Giorgio Agamben / El misterio etrusco

Estética, Filosofía

Massimo Pallottino observó una vez que, aunque los estudios de etruscología han alcanzado un rigor y una riqueza que nada tiene que envidiar a otras disciplinas, algo así como un misterio continúa obstinadamente rodeando a los etruscos. En realidad, este misterio tiene su raíz en dos simples circunstancias: la pobreza de testimonios escritos, que carecen de carácter literario y que consisten en inscripciones sepulcrales o votivas; y, el hecho de que los testimonios arqueológicos y artísticos, extraordinariamente ricos, provienen esencialmente de tumbas. Una civilización sin literatura escrita (aunque sabemos que había un teatro floreciente, pero el teatro, como lo demuestra la Comedia del Arte, también puede vivir oralmente) y una civilización sepulcral, que parece ocuparse más de los muertos que de los vivos.

Sin embargo, es probable que al definir de esta manera a los etruscos, no hagamos más que proyectar anacrónicamente sobre ellos el privilegio que solemos conceder a los textos literarios y la desconfianza – o al menos la falta de atención- que tenemos sobre la esfera de la muerte. Por lo tanto, creo que es más justo mirar a los etruscos a través de dos categorías más cercanas a ellos, que podemos extraer de una cultura – la griega – con la que mantuvieron una estrecha relación. En el griego clásico, la tierra tiene dos nombres que corresponden a dos realidades distintas, aunque no opuestas: ge (o gaia) y chthon (que, como Gaia, toma la forma de una diosa, cuyo nombre es Chtonie, Ctonia). Ctonia y Gaia nombran dos aspectos de la tierra, por así decirlo, geológicamente antitético, y, sin embargo, inseparables: Chthon es el mundo infernal, la tierra desde la superficie hacia abajo; ge es la tierra desde la superficie hacia arriba, la cara que la tierra pone hacia el cielo. Contrariamente a una teoría de hoy generalizada, los hombres no sólo viven en gaia, sino que primero que todo tienen una relación con chthon, el inframundo.

El latín también conoce dos nombres para la tierra: tellus, que designa una extensión horizontal (correspondiente de alguna manera a Gaia), y humus, que, como chthon, implica una dirección hacia abajo (rf. humare, enterrar); y es significativo que de humus se haya tomado el nombre para el hombre (“se llama homo porque nació de humus”). Que el hombre sea “humano”, es decir, terrestre, en el mundo clásico no sólo implica un vínculo con Gaia, con la superficie de la tierra mirando al cielo, sino ante todo una íntima conexión con la esfera ctónica de la profundidad.

Si los etruscos nos parecen tan misteriosos es porque entre las culturas del mundo antiguo son las que más se han vinculado a Chthon. Cualquiera que, todavía hoy como Lawrence a finales de los años veinte, se pasee con asombro por las necrópolis esparcidas por la campiña de Tuscia, inmediatamente percibe que los etruscos habitaron Ctonia y no Gaia; no sólo porque esencialmente lo que quedó de ellos tenía que ver con los muertos, sino también y sobre todo porque los lugares que han escogido para vivir – tal vez sea impropio llamarles ciudades- aunque parezcan estar en la superficie de Gaia, son en realidad epichthonioni, pues se sienten como en casa en las profundidades verticales de Chthon. De ahí su gusto por las cuevas y los recovecos excavados en la piedra; su predilección por los agujeros y los altos desfiladeros, las altas paredes de peperino que se precipitan hacia un río o un arroyo. Quien se ha encontrado de repente frente a Cava Buia cerca de Blera o en las calles hundidas en la roca en San Giuliano sabe que ya no está en la superficie de Gaia, sino ciertamente ad portam inferi, en uno de las puertas que penetran en las laderas de Ctonia.

Es por esta inflexible dedicación ctónica que los etruscos construyeron y vigilaron con tan asiduo cuidado las moradas de sus muertos y no al revés, como se pudiera pensar. Si construyeron sus inmensas necrópolis no es porque amaban la muerte más que la vida, sino porque la vida era para ellos inseparable de la profundidad de Ctonia, y así podían habitar los valles de Gaia y cultivar su campo sin olvidar su verdadera y vertical morada. Por eso en las tumbas cortadas en la roca o en los túmulos no solo tratamos con los muertos o imaginamos los cuerpos acostados en los sarcófagos, sino que percibimos juntos los movimientos, gestos y deseos de los vivos que los construyeron. Que la vida sea tanto más amable cuanto más tiernamente atesora el recuerdo de Ctonia, que es posible construir una civilización sin excluir nunca la esfera subterránea de los muertos; que hay entre el presente y el pasado y entre los vivos y los muertos una comunidad intensa y una continuidad ininterrumpida – este es el legado que los etruscos han transmitido a la humanidad.

Es este universo ctónico es lo que le fascina a D.H. Lawrence; aquí se siente como en casa, como Bachofen, un autor querido por él, o como decía “en mis tumbas”. Para Lawrence, sin embargo, no se trata de tumbas, sino de “casas de los muertos”: “Son sorprendentemente grandes y hermosas”, escribe sobre las necrópolis de Cerveteri: “estas casas de los muertos. Cortadas en la roca viva, son como casas. El techo tiene una viga cortada para imitar el techo de las casas. Es una casa, un hogar». Por eso las tumbas le parecen “tranquilas y acogedoras” y uno “no se siente oprimido al bajar”. Con una imagen que le hubiera gustado a Bachofen, Lawrence ve en las tumbas algo así como “el vientre del mundo, que da a luz a todas las criaturas». El útero, el arx, donde la vida se retira a su último refugio. El vientre, el arca de la alianza en la que está escondido el secreto de la vida eterna, el mana y los misterios”.

En los etruscos, como se ha sugerido acertadamente, Lawrence encontró una concepción de la vida tal y como la habría deseado, algo así como el paradigma según el cual los hombres deberían volver a vivir. De hecho, Ctonia no es para él un ideal abstracto, sino sobre todo un modelo concreto de vida, que considera con el mismo cuidado meticuloso con el que mira a los muchachos Luigi y Marco, los dos guías que lo acompañan por Vulci. No es de extrañar que la atención detallista que dedica a las pinturas de las tumbas de Tarquinia o las esculturas de Volterra se traduzca al final en algo así como una lúcida intuición política. Lo que le atrae de los etruscos es que nunca fueron una nación, sino “sólo una gran liga de tribus”, o “una confederación religiosa suelta entre doce ciudades, cada una de las cuales abarcaba unas pocas millas de tierra adentro, de modo que podemos decir que eran doce estados, doce ciudades-estados”.

El deseo de preservar el estado de ánimo natural de la vida que descubre en los etruscos le parece «una tarea sin duda más valiosa y, a la larga, mucho más difícil que conquistar el mundo”. El misterio de los etruscos, si todavía se puede hablar de misterio, es ante todo un misterio político. Según el mensaje perentorio que Lawrence confió en su último libro El Apocalipsis (1931): “el estado moderno cristiano es una fuerza destructora del alma, porque está hecho de fragmentos que no tienen una totalidad orgánica, sino solo un todo colectivo […] Una democracia no puede dejar de ser obscena, porque está hecha de miradas de fragmentos desunidos, cada uno de los cuales pretende asumir para sí mismo una falsa totalidad, una falsa individualidad. La democracia moderna es la mezcla de millones de partes en conflicto, cada una afirmando su propia totalidad”.

Traducción por Gerardo Muñoz para Ficción de la Razón. El texto ha sido publicado como “Premessa” a Luoghi etruschi (Neri Pozza, 2023) de D.H. Lawrence, en la colección La Quarta Prosa, curada por Giorgio Agamben.

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