La palabra «malestar»—anestesia dulce—cierra la boca que quería gritar antagonismo. El gobierno respira tranquilo: hablamos de sentimientos mientras mueren los cuerpos pacificados en los nombres que nos enseñaron a sentir como seres. El orden no mata: domestica, nombra, administra el dolor que genera. O. P.
En horas donde nuestro mundanal tupido solo sabe de «sífilis moral» más que malaise. En días donde Eduardo Frei abraza lo que siempre abrazó: la muerte del padre. Y aquí ocurre lo irónico, lo que la Democracia Cristiana no previó: el propio Frei Ruiz-Tagle, cual «parricida», transgrede a Piñera, «cómplices pasivos», y no porque sea más honesto en su compromiso con el orden. La ironía es que la radicalidad neoliberal termina siendo más «verdadera» que el simulacro democrático (transitológos). En un paisaje empapado de palabras aporofóbicas, donde el anticomunismo es aire que se respira sin notarlo, la palabra «malestar» surge como amniótico, líquido anestésico. Aparece mansamente, como quien se disculpa por existir. Y en esa docilidad reside su verdadero poder.
La paradoja es fundamental: el malestar es aquello que el orden produce. Es respuesta corporal a la explotación, a la precarización, a la insoportabilidad. Es otrocidio hecho sentimiento. Pero el orden ha cometido un acto de prestidigitación singular: ha tomado esa verdad corporal y la ha traducido, en una palabra —«malestar»—que sirve precisamente para anestesiarla. El significante devora al significado. Aquello que debería ser antagonismo radical es diferido, postergado en la palabra «malestar». La verdad no desaparece, sino que asedia el presente como lo que fue excluido. Y en esa devoración, el antagonismo desaparece.
