Escribir sobre un genocidio, pensarlo a distancia y asumir que se trata de dolores indescriptibles que no podemos siquiera alucinar (delirar), implica tomar un vuelo ciego al fondo de un abismo que nos es extraño; es saber que se ingresa desde lejos a las pasiones humanas más deformadas, monstruosas; apostar por sumergirse en la grieta por donde se filtra el dar la muerte sin reparar jamás en el rostro de quién recibirá la bala, la bomba, la tortura; es asumir también que en la extensiva crueldad de los victimarios se reproduce la iterabilidad del espacio de realización para que la consumación del holocausto, del quema-todo (del incendio el incienso dirá Derrida), siga teniendo su espectacular, infausto y necrótico horizonte. Porque siempre se puede ir más lejos en el impulso tanático; impulso al que el afán colonizador devenido en una suerte de producción fordista de cadáveres no se le transparentará su omega, su fin, hasta que todas las huellas de un pueblo hayan sido borradas.
Nazismo
Carlos Chacón / Hitler, hoy
Filosofía, PolíticaLa noción de l’univers concentrationnaire, título que lleva la obra muy apreciada por Sartre de David Rousset sobre los campos de concentración en la Segunda Guerra, se actualiza a medida que abocamos prácticas cotidianas al consuelo integrador de cuadros, ya sean de cemento o de silicio, y cuando las autoridades parecen transgredir sus más razonados límites de intervención. Jean-Paul Sartre y Paul-Michel Foucault cruzaron, en 1972, y por medio de las páginas del periódico Le Mond, sus opiniones discrepantes al respecto: Foucault estaba convencido de lo inapropiado de la adopción de dicha analogía, mientras que Sartre la usaba para convocar una lucha contra el régimen de represión del Estado francés. Esa misma noción no deja de resultar actual, más allá de la mera analogía, y más acá de la represión estatal.
