Javier Agüero / Jacques Derrida: el menos judío siempre judío

Filosofía

Traiciona su tradición

Habría en Derrida, como lo sostiene Gérard Bensussan, “una afirmación negativa de sí” (“Le dernier reste”, 2003). Resentimos en su escritura un temblor de circuncisión que se desplaza constatando un cuerpo, desde siempre, mutilado; escindido de alguna manera y condenado a la nostalgia de la suplementariedad desde su nacimiento o, para ser precisos, después de ocho días de nato, tal como lo impone la tradición judía. Serían ocho días en que se vive fuera de cualquier mandato, sin pertenencia y en el vapor de una alianza que aún no es consumada. No obstante, todo se “encarna” pasado este tiempo, imprimiendo en el cuerpo la orden que Dios da a Abraham y que hará posible el pacto:

Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Donar-se

Filosofía

Pese al ruido de la ciudad, advierto la oxidada circularidad de sus pasos. Me levanto del sofá y camino hacia el balcón. Desde allí la veo. La bicicleta tiembla tal cual lo hacen sus manos empuñadas al volante. Antes de estacionarse alza sus ojos, asiente levemente con la cabeza y levanta su mano en señal de saludo. Aunque no entiendo lo que dice, respondo casi por inercia: levanto ligeramente mi mano hasta sentirme ridículo e infantil. Noto que ladea la bicicleta apoyándola contra la reja del jardín y, con una lentitud muda pero dolorosa, interna su curvado cuerpo en el edificio. Ahí la pierdo de vista. Algo en ella me recuerda a mi madre. O quizás a mi abuela, quien fuera el primer cadáver que vi cuando, a la edad de cinco años, mi madre me alzó en brazos para obligarme a besar el cristal del ataúd: “tienes que desearle esos lindos sueños que ella te deseaba cada noche”, me dijo ella, mientras mi beso caía a la altura de los párpados mal cerrados de mi abuela. Los golpes de la puerta interrumpen ese recuerdo. Me apresuro a abrirla. Veo el rostro de la mensajera, su uniforme de la empresa de correo, ambos más ajados que nunca. Con todo, ella sonríe. Yo también lo hago. Entonces procede a entregarme los envíos. Extiende las cartas más pequeñas sobre la encomienda más grande, pero, retardando el ritmo, deja una pequeña carta para el final, y la coloca en mi mano realizando una exagerada parábola en el aire, como si con ese gesto buscara dibujar la prolongación de su sonrisa. Es un regalo, me dice sin hablar. Y mientras intento descrifrar el nombre del remitente, mientras me obsesiono por saber a cuál rostro refieren esos signos ininteligibles escritos por una mano temblorosa, el rostro de la anciana desaparece de mis pensamientos. Cuando lo noto, ya todo parece demasiado tarde. Ella se ha ido y, desde el balcón, sólo logro ver, a lo lejos, cómo el meta de su bicicleta refleja los primeros rayos del amanecer.

Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Poema

Literatura, Poesía

Extendió su cuerpo hacia atrás con los brazos alzados sobre la cabeza. La silla crujió suavemente. Por fin había terminado. Tan sólo restaba el título: elegir un título directo y punzante, capaz de atestiguar la torrencial violencia de los versos. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y sostuvo su frente con ambas manos. Esta vez la silla no crujió. Sorprendido, sintió que el pecho se le comprimía. Buscó respirar profundo y con lentitud, pero, en cambio, lo embargó un inesperado bostezo, como si recién hubiese concluido una intensa jornada de trabajo -cuestión que de alguna manera era cierta-. Sin quererlo, sus párpados cedieron y nublaron su vista, mas no el infierno de su alma: el dolor de cabeza le despertó la imagen de que su cerebro no encajaba con su cráneo. Mareado, se levantó de la silla. Caminó hacia el ventanal mientras la pantalla del computador se ennegrecía. Afuera, un atardecer salvaje y repleto de acuarelas fueguinas se mecía sobre la ciudad. En un arrebato de ingenuidad, acarició la idea de titular a su poema «Ocaso”. Pero dicho título pecaba candidez: necesitaba algo menos contemplativo, más ardiente y visceral, como la sed que nos desgarrará justamente el día después del último ocaso. De pie, encendió un cigarro y, tras aspirarlo solamente una vez, permaneció absorto hasta que terminó de consumirse. Pensó muchas cosas, quizás demasiadas, cosas que no cabían en el poema ni menos en su posible título. Pensó en sus hijos y, más disolutamente, en sus padres; luego pensó en el mar y en África; en Rimbaud, en Palestina y en Dios; pensó en todo eso mientras el crepúsculo proyectaba ante su mirada el propio apocalipsis de sus entrañas. Obviamente también pensó en su poema, el cual sin duda debía ser un gran poema (inmediatamente tras ese acto de pensamiento sospechó de la enunciación de la palabra “sin duda” en ocasiones donde ha de imperar la supuesta certeza de que lo enunciado no merece duda). Finalmente, antes de volver al escritorio, se convenció de que se sentía así precisamente gracias a la grandeza de su poema. Como una ráfaga delirante, justo cuando se sentaba, lo maravilló la súbita idea de pasar el resto de sus días a la sombra de esos versos intitulados: comprometerse con la tarea de encontrar un título a un gran poema, bien podía constituir el tema de una novela: justamente la carencia de título permitiría abrir la experiencia de un poema perfecto e infinito, capaz de brindarle sentido y cobijo, ebriedad y pan, regocijo y sobrevivencia hasta los confines de su vida y hasta el final del tiempo. Para él sólo eso era suficiente y necesario: la eternidad. Por ello, a la oscura luz de su intitulado poema se sustraía la amplitud de todos los horizontes: todo lo otro, lo fragmentario, el mundo con sus limitaciones, la promesa de Paraíso cuya función consiste en dilatar la llegada del Paraíso, los pecados que un día atormentaron a los hombres y el terror que ha mantenido a las bestias en calidad de bestias. Nada importaba en cuanto tal, ni siquiera él mismo importaba. En el fondo, tampoco importaba la eternidad, pues -recién ahora lo comprendía- nunca había existido fondo ni eternidad, ni lenguaje intocable ni conceptos vacíos. Todo era superficie: pliegues, despliegues y repliegues de una absoluta topología. Lo único importante era “éste aquí” ya sin nombre: una dicha en su anuncio creciente, un ocaso desraizado de la catástrofe, el advenimiento de un placer -desde ya- jamás culpable, el erotismo de unas formas liberadas y liberadoras de cualquier objeto. En fin, sólo importaba la conjunción entre lo ofrendado ante su mirada y el caleidoscopio de fantasías que se posaba sobre la piel del universo. Y por medio del incoincidente (o imposible) título de aquel poema, era la misma porosidad del universo la que no cesaba de respirar.

Tariq Anwar / El vértigo

Filosofía, Literatura

Existe un vértigo inicial, el vértigo de la existencia. En él nos encontramos rara vez. Es como esa imagen relampagueante de la que hablaba Benjamin. Imagen que no puede ser vista, mas condición de toda imagen. Es decir, el vértigo de la existencia es desde siempre una especie de inalcanzable al que toda mano tiende sin encontrar apoyo, un desdoblamiento perpetuo que crea la sensación de un yo firme y soberano, un caos al que tememos arrojarnos y preferimos montar sobre él un mundo cuadriculado. El vértigo de la existencia es temblor. Sacudida en la que el yo se encuentra a distancia de sí, se confunde con los otros. No hablemos de profundidades, o digamos mejor, se trata de la profundidad de la superficie, de lo expuesto.