Rodrigo Karmy me da el pie forzado: “¿Cuál es la figura genealógica que mejor recuerda a esa forma de enemistad? El pirata”. Y en efecto, hay que entender los acelerados procesos en curso como extensas coreografías civilizatorias que ahora, en pleno chisporroteo y agitación, encuentran un temible punto de legibilidad. ¿En qué sentido asistimos a un orden integral de piratas, como sugiere Karmy que leamos el dominio de la política imperial y del imperio de la política? En este punto me gustaría recordar un brillante y ya olvidado libro de Charles Olson titulado Call Me Ishmael (1947), en el que ofrece una interpretación aguda de la esencia y orientación del Americanismo como civilización planetaria. Y es que a diferencia de tantos otros – pensamos en Max Weber sobre el calvinismo y la deificatio comunitaria; o en los marxistas sobre el modo de producción fordista y la revolución pasiva; e incluso si pensamos en la economía del espectáculo y el psiquismo de la cultura de masas – para Olson, quien da un necesario paso atrás, la civilización desplegada por el Americanismo es esencialmente un régimen de producción que nace de la extracción del aceite de las ballenas en el siglo diecinueve [1].
Literatura
Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Inv(f)ierno
Filosofía, Literatura0
La experiencia del insomnio es, en sí misma, la experiencia de la angustia ante el absurdo. En ella se expresa, como una mueca cruel y trémula, el desfondamiento de cualquier ilusión acerca de la armonía de la existencia y de su sentido. ¿Por qué? Porque el insomnio revela la peor de las tragedias, el más lacerante de los propios males. Al irredento sudor de esas noches, los insomnes flaquean: los hombres, quienes creen ser siempre hombres, dueños de sus pensamientos y gobernantes de sus acciones, siente cómo el vértigo de la nada perfora su pecho hasta vaciarlo por completo, hasta tornarlo un abismo. En efecto, la experiencia del insomnio pareciera, antes que constituir una experiencia límite, tensar y retorcerse sobre todos los límites. En la plaga de inmediatez que padece el insomne, el tiempo se manifiesta de modo contraído, como si hubiese suprimido su naturaleza sucesiva: no hay desesperación por el ayer ni por el mañana, sino por un inhabitable ahora que, lejos de cuajar en presente, aparece como límite y limitación. El caudal de pulsiones atormenta y asedia al insomne, llevándolo a enfrentarse consigo mismo: tal vez sólo en ese estado se pueda responder con total seriedad a la pregunta por el suicidio, aquella pregunta donde se juega el más mínimo sentido o sinsentido de la vida. Pues, cuando nos interpela, el insomnio apela a la contradicción de nuestra voluntad: mientras más queramos dormir, menos podremos hacerlo; mientras más esfuerzo pongamos en dormir, en abandonarnos, más lejos nos encontraremos del sueño, y más cerca de la culpa, de la locura, de la muerte. La serpiente se come la cola, los hombres se suicidan, los atormentados no pueden entregarse al descanso. En medio de esta batalla, sólo vale confiar en que el cuerpo cruce un último límite: tensarse hasta la extenuación, hasta un desvanecimiento que le permita dormir o morir. He ahí la mortal aporía que exhibe el insomnio: envenenarnos con la turbiedad de ese aire interior, enrarecido hasta la psicosis, el cual ya no encuentra poros por donde lograr huir; el cual ya no encuentra poros por donde, dicho mismo aire, logre respirar.
Alejandro Palavecino / Alfonso Alcalde, réplicas de un temblor de tierras
LiteraturaHay una foto de ese día. Un autoretrato junto a un columpio. El ministro de fe era un viejo y sabio profesor de un barrio tomecino. Alfonso fue el padrino. La madrina, la abuela del infante. Todos, menos ella, ateos declarados.
— “Te bautizo y recibo en nombre de los hombres de buena voluntad: Darwin Rodríguez”, pronunció el improvisado bautizador. Así el pequeño Darwin, a la sombra de las ruinas de una vieja construcción de adobe, en el cerro Frutillares de Tomé, recibió su nombre y lo ató para siempre a su padrino: Alfonso Alcalde, quien, para inmortalizar el evento, sacó un par de fotografías del niño y una de él mismo, junto a un columpio, la soga alrededor del cuello.
Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Poema
Literatura, PoesíaExtendió su cuerpo hacia atrás con los brazos alzados sobre la cabeza. La silla crujió suavemente. Por fin había terminado. Tan sólo restaba el título: elegir un título directo y punzante, capaz de atestiguar la torrencial violencia de los versos. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y sostuvo su frente con ambas manos. Esta vez la silla no crujió. Sorprendido, sintió que el pecho se le comprimía. Buscó respirar profundo y con lentitud, pero, en cambio, lo embargó un inesperado bostezo, como si recién hubiese concluido una intensa jornada de trabajo -cuestión que de alguna manera era cierta-. Sin quererlo, sus párpados cedieron y nublaron su vista, mas no el infierno de su alma: el dolor de cabeza le despertó la imagen de que su cerebro no encajaba con su cráneo. Mareado, se levantó de la silla. Caminó hacia el ventanal mientras la pantalla del computador se ennegrecía. Afuera, un atardecer salvaje y repleto de acuarelas fueguinas se mecía sobre la ciudad. En un arrebato de ingenuidad, acarició la idea de titular a su poema «Ocaso”. Pero dicho título pecaba candidez: necesitaba algo menos contemplativo, más ardiente y visceral, como la sed que nos desgarrará justamente el día después del último ocaso. De pie, encendió un cigarro y, tras aspirarlo solamente una vez, permaneció absorto hasta que terminó de consumirse. Pensó muchas cosas, quizás demasiadas, cosas que no cabían en el poema ni menos en su posible título. Pensó en sus hijos y, más disolutamente, en sus padres; luego pensó en el mar y en África; en Rimbaud, en Palestina y en Dios; pensó en todo eso mientras el crepúsculo proyectaba ante su mirada el propio apocalipsis de sus entrañas. Obviamente también pensó en su poema, el cual sin duda debía ser un gran poema (inmediatamente tras ese acto de pensamiento sospechó de la enunciación de la palabra “sin duda” en ocasiones donde ha de imperar la supuesta certeza de que lo enunciado no merece duda). Finalmente, antes de volver al escritorio, se convenció de que se sentía así precisamente gracias a la grandeza de su poema. Como una ráfaga delirante, justo cuando se sentaba, lo maravilló la súbita idea de pasar el resto de sus días a la sombra de esos versos intitulados: comprometerse con la tarea de encontrar un título a un gran poema, bien podía constituir el tema de una novela: justamente la carencia de título permitiría abrir la experiencia de un poema perfecto e infinito, capaz de brindarle sentido y cobijo, ebriedad y pan, regocijo y sobrevivencia hasta los confines de su vida y hasta el final del tiempo. Para él sólo eso era suficiente y necesario: la eternidad. Por ello, a la oscura luz de su intitulado poema se sustraía la amplitud de todos los horizontes: todo lo otro, lo fragmentario, el mundo con sus limitaciones, la promesa de Paraíso cuya función consiste en dilatar la llegada del Paraíso, los pecados que un día atormentaron a los hombres y el terror que ha mantenido a las bestias en calidad de bestias. Nada importaba en cuanto tal, ni siquiera él mismo importaba. En el fondo, tampoco importaba la eternidad, pues -recién ahora lo comprendía- nunca había existido fondo ni eternidad, ni lenguaje intocable ni conceptos vacíos. Todo era superficie: pliegues, despliegues y repliegues de una absoluta topología. Lo único importante era “éste aquí” ya sin nombre: una dicha en su anuncio creciente, un ocaso desraizado de la catástrofe, el advenimiento de un placer -desde ya- jamás culpable, el erotismo de unas formas liberadas y liberadoras de cualquier objeto. En fin, sólo importaba la conjunción entre lo ofrendado ante su mirada y el caleidoscopio de fantasías que se posaba sobre la piel del universo. Y por medio del incoincidente (o imposible) título de aquel poema, era la misma porosidad del universo la que no cesaba de respirar.
Tariq Anwar / Una vida
LiteraturaUna vida. Una niña. 7 años. Vivía en Gaza. Ahora no vive. Su cuerpo fue destruido por una bomba israelí. Una vida. Miles de palabras. Cientos de noches en que soñó sin recordar. Le leían cuentos por las noches. Repetidos, siempre los mismos. Le gustaba. Sobre todo disfrutaba ese último toque en la nariz que su padre le daba antes de dormir. 7 años. Ahora no vive. Su cuerpo está destrozado. Costó identificarla. Fue por su vestido. Una ropa que le regalaron para su cumpleaños. Le había quedado grande, pero le gustaba. Vivía en Gaza. Ahora no vive. Tenía cinco primos y tres primas. Vivían con ella. Vivían en Gaza. Ahora no viven. Sus cuerpos fueron destruidos por una bomba israelí. Había miedo. Sonidos de drones. Ambulancias. Pero le gustaba ese último toque en la nariz antes de dormir. Le leían cuentos en las noches. Siempre los mismos. Ahora no vive.
Donsatula / Crónica de un volantín cayendo en un habitación de tortura
LiteraturaUn camión. Un camión recolector de basura. Un niño. Un niño encumbrando un volantín. El sol. El sol cegando por momentos las pupilas del niño. Papeles en múltiples colores. En el fondo risas y olor a pan amasado. Hay mucha gente. La tarde de Septiembre atrae a la gente y los miles de años de invoevolución le prestan alas y zumbidos de abejas. Es sábado y Don Francisco grita y se burla, gangosamente, de los concursantes. En la esquina, en un rincón de ésta, los alambres que forman los neumáticos aún humean, pero nadie le da importancia. Un helicóptero irrumpe en la escena y ahí sí que todos se apuran a mirar. Algunas madres, temerosas, jalan de un ala a los más chicos y los entran a sus casas. Las radios bajan el volumen del encuentro pelotero entre Aviación y Cobreloa. El niño continúa su juego, inmerso en el azul cielo que en ese momento cubre las cabezas de menos de 10 millones de habitantes.
