Desde el Manifiesto Cyborg (1983), Donna Haraway combate lo que caracteriza como feminismo esencialista y propone la caducidad de la idea de género para acuñar la de cyborg, a fin de batallar contra lo que llama dualismos antagónicos como hombre/mujer, orgánico/inorgánico, hombre/máquina, civilizado/primitivo, sustituyéndolos por ontologías menos deterministas. Esta metáfora no esencializada permite moverse, más allá de nociones identitarias tradicionales, a hibridaciones animal-humano, humano-máquina en pos de huir de los modelos dualistas que sostienen las prácticas de dominación y sojuzgamiento de los esencialismos, incluso de aquellos ligados a principios feministas, pero no eximidos del lenguaje del falogocentrismo hegemónico.
En este marco, la ciencia ficción ha sido un territorio privilegiado para explorar la disolución de estos territorios tradicionales y fantasear rupturas. El alien es la alteridad amenazante y el cyborg una máquina capitalista informacional, de las que la cultura popular ofrece múltiples ejemplos para pensar ontologías difusas y para imaginar comunidades no guiadas por la productividad y la administración política de la vida, sino por el puro placer. Esto es lo que ocurre en La región salvaje, película de Amat Escalante, a partir de la cual se explorarán estas nociones y se reflexionará sobre potencias de resistencia e identidades fragmentarias.
La imagen cíborg
En la teoría y la cultura popular, se asiste permanentemente a la tematización de conformaciones dislocadas que vuelven evidente cierta insuficiencia de la racionalidad biopolítica como única variable. Pues las formas de ejercicio del poder e incluso las narrativas atadas a él se ligan cada vez más a cuerpos problemáticos, que no se reticulan ni clasifican con claridad. Desde el Manifiesto Cyborg (1983), la historiadora feminista Donna Haraway combate lo que caracteriza como feminismo esencialista y propone la caducidad de la idea de “género”. Se explaya, en cambio, sobre la idea del “cíborg”, a fin de batallar contra lo que identifica como dualismos antagónicos: hombre/mujer, orgánico/inorgánico, hombre/máquina, civilizado/primitivo. “Un cyborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción” (Haraway, 2014, p. 15), sostiene, a fin de explorar ontologías menos deterministas².
Los relatos de ciencia ficción han sido un territorio privilegiado para explorar estas disoluciones y fantasear rupturas en el espacio y el tiempo que complejicen la lógica administrativa. Si en ese género el alien es la alteridad amenazante, el cyborg tal como se puede pensar a partir de la perspectiva de Haraway, constituye una máquina capitalista informacional –portadora de valor-, que convive con la normatividad poniéndola en cuestión, exigiendo pensar una subjetividad producida por la biotecnología, leída como forma de resistencia a las dicotomías.
En la cultura contemporánea, son múltiples los ejemplos para pensar esta ontología difusa e imaginar comunidades de monstruos sin la premisa de la lógica administrativa de lo binario y productividad capitalista de la vida, sino la del mero encuentro, la proyección resistente o el puro placer. Esto es, de algún modo, lo que ocurre en La región salvaje (2016), película del director mexicano Amat Escalante, en la que una suerte de entidad extra-terrestre, al tiempo que trastoca las ya problemáticas dinámicas familiares y comunitarias de un puñado de personas de Guanajuato, México –marcadas por la violencia machista naturalizada y la estigmatización de la homosexualidad escondida en la coartada de un matrimonio convencional-, se dispone a reconciliar a la humanidad con su dimensión reprimida. Naturalmente, el costo es muy alto.
El cíborg como otro
El concepto de cíborg rehúsa de los límites definidos en torno a lo humano, lo animal o lo vinculado a la máquina. Ficción que “cambia lo que se cuenta como experiencia de las mujeres a finales del siglo XX” (Haraway, p. 16), habida cuenta de que los movimientos feministas problematizan las prácticas vinculadas a las mujeres y redescubren lo colectivo que pasará a ocupar el espacio público. En este sentido, su metáfora no esencializada del cíborg permite moverse más allá de nociones identitarias tradicionales hacia hibridaciones –animal/humano o humano/máquina- en pos de huir de los modelos que sostienen las experiencias de dominación y sojuzgamiento propias de los esencialismos -incluso de aquellos ligados a principios feministas, nada eximidos del lenguaje falocéntrico.
La metáfora del cíborg implica, entonces, un posicionamiento filosófico que permite explorar algunos aspectos de la política y el feminismo. Es un concepto que Haraway toma prestado de la ciencia ficción y que se define por su carácter monstruoso. En tanto que híbrido, le posibilita pensar la transgresión entre fronteras, sobre todo cuando, según la autora, “somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo” (p. 17). Es precisamente esta mezcolanza la que define la ontología de bordes diluidos que conforma la subjetividad contemporánea anunciada por Michel Foucault cuando pensaba la captación que de la vida hace la política del disciplinamiento y vigilancia.
La propuesta de Haraway permite imaginar un mundo posgenérico que piense el cuerpo, el placer y la política por fuera de las lógicas del control eludiendo la unidad original con la naturaleza en el sentido convencional occidental y abriendo paso a la promesa de subversión. Así, los cíborgs pueden ser vistos como monstruos que permiten especular con nuevos acoplamientos para cuestionar «las dicotomías entre la mente y el cuerpo, lo animal y lo humano, el organismo y la máquina, lo público y lo privado, la naturaleza y la cultura, los hombres y las mujeres, lo primitivo y lo civilizado» (Haraway, 1995, p. 279). La mezcla, la fusión de cuerpo y máquina, la no pureza de los cuerpos, su falta de inocencia, componen esta simbiosis que permite al feminismo un nuevo planteamiento: puesto que el cíborg es un híbrido de máquina y organismo, plantea la posibilidad de la transgresión de los géneros y los sexos y también la insuficiencia de las distinciones convencionales en torno a sus modos de lo socio-sexual. Esta irreverencia –“los cyborgs son irreverentes”, dice Haraway- los desendeuda de cualquier topo-nomo-teleología y los libera a una politicidad sin frentes ni partidos, a una vida sin inercia, aun cuando “la ubicuidad y la invisibilidad de los cyborgs son la causa de que estas máquinas sean tan mortíferas” (Haraway, 2014, p. 26).
La imaginería cíborg cuestiona, en definitiva, la producción de teorías universales y totalizadoras y, así, cualquier tipo de dicotomía está puesta ideológicamente en entredicho. De este modo, los dualismos se invierten y desplazan y el horror al parentesco con animales que los monstruos suponían se transforma en «acoplamientos inquietantes y placenteros» (Haraway, 1995, 257). Es posible sostener, entonces, la idea de un monstruo que reivindica su falta de pureza, defendiendo «el sueño utópico de la esperanza de un mundo monstruoso sin géneros» (Haraway, 1995, p. 310).
Haraway presenta su cíborg como una versión cibernética constituida como un mito de resistencia y reacoplamiento. La utilización de la figura del monstruo en su versión más positiva conlleva pensar el sujeto -del feminismo, del socialismo- como monstruoso y defender la no esencialización y la configuración de una nueva subjetividad híbrida cuya corporalidad muestra las huellas de las múltiples diferencias que lo constituyen, huellas muchas veces de las formas de resistencia a las que se ve arrojada.
Desde otra perspectiva, Rosi Braidotti tematiza una subjetividad feminista en devenir y, frente a las diferencias negativizadas que los monstruos han encarnado, apuesta por «la búsqueda de representaciones sociales y culturales positivas de los otros híbridos, monstruosos, abyectos y extraños como una forma de subvertir la construcción y el consumo de diferencias negativas» (Braidotti, 2005, p. 223). La normalidad es ahora el grado cero de la monstruosidad (Braidotti, 1997, p. 62) y, aunque el monstruo se identifique con la abyección y provoque miedo, al mismo tiempo, la fascinación que genera permite también expresar «las subjetividades emergentes de las antiguas minorías, trazando, de ese modo, pautas posibles de devenir» (Braidotti, 2005, p. 245). El monstruo convoca nuestro estatuto de seres carnales y permite elaborar un lugar conceptual para las múltiples diferencias y variables, no ya anomalías alejadas de un canon. Esto desplaza la posibilidad de racismo, homofobia y sexismo al incardinar todas las monstruosidades en una suerte de mismo plano ontológico.
Como sostiene Haraway sobre el final del Manifiesto para cyborgs, los monstruos que siempre habían definido los límites de la comunidad en los imaginarios occidentales, definen en la ciencia-ficción feminista la “posibilidad política y límites bastante diferentes de los propuestos por la ficción mundana del Hombre y de la Mujer” (2014, p. 106). Esto implica que los cuerpos son ahora “mapas de poder e identidad”, que el cuerpo cíborg exhibe posibilidades en relación con las asunciones sexo-genéricas y el placer que son capaces de dar y darse, y que “pueden considerar más seriamente el aspecto parcial, fluido, del sexo y de la encarnación sexual” (p. 107).
Placer-cíborg
En el film La región salvaje, el monstruo tiene una potencia sexual tal que enfrentará a sus presas con su irrefrenable pulsión tanática. En el pueblo que describe el film –una zona de sectores medios y bajos- la sexualidad que se desvía de los tránsitos normativos representa un tabú que encuentra, en el mejor de los casos y muy ocasionalmente, una vía de escape: o debe mantenerse en secreto o debe explorarse lejos de todo. Aquí el punto de fuga lo representa un alien-monstruo de tentáculos fálicos que provoca tanto placer que puede llevar a la muerte (incluso una muerte no del todo indeseada), abandonando a los personajes a un sanguinario ritual carnal, tal vez metáfora de la única forma de relacionarse con el placer en la Latinoamérica patriarcal y violenta de la que la película da cuenta. El sexo sin consentimiento, los gritos, los empujones y los golpes son la moneda corriente de la configuración de la pareja. El monstruo, en cambio, promete una experiencia sensorial in-humana que vuelve innecesario el vínculo humano tramado por la violencia.
El monstruo viene a interrumpir la espiral de la violencia y a redimir el deseo. Se expresa en el film del siguiente modo: “Impactó en la Tierra y dejó un cráter… los animales empezaron a llegar, ellos que están más en contacto con sus necesidades, con su instinto. Lo que está allá, en la cabaña, es la parte primitiva de todos, lo básico en su estado más puro, materializado… Nunca se va a extinguir, sólo se va a perfeccionar.” En el cráter, cientos de animales se aparean sin distinción de especies; reptiles, aves, mamíferos de todo tipo ilustran la fuerza instintiva referida por el científico que custodia al extraterrestre.
El monstruo tentacular es deseado especialmente para escapar de la misoginia, la homofobia y la brutalidad de la represión en todas sus formas. En todos los casos, las “presas” encuentran un placer superador de cualquier otro generado por los hombres, al precio de padecer luego profundos dolores o de poner en riesgo la vida. El monstruo es fálico y generoso, pero también brutal. En algún momento se cansa de los corderos sacrificiales que se le ofrecen y puede matarlos. Ahí es cuando necesita nuevas víctimas para que el círculo del deseo se alimente de placer y muerte.
El resultado será un cuestionamiento evidente a las dinámicas familiares y comunitarias convencionales, una enigmática denuncia de la violencia ejercida por los varones (especialmente contra mujeres y contra los homosexuales en la lógica binaria realista con la que el director se acerca al México contemporáneo) que hace preferible entregarse al monstruo, y una puesta en cuestión radical de la satisfacción sexual generada por y entre varones. Lo monstruoso es aquí una forma de vida que se impone contra la violencia naturalizada, y el impulso hacia el monstruo es, precisamente, la exploración de un deseo desconocido. La película expone la entrega al monstruo como momento sacrificial y redentor, como resistencia y como intento de una política de la vida (una suerte de biopolítica afirmativa), pues no se mata para poder vivir, sino que se elige la muerte para que la vida tenga sentido. La entrega al monstruo no es instintiva o inconsciente, sino que está guida por la racionalidad y dirigida por el deseo sin constricción. Monstruos serán, entonces, no solo el monstruo que no se ajusta a las imágenes extraterrestres convencionales, sino también quienes se entregan al placer señalando la insuficiencia de lo humano y lo inagotable de la hibridez que tensiona la mayor felicidad y el peligro más grande, que fusiona el tentáculo, la lengua y el falo escapando a la idea de cuerpo como imperativo que limita lo deseable.
En las versiones como la de Haraway, el monstruo aparece como representación del nuevo sujeto que se busca en una política que aproxima a la vida con su norma. Y en este caso es sujeto y objeto de placer o divertimento. El monstruo es una confusión de categorías cuando se percibe como violación del orden natural, o bien es deformidad y desviación de la verdadera naturaleza humana, en tanto que error natural. En este esquema conceptual, la alteridad que representa la monstruosidad es necesaria como topos con el que medir lo humano. Se trata de un monstruo que, como afirma Michel Foucault en Los Anormales (curso del 1974-1975), se erige como «principio de inteligibilidad de todas las formas de la anomalía» (Foucault 2001: 58), pero que nunca permite definir lo monstruoso como tal, más que señalando sus límites. En el caso de La región salvaje, lo hace en el enfrentamiento al macho, no solo emulando su violencia, sino superándolo exponencialmente en su capacidad de proporcionar placer, proponiendo al cuerpo –como quería Foucault- como “territorio de resistencia o último bastión que sublima y resiste al poder” (Aguilar García, 2013, p. 16).
A partir del film, entonces, parece posible recuperar la categoría del cíborg en su desplazamiento al monstruo como desafío a lo humano para pensar desde una perspectiva feminista y materialista en términos de posbinarismos y de una dimensión posgénero los límites entre la naturaleza y la cultura. Límites que en efecto replica el mismo film al enfrentar la vida urbana, espacio propio de la productividad, el consumo y las relaciones heteronormadas, patriarcales e incluso explícitamente violentas, con la vida rural, alejada de todo, donde el verdadero placer puede ser experimentado, jugando irónicamente con la imagen arquetípica del campo como espacio apacible, pero también escenario del terror rural. A la luz de estas consideraciones, se vuelve imperioso reflexionar sobre las transgresiones posibles y las potencias de resistencia en la constitución de comunidades monstruosas de identidades fragmentarias que, precisamente, exhiben sus luchas políticas. “Son literalmente monstruos, una palabra que comparte algo más que su raíz con la palabra demostrar. Los monstruos poseen un significado” (Haraway, 1995, p. 62).
En un breve texto sobre biopolítica, “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”, Antonio Negri aborda las consecuencias de lo que considera una genealogía monstruosa, que contempla la eugenesia que, desde la antigüedad, busca lo normal y de cuya economía el monstruo queda afuera: “la racionalidad clásica domina al monstruo para excluirlo, porque la genealogía del monstruo es totalmente exterior a la ontología eugenésica” (Negri, 2007, p. 95).
En los inicios de la Modernidad, el monstruo se convierte en metáfora del campo político, en tanto la lógica misma del Estado contempla la sociedad y la vida en comunidad como monstruosa: “Monstruosas serán la plebe o la multitud, la anarquía y el desorden que expresan” (2007, p. 96). Una tercera deriva de esta genealogía debería prestar atención a lo que Negri llama “resistencia monstruosa”, cuando el monstruo deviene sujeto. Ya no está excluido, sino que existe, ocupa el espacio público y reclama. Así como la matriz teórica del siglo XIX ya no hace oídos sordos al grito de la lucha de clases, el monstruo, la multitud que padece, no ocupa el poder pero lo cuestiona. “En efecto –sostiene Negri- solo un monstruo es el que crea resistencia ante el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción” (2007, p. 103). Como la protagonista del film de Escalante, el sujeto monstruoso produce resistencia y su existencia no es espectral sino monstruosa, insumisa, insubordinada, informe, nueva. Dueña de una potencia que asedia al poder, la resistencia monstruosa no reclama hegemonía, sino reconocimiento.
Lusus naturae
El monstruo de La región salvaje provoca placer en quien lo contempla y se deja penetrar por él. El monstruo que fascina es una maravilla y puede ser gozado como tal en tanto que lusus naturae. Porque lo que permite que la monstruosidad no aterrorice, sino que sea causa de alegría, es que la variedad de la naturaleza no asusta. En este caso, permite imaginar un mundo sin géneros, sin génesis, sin fin. El monstruo encerrado por los científicos en la casa de campo es la criatura de un mundo que, como el cíborg de Haraway, “no tiene relación con la bisexualidad, ni con la simbiosis preedípica, ni con el trabajo no alienado u otras seducciones propias de la totalidad orgánica, mediante una apropiación final de todos los poderes de las partes en favor de una unidad mayor” (Haraway, 2014, p. 18). Se trata de la promesa que conduce a la subversión de la heteronorma y el bimorfismo para entregarse al grado cero del placer socio-sensual. Esto es pensado en el film a partir de la insolencia de entregarse a la criatura y la inquietud de las posibilidades que genera, pues no es claro –más allá del placer garantizado- qué pasara, si habrá heridas o supervivencia.
El monstruo aquí propicia identidades fracturadas: Teresa Aguilar García sostiene que “la naturaleza cíborg nos libera de raza, género y clase como pautas identitarias de un sujeto moderno insostenible” (2008, p. 16). En el film, abre el camino para imaginar identidades fluidas, que no se explican por elecciones sexuales y por eso, a pesar del riesgo de la muerte, encarnan la esperanza y el optimismo, señalando la necesidad de lo prostético respecto a las relaciones crono-normativizadas y dimorfas del mundo convencional.
La mujer que el film pone en el centro de la escena es una mujer cíborg que encarna una figura del exceso, la satisfacción y lo indefinido. Representa una potencia para resistir a la violencia machista y para procurarse su propio placer. Prefiere entregarse al alien fálico antes que volver a la vida “normal” repensando la forma-de-vida como forma-de-placer, en tanto nueva ontología que resiste escapando de lo humano y desafiando las formas predominantes de concebirlo. Tanto es así que, cuando sabe que su vida corre peligro, se corre de la escena y entrega al macho, homosacer, sagrado no porque se lo entregue a los dioses, sino, como quería Giorgio Agamben, porque su muerte no implicará reproche jurídico alguno.
Hacia el final del film, casi todos los personajes –el homosexual, el violento, la amiga sin rumbo- terminan muertos. Solo la mujer frágil sobrevive y va feliz al encuentro de sus dos hijos en la escuela. Ella supo también entregarse al ser de “otro planeta” y logró “alimentarlo” con otras presas como en el mito del Minotauro. Como Teseo, la joven tramita su normalidad habiendo conocido un placer bestial con la astucia suficiente para mantenerse viva. Resiliente, sola con sus hijos, habiendo conocido el mayor placer, alcanza la felicidad por primera vez.
El cíborg opera en La región salvaje como en la narrativa decimonónica la figura del extraño que viene a perturbar la normalidad para reordenarla. El cuerpo atravesado por la monstruosidad, el cuerpo cíborg de la protagonista del film, no es inocente, pues sabe que experimentar un poder inaudito redefine la propia potencia. A la encarnación femenina de las responsabilidades sociales de reproducir y maternar, el film suma el control sobre el cuerpo propio y el de otros, del género y el sexo que se encarnan de manera fluida y problemática. “El género cyborg –sostiene Haraway- es una posibilidad local que cumple una venganza global” (2014, pp. 107-108). La matriz se vuelve desconfiada y, como expresión alegórica de un conjunto de relaciones, el cíborg obliga a recomponer el mapa de los cuerpos y la vida “en conexión parcial con otros, en comunicación con todas nuestras partes” (p. 109) sugiriendo una salida a los dualismos para repensarlos. Son estas prisiones las que el cíborg viene a “abyectar” en sentido estricto, es decir, en el de arrojar lejos, evitar y excluir.
Imagen abyecta
“Hay en la abyección –dice Kristeva- una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o un adentro exorbitante, arrojado al lado de lo posible y de lo tolerable, de lo pensable” (Kristeva, 2004, p. 7). Esta afirmación encuentra su sentido en parte del arte contemporáneo y propone, sin quererlo tal vez, pensar la relación entre arte, biopolítica y resistencia.
Desde que el Whitney Museum of American Art dedicó una de sus exposiciones al arte abyecto, las experiencias ligadas a la fascinación por lo horrible se vieron revalorizadas en las prácticas estéticas contemporáneas. El cine nunca fue la excepción a estas tendencias. Interrogarlas desde una perspectiva biopolítica implica indagar sobre si efectivamente –más allá de las intenciones de sus autores- configuran una cartografía de la resistencia y evaluar hasta qué punto ponen de manifiesto el modo en que las tecnologías disciplinarias, los dispositivos de domesticación o los discursos sociales perversos se apoyan en el cuerpo y lo someten.
Es posible pensar que gran parte de las experiencias del arte abyecto quedan presas del dispositivo biopolítico por su misma definición y su funcionamiento social e institucional. En este sentido, si como afirma Foucault, el dispositivo es esa red en la que confluyen “un conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, medidas administrativas, proposiciones filosóficas y científicas, etc., con la función eminentemente estratégica de manipular las relaciones de poder” (Foucault, 2006, p. 194), entonces el arte abyecto, si bien desde el escándalo, no se corre totalmente de esta trama de mensajes institucionales e institucionalizados. No obstante, al poner en evidencia la lógica de sometimiento que recae sobre el cuerpo, el sexo o el placer a la luz del discurso social, confirma un modo de resistencia posible.
Entre los cíborgs, los monstruos y los incorregibles foucaultianos, los cuerpos dislocados de estas experiencias trasgreden las leyes de los discursos y dispositivos normalizadores –incluso al exponerlas. Posibilitan que lo ominoso y lo horrible habite lo público a partir de una irrupción en el orden simbólico propuesto por diversas artes a fin de cuestionar asignaciones sociales e identidades, lazos y responsabilidades artísticas mediante una nueva ontología que visibiliza representaciones y repolitiza subjetividades.
La región salvaje pone en escena miedos y fantasmas alrededor de la violencia contemporánea, pero también lo ilimitado del placer cuando se desplaza de los discursos normalizadores. Sus personajes exploran estas aristas que exhiben las aflicciones provocadas por la normalidad.
La mujer enredada con el monstruo tentacular no es un invento de este film. Se inscribe en una heterodoxa tradición que incluye el arte erótico japonés, la fotografía controversial de Nobuyoshi Araki y la más evidente relación con Posesión(Possession, 1981), film de culto del polaco Andrzej Zulawski. Entre estas referencias, hay tentáculos en común. Sin embargo, los efectos situados son muy diversos. Mientras en la ilustración shunga de Katsushika Hokusai,El sueño de la mujer del pescador (1814) –antes que él artistas del siglo XVIII también fantaseaban con dragones en el fondo del mar-, hay una mujer con dos pulpos que le dan placer en una escena onírica, en Araki la mujer posa sonriente frente a un pulpo de verdad y, en el film de Zulawski, el monstruo toma alternativamente formas más o menos antropomórficas y toma total control sobre la mente de la mujer, es en La región salvaje donde el monstruo da placer e imparte justicia. Ante él sucumben los deseos reprimidos por el patriarcado y solo sobreviven los monstruos quienes se liberan de su violencia.
Referencias:
Aguilar García, T. (2008). Ontología cyborg. El cuerpo en la nueva sociedad tecnológica. Barcelona.
Braidotti, R. (1997). Mothers, monsters, and machines. En Katie Conboy Medina, N. (ed.), Writing on the Body: Female Embodiment and Feminist Theory (pp. 59-79). Columbia University Press.
Braidotti, R. (2005). Metamorfosis. Hacia una teoría materialista del devenir. Madrid.
Foucault, M. (2006). Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber. Siglo XXI editores.
Haraway, D. (1995). Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la Naturaleza, Cátedra.
Haraway, D. (2014). Manifiesto para cyborgs. Ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del sigloXX. Puente aéreo ediciones.
Kristeva, J. (2004). De la abyección. En Poderes de la perversión. México: Siglo XXI editores.
Negri, A. (2007). El monstruo político. Vida desnuda y potencia. En Michel Foucault, Gilles Deleuze, Slavoj Žižek, compilado por Fermín Rodríguez y Gabriel Giorgi, Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. (pp.93-139). Paidós.
Fuente: Accesos: prácticas artísticas y formas de conocimiento contemporáneas, Nº. 5, 2022 (Ejemplar dedicado a: afectividades otras / magias / cuerpos), pp. 124-129