1. En una conferencia dictada en un país nórdico, el apacible filósofo Emmanuel Lévinas se alteró de manera inesperada ante una pregunta. Tras brindar una charla acerca de la imposibilidad de la justicia, un asistente alzó la mano y le preguntó -emulando el tono calmo del filósofo- por una experiencia que él recuerda en uno de sus últimos libros, en la que menciona la casa que podía ver desde su habitación de infancia. Cuando el curioso asistente pronunció la palabra “casa”, una energía se apoderó del filósofo y le hizo perder la serenidad que lo caracterizaba: «¡La casa! ¡La casa! ¡La maldita casa!», gritó. El público, estupefacto ante su insólito cambio de humor, dio por terminada la conferencia.
Quizá Lévinas se ofuscó por el cambio de tema y consideró que la pregunta era impertinente. La vejez entrega ciertos derechos. Sin embargo, él también pronunció la palabra, “casa”, y fue eso lo que lo irritó. El recuerdo que evoca en el libro referido tiene relación con la imposibilidad de capturar la experiencia del Otro: ver una casa desde un punto de vista durante mucho tiempo, nos entrega una idea de la casa, su fachada, su primera forma que se destruye cuando la vemos desde otro punto de vista. Lévinas relata que vio esa casa de infancia desde la calle, muchos años después, pero lo relevante no es lo obvio (que la casa tiene más de una fachada posible, dependiendo del punto de vista), sino el hecho de que la experiencia diferente, con el paso de los años, carga con otras experiencias: en el caso de Lévinas, haber esta encerrado en campos de concentración durante el régimen nacionalsocialista alemán. Dicha experiencia del horror tiene, entre otras, la forma de una ausencia de casa: aunque los edificios que componían los campos de concentración podrían funcionar como casas (muros y un techo que resguardan de la intemperie; ventanas y puertas que permiten el acceso y el egreso; habitaciones que permiten la alimentación, el aseo y el descanso), estaban muy lejos de serlo por la forma de vida que ofrecían, una negación de la vida en la que ningún “yo” es posible. Escribió Lévinas: