Imagina que vuelves a tu tierra natal y te das cuenta de que ya no te parece tu hogar. Las zonas agrarias permanecen, pero la pobreza es elevada. Los militares ocupan la ciudad, y el turismo ha transformado el municipio en una caricatura. Las infraestructuras se desmoronan, el aire y el agua se han contaminado y los habitantes sufren atrocidades. La única forma de ganarse la vida es participar en el sistema: servir a los que pasan, haciendo la vista gorda.
Esta es la situación a la que se enfrenta Ruhail Quisar, que transforma sus impresiones en un aullido herido y roto que culmina en un grito literal. Ladakh y Leh ya no coinciden con su memoria. Fátima, descrita como “un réquiem a un futuro muerto”, suena oscura, decaída y herida. Comunicándose a través de electrónica deshilachada y palabra hablada, Quisar produce algo húmedo e industrial, ajeno a las tradiciones musicales del Himalaya, pero adecuado: una fábrica llena de narradores desilusionados. “Fatima’s Poplar” se disuelve en un zumbido; “Sachu Melung” comienza con un ladrido. Amplifica el patetismo la falta de reconocimiento de los músicos de Ladakh; y, sin embargo, Quisar se preocupa, ama, escribe, preserva la historia en forma sonora. El “problema de transmisión” mencionado en la primera pista se convierte en una serie de ráfagas frías en la segunda, ahogando un latido en una fuerte abrasión estática. Uno piensa en la cultura asaltada, en los sueños pisoteados. En la portada, el artista aparece casi sumergido.