Después de lo ocurrido en los dos últimos años, es difícil no sentirse algo disminuido, no sentir -se quiera o no- una especie de vergüenza. No es la vergüenza que Marx describió como “una especie de cólera replegada sobre sí misma”, en la que veía una posibilidad de revolución. Se trata más bien de esa “vergüenza de ser hombres” de la que hablaba Primo Levi en relación con los campos, la vergüenza de quienes vieron pasar lo que no debería haber pasado. Es una vergüenza de este tipo -se ha dicho con razón- la que, con la debida distancia, sentimos ante demasiada vulgaridad, ante ciertos programas de televisión, los rostros de sus presentadores y las sonrisas confiadas de los expertos, periodistas y políticos que, a sabiendas, han sancionado y difundido mentiras, falsedades y abusos, y siguen haciéndolo impunemente.