención de derrotar al interlocutor. Esta «seudología compartida» recuerda al concepto de servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie, pero adquiere en Catalán una dimensión más pragmática: las personas aceptan las mentiras del poder por comodidad, miedo o interés (Catalán, 2011). Idea que recupera la concepción de verdad como conveniencia que tratábamos más arriba. La aceptación, el anhelo, de la mentira es quizá el hecho más problemático, y para comprenderlo entran en juego innumerables factores que tienen que ver con la cultura, la psicología y la ética.

Uno de los aportes más originales de Catalán es su explicación de por qué las sociedades toleran la mentira. En lugar de una condena moral absoluta, Catalán ofrece una «ética contextualista», algo vinculado a una psicología situacional (Como cataloga Zimbardo su propuesta psicológica), en la que el valor de la mentira depende de su función adaptativa, sus consecuencias y su contexto (Catalán, 2013). En cierto sentido es lo que explicaba Arendt a propósito del discurso de Eichmann, que siempre se presentaba como una forma de justificación de su servil adaptabilidad a una serie de consignas que nunca se cuestionaba. La suya era una adaptabilidad interesada que parte de la cotidianidad aunque puede llegar al horror de la Solución Final. Una adaptabilidad cuyo único criterio rector es el propio interés, reconocido y valorado socialmente. Por eso Catalán considera que muchas mentiras sociales tienen una función cohesionadora: permiten evitar conflictos, mantener la identidad del grupo o sobrellevar situaciones traumáticas.

Esto recuerda las ideas de Foucault sobre el papel de los “discursos reguladores” que modelan la conducta de los sujetos dentro de los sistemas de poder. Como para Foucault, en Catalán no hay verdad inocente ni falsedad inofensiva; todo discurso tiene implicaciones sociales y políticas. Miguel Catalán propone una filosofía de la mentira que transforma nuestra comprensión de la relación entre la verdad y el poder al mostrar cómo la mentira no cae de arriba a abajo sino que florece en el suelo que pisamos todos. En diálogo con Hannah Arendt y Michel Foucault, su obra Seudología nos obliga a replantearnos los fundamentos morales y estructurales de la política moderna. Como Arendt, denuncia la manipulación de la verdad en la esfera pública, pero añade que dicha falsedad no solo viene desde arriba, sino que es sostenida activamente desde abajo.

Y precisamente esas son nuestras circunstancias pulsionales: deseo de mentira y anhelo de catástrofe, nada atrae tanto como las malas noticias de las que se llenaban los noticiarios televisivos o en papel de antaño e inundan las redes de hoy. Y como Foucault, Catalán reconoce que el poder necesita producir discursos para legitimarse, pero introduce una ética crítica que permite discernir cuándo una mentira sirve a la dominación o a la convivencia. En una época marcada por la posverdad, las fake news y la banalización del discurso político, el pensamiento de Catalán —en tensión con Arendt y Foucault— ofrece herramientas conceptuales y éticas para pensar críticamente la mentira como fenómeno estructural, socialmente compartido y políticamente determinante.

6. ¿Podremos salir del laberinto de los signos?

Aunque amamos todo ese complejo mundo simbólico que hemos recibido y recreamos continuamente, este se puede convertir en un lugar axfixiante si perdemos el contacto con el mundo de las cosas, es decir nuestro mundo sensible no puede puede ser el reverso del inteligible, es su fuente. Tras recorrer las tensiones entre verdad, poder, lenguaje y subjetividad en las propuestas de Arendt, Foucault, Derrida o Catalán, emerge una inquietud ineludible: ¿hay aún una verdad, una apertura, posible en medio del exceso de signos e interpretaciones, laberintos de silencio? Arendt, en su defensa de la verdad factual como sustento de lo político, teme que la mentira organizada destruya las bases del juicio y del pensamiento. Foucault, por su parte, nos enseña que toda verdad está inscrita en regímenes de poder y que la objetividad no existe fuera de un entramado de discursos e instituciones. Derrida, finalmente, lleva la sospecha aún más lejos al deconstruir los binarismos clásicos entre verdad y falsedad, escritura y presencia, mostrando que toda significación se difiere indefinidamente.

Frente a estos diagnósticos —tan lúcidos como inquietantes—, la verdad parece desvanecerse entre signos que remiten siempre a otros signos, sin anclaje último, sin tierra firme. A propósito de la foto de cabecera de un artículo de La Opinión Murcia del 1/7/2025 “El Gobierno regional revoca la orden por la que iba a adquirir viviendas para acoger menores tras la amenaza de Vox”, donde se ve de espaldas un niño mostrando su habitación en el hogar de protección Nuevo Futuro. Se leen varios comentarios a esta noticia que ponen en evidencia lo que Walter Lippmann llama en La opinión pública el “estereotipo perfecto”, que es ese tipo de estereotipo por el que el individuo confunde la realidad con su mapa mental, ya no hay posibilidad para él de distinguir entre su imagen y las cosas mismas. La imagen que encabeza este artículo es, deliberadamente, una provocación: desafía a los adeptos del Gobierno regional de PP-Vox, así como a los comentaristas indignados que critican que se haya puesto la foto de un “niño bien”, de “los nuestros” (rubio, incluso). Según ellos, esta imagen es falsa y distorsiona la realidad —aunque en verdad solo cuestiona su estereotipo—, manipulando al lector e induciéndolo a rechazar la medida del Gobierno murciano. ¿Por qué? Porque la foto sugiere que los niños migrantes podrían ser como “nuestros” niños. Pero para esos sectores —tanto los defensores del PP-Vox como los comentaristas indignados— los niños migrantes no tienen el mismo estatus que los propios: los “nuestros” son limpios, blancos, inocentes. En cambio, los otros no son ni siquiera reconocidos como niños (Los llaman MENAS, para mostrar que el lenguaje nunca es inocente).

Dentro del imaginario que sostienen las fuerzas ultraconservadoras, entre los migrantes y refugiados no existen los niños, según su verdad, evidente e indiscutible, solo hay delincuentes o terroristas, amenazas para las “personas de bien”. Esos no-niños en realidad son delincuentes, este es el estereotipo, tan absurdo como el que considera figuras angelicales a los jóvenes inmigrantes. Esta cubierta moral sobre la totalidad del conjunto designado es lo que constituye el estereotipo, que es falso como generalización y como forma de exclusión. Los estereotipos, en este contexto, no son un mero prejuicio superficial; son estructuras interiorizadas que guían la percepción del sujeto. Y lo más peligroso es que funcionan como filtros que permiten negar la humanidad del otro.

Por eso, cuestionarlos —incluso con una simple imagen— resulta tan profundamente perturbador para el que los considera verdaderas representaciones de los hechos. Y una vez que se ha consolidado esa “verdad” expulsar, deportar, a siete millones de inmigrantes (como se apunta la portavoz de Vox en el Congreso de los Diputados español, como está haciendo Meloni en Italia, como ya se ha comenzado a hacer en los EE. UU. de Trump) es una solución benévola, sabemos que las fuerzas reaccionarias son capaces de arbitrar otras medidas para higienizar la nación. Dentro de esos sectores ultraconservadores a nadie importa que sea un descalabro económico, que deje sin mano de obra a miles de empresas y servicios, la utilidad general no es un criterio que evalúen estas propuestas. Qué suceda después con estas personas no es asunto de los que proponen tales soluciones.

Esos sistemas de signos son las mercancías con las que se trafica convencionalmente, la riqueza o la pobreza no están donde estuvieron en la era del “capitalismo de producción”. Si la información es mercancía de valor incalculable es porque proporciona perfiles y patrones que guían las decisiones de los consumidores. Sus convicciones y creencias son materiales de gran valor. Una eventual crisis al nivel del capitalismo de producción pero que satisface las expectativas ideológicas nunca es una objeción. El sistema productivo depende de esta nueva mercancía, dirige la percepción humana al nivel más básico, al de sus necesidades, y también al más complejo, lo que compete a la imagen del mundo en el que vive. Nosotros, hoy, nos enfrentamos a una de las mercancías más cotizadas, la de la información, y descubrimos que en el fondo no se trata de si esos datos manejados son verdad o mentira.

Cuando conectamos el televisor, cuando abrimos el generoso abanico informativo de las redes sociales, la realidad se nos presenta como un espectáculo. Por muy impactante que sea, por muy bien documentada que esté, por muy pasional que se nos presente, es fruto de un día, y no está conectada con ningún hilo histórico o de cualquier otra forma que le dé sentido. Es fugaz, y cuando se amontona ni siquiera crea un depósito en la memoria, pasa rápidamente al olvido. La información convencional sobre los acontecimientos se ha devaluado, su verdad o su mentira, no crean ni recrean la realidad, nos la tornan cada vez más opaca, más oscura. Esta caducidad, o mejor fragmentariedad, que supone una pérdida del nexo histórico, refuerza al estereotipo como una forma dadora de sentido. Lo histórico es sustituido por lo categórico, lo particular por lo general, el pensamiento por la mera interconexión.

El mayor problema que tenemos en nuestra relación con el mundo y con las cosas no es el de la verdad o la mentira de los juicios sino el de la tremenda virtualización que propicia la información. Nuestro problema no es tanto el de la verdad como el de la información.

7. Información, posverdad y banalización del discurso

Es aquí donde la propuesta de George Steiner, en Presencias reales (1989), actúa como un contrapunto inesperado, casi profético. Cuando Steiner habla de “purgar el lenguaje”, no apela a una simplificación técnica o estilística, sino a una ascésis ontológica y ética. Frente al relativismo hermenéutico extremo y la inflación semiótica moderna —de la que tanto Foucault como Derrida son partícipes críticos—, Steiner llama a recuperar una palabra “cargada de presencia”, capaz de decir algo verdadero sobre el ser, devolver al lenguaje el ser mismo. “Purgar” el lenguaje es, en este sentido, volver a creer que el lenguaje no solo juega, disfraza o disemina, sino que también puede encarnar, revelar, comprometer.

La verdad, para Steiner, no es un dato externo ni una construcción discursiva, sino una experiencia encarnada en el acto de lectura profunda, donde el lector “arriesga su vida en la palabra” (Steiner, 1989). Este anhelo de una palabra originaria, vinculada con el ser, encuentra una resonancia profunda en la concepción, antitética por la que se instrumentaliza al lenguaje. El valor de los mitos antiguos radicaba en esa capacidad para transportar a hombres, animales o plantas al momento original donde estaba guardada la fuerza del nombrar original, la grandeza de la primera vez (Eliade).

Para Benjamin, el lenguaje no es primariamente instrumento de designación, sino que el lenguaje es la cosa misma, como anhelaba Juan Ramón Jiménez en Eternidades (1918). Cada cosa “habla” en su lenguaje propio, y el lenguaje humano participa de una lengua adánica, donde el nombre no representa, sino revela la esencia de lo nombrado, donde la palabra al nombrar crea lo nombrado como señala líricamente Ginés Aniorte en De verbis (2024). Esta visión mística del lenguaje como mediación entre lo visible y lo invisible, entre lo dicho y lo indecible, refuerza la intuición de Steiner: la palabra no solo construye mundo, sino que puede ser huella de lo sagrado, del carácter creador de la palabra. Purificar el lenguaje sería entonces, también, restaurar ese vínculo primigenio entre palabra, mundo y verdad, nexo perdido en la modernidad semiótica.

8. Salir del laberinto

Así, la pregunta que cierra esta reflexión no es si la verdad puede sobrevivir al poder o al signo, sino si podemos aún desear un discurso que nos conecte con las cosas, que sea camino de ida y vuelta por la tierra, independientemente de que le llamemos verdad o mentira. Y aun más, estando atrapados, como estamos, por gigantescas masas de información ¿Podemos aspirar a salir del laberinto de los signos? ¿Podremos encontrar palabras que sean el nombre de las cosas o que al menos nos conecten con ellas? Tal vez no podamos hacerlo con un lenguaje instrumental, ni con las armas de la teoría, sino con un nuevo gesto de fe, de confianza — como el que Steiner y Benjamin, cada uno a su modo, exigen—: un acto humilde y valiente (parresía foucaultiana) que no renuncie a la posibilidad de que, al principio o al final de las palabras, dentro o fuera del lenguaje, nos encontremos con las cosas mismas, su presencia, no su representación, nos encontremos con la vida que brota permanentemente y se hace nombre propio, único. Como buen místico Benjamin sabía que eso suponía una negación del propio yo, por eso contrapuso esta concepción a otra que llamó burguesa, donde se instrumenatlizaba a la palabra y al hombre mismo, donde se exaltaba al individuo incapacitándolo para cualquier apertura, encerrándolo en el espejo de Narciso.

No hay verdad si no hemos roto el espejo burgués donde se mira el sujeto deseante. Algunos pueblos colombianos se conocen como Hermanos Mayores de la tierra, somos terrestres como viene diciendo Antonio Campillo en sus últimos trabajos, transeúntes ocasionales, bañados por el sol y por las aguas, no somos ni un segundo en la historia de nuestro planeta. Nuestra ética capitalista, depredadora, competitiva, explotadora, desarrollista, es un episodio lamentable en la vida de la tierra. No hay verdad que no parta de esa experiencia. La vida es dialéctica, por eso es palabra y su contrario.

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Imagen principal: René Magritte, La traición de las imágenes, 1929.

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